2004
Misioneros en el metro
diciembre de 2004


Misioneros en el metro

La primera Navidad que pasé en la misión en Francia fue maravillosa. La pasamos con una magnífica familia de miembros con los que me sentí muy cómodo, como en casa. Pero la segunda Navidad es algo que siempre recordaré y que siempre será algo preciado para mí.

En todo el pueblo francés en el que servía se respiraba la emoción de la festividad: había música de Navidad en las tiendas, anuncios por doquier y tarjetas de Navidad en el correo.

Días antes del día de Navidad, los misioneros de nuestra zona fuimos a cantar villancicos en los autobuses, las estaciones del metro y los centros comerciales. Tratamos de compartir la dicha de la Navidad con nuestros hermanos franceses mediante los cánticos navideños, la entrega de folletos y la presentación de ejemplares del Libro de Mormón envueltos en papel de regalo. Deseamos a la gente una feliz Navidad. Al igual que el año anterior, teníamos la intención de pasar la Nochebuena en casa de una familia de miembros. Mi compañero y yo habíamos recibido una invitación y esperábamos ansiosos el participar de una maravillosa cena de Navidad casera.

El 24 de diciembre trabajamos arduamente toda la mañana y al volver a casa para el almuerzo recibimos una llamada de la familia que nos había invitado a cenar esa noche. Tenían que cancelar la cita debido al fallecimiento de un familiar. No podíamos ir a su casa debido a los compromisos familiares, por lo que tratamos de consolarlos lo mejor que pudimos a través del teléfono. Después de colgar, me di cuenta de que iba a ser una Nochebuena muy solitaria, pues los demás élderes de nuestro apartamento habían sido invitados a otras partes. Almorzamos y salimos nuevamente a trabajar.

Cayó la tarde y soplaba un viento frío. Mientras veía que se encendían los árboles de Navidad en el interior de las casas —casas repletas de rostros felices—, mis pensamientos se trasladaron hasta mi propio hogar en los Países Bajos. Todos estarían sentados, cantando villancicos y leyendo el relato del nacimiento de Cristo. Escucharían música navideña mientras mi padre encendía las velas del árbol. De repente eché mucho de menos a mi familia.

Regresamos a nuestro apartamento y me senté a la mesa, compadeciéndome de mí mismo. Puse un casete de música navideña del Coro del Tabernáculo y empecé a escribir en mi diario.

Una de las muchas cosas que aprendí en la misión fue que aquellos con los que servía eran mis compañeros por un motivo. Ese era el caso con el élder Wagner. Al cabo de unos minutos, se levantó de su escritorio y dijo que tenía un plan: “¿Por qué no tomamos algunos ejemplares envueltos del Libro de Mormón, vamos a la estación del metro y conversamos con aquellos que también se sienten solos en Nochebuena?”, sugirió. Le dije que le acompañaría, aunque tenía mis dudas en cuanto a esa idea; sólo quería sentarme en mi silla y sentir lástima de mí mismo.

Salimos del apartamento y caminamos hasta el metro. Cuanto más nos acercábamos a la estación, más sentía que no era tan mala idea y que todo podía convertirse en una buena experiencia. Subimos al metro, que iba casi vacío; había algunas personas aquí y allá. Me acerqué a un hombre que iba sentado solo al lado de una ventana. Me presenté y le pregunté si podía sentarme con él. Accedió. Empezamos a hablar sobre las familias —la suya y la mía— y la Navidad. Me dijo que era un refugiado y que había tenido que dejar su país y a su familia. Me habló de su esposa y de su hijo, y de lo mucho que los extrañaba. Si bien nuestras situaciones eran diferentes, podía comprenderlo porque mi familia también estaba lejos. Luego comencé a hablar sobre Jesucristo, lo mucho que Él y la Navidad significaban para mí. “El Salvador vino a la tierra”, testifiqué.

En ese mismo instante sentí un fuego en mi alma. Esa sensación volvió a repetirse esa misma noche mientras conversaba y testificaba de Jesucristo a otras personas en el metro. Cuando mi compañero y yo nos retiramos a nuestro apartamento, yo iba lleno de un maravilloso sentimiento de aprecio. Mientras conversábamos sobre lo sucedido aquella noche, descubrí que mi compañero sentía lo mismo que yo. En verdad habíamos sentido el espíritu de la Navidad, y sentía como si el corazón me fuera a estallar de gozo. ¡El Salvador nació en Belén para mí y para todo el mundo! Cuán bendecido me sentía por tener el Evangelio en mi vida y por haber sentido aquella noche el amor que Él tiene por mí.

Fue una Navidad que siempre atesoraré, ya que aquella Nochebuena aprendí por fin el verdadero significado de la Navidad: tiene que ver sobre Cristo y el compartir mi preciado testimonio del Hijo viviente de Dios.

Rémy van der Put es miembro del Barrio Kirkland Dos, Estaca Kirkland, Washington.