2005
Para que todas lleguemos a sentarnos juntas en el cielo
Noviembre de 2005


Para que todas lleguemos a sentarnos juntas en el cielo

Cuando llegamos a ser instrumentos en las manos de Dios, Él se vale de nosotras para efectuar Su obra.

Hermanas, en esta ocasión nos hallamos reunidas las hermanas en una reunión general de la Sociedad de Socorro. Lucen magníficas. Al estar aquí, no puedo menos que pensar en la primera reunión de la Sociedad de Socorro. Me imagino al profeta José dirigiendo la palabra a las hermanas y preparándolas para su función en la edificación del reino de Dios. Me imagino también las silenciosas oraciones de las hermanas, diciendo: “He hecho convenios de realizar Tu obra, Señor, ¡ayúdame ahora a ser un instrumento en Tus manos!”. Su oración es nuestra oración.

La vida terrenal es el tiempo para que cada una de nosotras llegue a ser ese instrumento.

Cuán bello es el mensaje que dio la hermana Lucy Mack Smith, cuando ya frágil y debilitada por la edad, se puso de pie para hablar a las hermanas en una de las primeras reuniones de la Sociedad de Socorro que se efectuó en Nauvoo. Recuerden que ella había sido una mujer muy influyente, una gran líder. Era muy parecida al tipo de mujer que veo hoy en día en la Sociedad de Socorro. Aquel día, ella dijo: “Debemos apreciarnos las unas a las otras, ampararnos las unas a las otras, consolarnos mutuamente y adquirir instrucción, para que todas lleguemos a sentarnos juntas en el cielo”1.

Esas palabras hablan del que las hermanas lleguen a ser “instrumentos en las manos de Dios2”. ¿Quién de nosotras no anhela ser apreciada, amparada, consolada e instruida en las cosas de Dios? ¿Cómo se hace eso realidad? Nada menos que con cada acto de bondad, con cada expresión de afecto, con cada gesto de consideración y con cada mano de ayuda. Pero mi mensaje no va dirigido a quienes reciben tales actos caritativos, sino a todas nosotras, las que debemos llevar a la práctica esa santidad todos los días. Para llegar a ser como Jesucristo, enseñó el profeta José, “deben ustedes ensanchar sus almas para con los demás”3.

Todas añoramos poseer el amor puro de Cristo, llamado caridad, pero nuestra parte humana —la “mujer natural” que hay en nuestro interior— nos estorba el paso. Nos llenamos de enojo, nos sentimos frustradas, nos reñimos a nosotras mismas y a los demás, y cuando lo hacemos, no podemos ser el conducto de amor que debemos ser a fin de llegar a ser un instrumento en las manos de nuestro Padre Celestial. El estar dispuestas a perdonarnos a nosotras mismas y a los demás es parte esencial de nuestra capacidad para tener el amor del Señor en nosotras y para efectuar Su obra.

Cuando comencé a preparar este discurso, hice todo lo que sabía que debía hacer: fui al templo, ayuné, leí las Escrituras. Oré y escribí un discurso. Pero cuando se escoge escribir acerca de la caridad, es preciso sentirse caritativa. Y yo no me sentía así. Tras muchas lágrimas y oración, llegué a darme cuenta de que tenía que pedir perdón a las personas que, sin ellas saberlo, habían sido la causa de mis pensamientos poco caritativos. Y, aunque fue difícil hacerlo, fue sanador. Y el Espíritu del Señor volvió a mí.

Ser caritativa en forma constante es una búsqueda de toda la vida, pero cada acto de amor nos cambia a nosotras y a los que los realizan. Les contaré la historia de una mujer joven que conocí hace poco. Alicia, cuando era adolescente, se distanció mucho de la Iglesia, pero posteriormente, comenzó a sentir deseos de volver a ella. Solía visitar a su abuelo que vivía en una residencia para personas jubiladas, e iba a verle todos los domingos. Uno de esos días, decidió asistir a las reuniones de los Santos de los Últimos Días que se efectuaban allí. Al abrir la puerta, halló una reunión de la Sociedad de Socorro, pero no había ningún asiento desocupado. Cuando estaba a punto de irse, una hermana la invitó con un gesto amistoso a ir a sentarse a su lado y le hizo lugar en su asiento. Alicia me dijo: “Me pregunté qué pensaría de mí esa hermana, puesto que yo tenía el cuerpo lleno de perforaciones y olía a cigarrillo. Pero a ella no pareció importarle y sencillamente me hizo sitio a su lado”.

Alicia, alentada por la caridad de esa hermana, volvió a ser activa en la Iglesia. Sirvió en una misión y hoy en día comparte esa misma clase de amor con las demás hermanas. La hermana de edad que compartió su asiento con ella sin duda entendía que hay lugar para toda mujer en la Sociedad de Socorro. Nos reunimos para fortalecernos y llevamos con nosotras todas nuestras debilidades e imperfecciones.

Alicia me dijo algo que no olvidaré jamás. Me dijo: “Sólo hago una cosa para mí misma cuando voy a la Iglesia: Tomo la Santa Cena para mí. El resto del tiempo busco a quiénes me necesitan e intento ayudarles con cariño”.

Hermanas, cuando llegamos a ser instrumentos en las manos de Dios, Él se vale de nosotras para efectuar Su obra. Al igual que Alicia, debemos volvernos hacia los que nos rodean y buscar las formas de ayudarles con cariño. Tenemos que pensar en los que asomen la cabeza a la puerta e invitarlos a nuestro lado, a fin de que todos lleguemos a sentarnos juntos en el cielo. No todas pensaremos que hay lugar para otra persona en nuestro asiento, pero siempre hay asientos que pueden hallarse si tenemos amor en el corazón.

En 1856, Julia y Emily Hill, dos hermanas que, tras haberse unido a la Iglesia siendo adolescentes en Inglaterra, fueron rechazadas por su familia, por fin reunieron el dinero suficiente para costearse el viaje a América a donde llegaron, y casi habían llegado a su anhelado Sión; atravesaban las llanuras de Norteamérica con la Compañía de carros de mano de Willey cuando quedaron, junto con muchas otras personas, rezagadas por el camino debido a una temprana tempestad que se desató en octubre. La hermana Deborah Christensen, bisnieta de Julia Hill, tuvo un conmovedor sueño de ellas, que relató así:

“…Vi a Julia y a Emily desamparadas en la nieve, en la tempestuosa cumbre de Rocky Ridge con los del resto de la compañía de carros de mano de Willey. No tenían ninguna prenda de ropa gruesa para abrigarse. Julia yacía sentada en la nieve, temblando de frío, incapaz de dar un paso más. Emily, que también se estaba congelando, comprendió que si no ayudaba a Julia a ponerse de pie, ésta moriría. Cuando Emily estrechó entre sus brazos a su hermana para ayudarle a levantarse, Julia comenzó a llorar, pero sin lágrimas, sólo escaparon de sus labios débiles quejidos. Juntas caminaron lentamente hasta su carro de mano. Trece personas fallecieron aquella noche terrible. Julia y Emily sobrevivieron”4.

Hermanas, si no se hubiesen tenido la una a la otra, lo más probable es que esas dos mujeres no hubieran sobrevivido. Además, ellas ayudaron a otras personas a sobrevivir a aquella devastadora parte del viaje, incluida una joven madre con sus hijos. Emily Hill Woodmansee compuso posteriormente la hermosa letra del himno “Sirvamos unidas”. La parte que dice “brindando servicio con sincero amor”5 adquiere nueva dimensión en su significado si uno se imagina lo que ella vivió allá en aquellas nevadas tierras.

Del mismo modo que las hermanas Hill, muchas de nosotras no sobreviviremos a las pruebas de la vida terrenal sin la ayuda de los demás. E igualmente cierto es que, al ayudar a los demás, elevamos nuestro propio ánimo.

Lucy Mack Smith y las hermanas de los comienzos de la Sociedad de Socorro experimentaron el amor puro de Cristo, es decir, la caridad sin límites. Contaban con las verdades del Evangelio para guiar su vida; tenían un profeta viviente; tenían a nuestro Padre Celestial que oía y contestaba sus oraciones. Hermanas, también nosotras tenemos todo eso. Al bautizarnos, tomamos sobre nosotras el nombre de Jesucristo. Llevamos con nosotras ese nombre todos los días, y el Espíritu nos inspira a vivir de acuerdo con las enseñanzas del Salvador. Al hacerlo, llegamos a ser instrumentos en las manos de Dios y el Espíritu nos lleva a niveles más elevados de la bondad.

La mayor manifestación de la caridad es la expiación de Jesucristo, que se nos ha otorgado como dádiva. Nuestra búsqueda diligente de esa dádiva requiere que no sólo estemos dispuestas a recibirla, sino que estamos dispuestas a compartirla también. Al compartir ese amor con los demás, surgiremos como “instrumentos en las manos de Dios para llevar a cabo esta grandiosa obra”6 y estaremos preparadas para llegar a sentarnos con nuestras hermanas en el cielo, juntas.

Doy testimonio del Salvador, de que Él vive y nos ama. Él sabe lo que podemos llegar a ser… a pesar de nuestras imperfecciones actuales. En el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Relief Society Minutes, 24 de marzo de 1842, Archivos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pág. 18–19.

  2. Alma 26:3.

  3. Relief Society Minutes, 28 de abril de 1842, pág. 39.

  4. Debbie J. Christensen, “Julia and Emily: Sisters in Zion”, Ensign, junio de 2004, pág. 34.

  5. Himnos, Nº 205.

  6. Alma 26.3.