2006
El albedrío
marzo de 2006


La plenitud del Evangelio

El albedrío

Una serie de artículos que examinan las creencias básicas del Evangelio restaurado, doctrinas que son exclusivas de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Una creencia básica del cristianismo es que Dios ha dado a Sus hijos el albedrío, es decir, la capacidad y el privilegio de escoger. Sin embargo, el concepto del albedrío, como se enseña en el Libro de Mormón y lo imparten los profetas y apóstoles de los últimos días, en consonancia con otras verdades del Evangelio, es una doctrina rebosante de poder y con implicaciones eternas.

Un principio eterno

El albedrío es esencial para el plan que nuestro Padre Celestial tiene para Sus hijos, pues sin ese principio, no podemos llegar a ser como Él. El albedrío es un atributo eterno de todos los seres inteligentes; su origen es anterior al nacimiento terrenal; de hecho, teníamos albedrío en nuestra existencia preterrenal. El Señor reveló:

“También el hombre fue en el principio con Dios. La inteligencia, o sea, la luz de verdad, no fue creada ni hecha, ni tampoco lo puede ser.

“Toda verdad es independiente para obrar por sí misma en aquella esfera en que Dios la ha colocado, así como toda inteligencia; de otra manera, no hay existencia.

“He aquí, esto constituye el albedrío del hombre” (D. y C. 93:29–31).

Nosotros no creemos en un Dios determinista, es decir, un Dios que decide de antemano el destino final de Sus hijos. Más bien, creemos en un Dios que tiene un perfecto conocimiento previo de las decisiones que van a tomar Sus hijos, y tal vez emplee dicha precognición para guiarnos e incluso para advertirnos, pero nunca la empleará para privarnos de nuestro albedrío. Él nos permite llegar a ser quienes realmente queremos ser. Tal como escribió el élder James E. Talmage (1862–1933), del Quórum de los Doce Apóstoles: “[Dios] sabe lo que cada cual hará en determinadas condiciones, y conoce el fin desde el principio. Su precognición se basa en la inteligencia y la razón. Él prevé lo futuro como un estado que natural y seguramente ha de llevarse a cabo; no como una situación que tiene que ser porque Él arbitrariamente ha dispuesto que así sea”1.

La mayoría de las iglesias cristianas creen que Dios creó a Sus hijos ex nihilo, es decir, de la nada. De ser así, a Él se le podría atribuir la responsabilidad de cualquier mal que pudiésemos ocasionar al habernos creado con imperfecciones y debilidades. Pero sabemos que nuestro Padre Celestial no nos creó de la nada y que no es responsable de nuestras debilidades ni de nuestros pecados. Él simplemente nos coloca a nosotros, Sus hijos espirituales, en esferas donde podemos aprender y progresar mediante el ejercicio del albedrío, si lo usamos correctamente.

Condiciones necesarias para que haya albedrío

El élder Bruce R. McConkie (1915–1985), del Quórum de los Doce Apóstoles, enseñó que el albedrío necesita cuatro condiciones:

  1. Deben existir leyes decretadas por un poder omnipotente, leyes que podamos obedecer o desobedecer.

  2. Debe haber opuestos: lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto.

  3. Debemos tener conocimiento del bien y del mal; precisamos saber la diferencia que hay entre los opuestos.

  4. Debemos poseer el poder de elección sin restricciones2.

Además, para disfrutar plenamente del albedrío, es necesario que seamos responsables de nuestras elecciones. Las leyes existentes deben acarrear consecuencias, y no sólo las consecuencias naturales resultantes de nuestras acciones, como por ejemplo la pérdida del respeto por parte de la gente cuando mentimos o engañamos, sino que también, si las obedecemos, deben traernos las bendiciones de Dios, y el castigo si no lo hacemos.

Satanás ataca nuestro albedrío

El Señor dice de la existencia preterrenal: “…Satanás se rebeló contra mí, y pretendió destruir el albedrío del hombre” (Moisés 4:3). A causa de esa rebelión, Lucifer fue expulsado del cielo, pero sigue minando nuestro albedrío aquí en la tierra y lo hace de muchas maneras, dos de las cuales son:

La desobediencia. “He aquí, esto constituye el albedrío del hombre y la condenación del hombre; porque claramente les es manifestado lo que existió desde el principio, y no reciben la luz… Y aquel inicuo viene y despoja a los hijos de los hombres de la luz y la verdad, por medio de la desobediencia” (D. y C. 93:31, 39). La desobediencia daña nuestro albedrío de dos maneras: Primero, cuando perdemos la luz y la verdad, nos volvemos ciegos a las muchas oportunidades que se nos presentan de hacer el bien. Segundo, ciertas formas de desobediencia son adictivas, por lo que nos vemos atrapados por comportamientos extremadamente difíciles de abandonar. Incluso podemos llegar a perjudicar a otras personas y dañar su albedrío.

La falta de responsabilidad. Satanás nos susurra al oído y nos dice: “…Comed, bebed y divertíos; no obstante, temed a Dios, pues él justificará la comisión de unos cuantos pecados… y si es que somos culpables, Dios nos dará algunos azotes, y al fin nos salvaremos en el reino de Dios” (2 Nefi 28:8). Algunos creen erróneamente que después que hayamos “afirmado [creer] en Cristo” y de haber sido “salvos por la gracia”, no importa lo que hagamos, somos salvos. Esa doctrina es una sutil manifestación del engaño al que continuamente nos somete Satanás respecto a que no somos responsables de nuestros pecados y que éstos carecen de consecuencias.

Las bendiciones del albedrío

Cuando empleamos el albedrío para escoger lo correcto, Dios no sólo nos bendice a nosotros, sino que nuestro propio albedrío se ve fortalecido y realzado. Cuando nuestro Padre Celestial ve que puede confiar en nosotros porque tomamos decisiones correctas, hace lo que haría cualquier padre amoroso: nos bendice con nuevas oportunidades y con más responsabilidad. De ese modo, si utilizamos nuestro albedrío con prudencia, las posibilidades de hacer el bien y de bendecir a otras personas se tornan infinitas. La obediencia siempre conduce a más albedrío y a un aumento de posibilidades, mientras que el pecado restringe nuestras opciones.

Notas

  1. Jesús el Cristo, pág. 29.

  2. Véase Mormon Doctrine, 2ª edición, 1966, pág. 26; véase también 2 Nefi 2:10–29.