2004
Sostenida por Su mano
octubre de 2004


Sostenida por Su mano

La primera vez que oí hablar del Evangelio lo amé y supe que quería que fuera parte de mi vida. Deseaba casarme algún día con un ex misionero, tener hijos y vivir feliz para siempre. Me enamoré de un muchacho maravilloso que también era converso, y una vez finalizada su misión, nos casamos en el Templo de Washington, D.C.

Cinco años más tarde, y después de tener dos hijos, me hallaba sentada sola escuchando una transmisión de la conferencia general. Mis hijos se habían quedado en casa con su padre.

Jamás olvidaré los sentimientos que tuve aquel día. El “y vivieron muy felices” que tanto anhelaba parecía escurrírseme de las manos. Mi dulce esposo, el ex misionero con el que me casé en el templo, tenía dificultades para mantenerse activo en la Iglesia. Oré por él y puse su nombre en la lista de oración del templo. Aún así, decidió no asistir a las reuniones de la Iglesia. Me partía el alma oír a mi hijo de dos años suplicar: “Papi, ven con nosotros a la iglesia”.

Aquel día, sentada en la conferencia, los magníficos discursos me permitieron sentir el Espíritu, pero también me sentí triste. Deseaba tanto que mi esposo estuviera conmigo. Estábamos juntos en este viaje terrenal, pero caminábamos por senderos diferentes. Necesitaba fortaleza para seguir adelante. Estar sentada sola en la iglesia con un recién nacido y un niño de dos años puede ser difícil en cualquier circunstancia, pero vivíamos en una ciudad nueva, asistíamos a un barrio grande y muchos de los miembros eran estudiantes como mi marido. Pensaba que era la única con un marido menos activo y me sentía fuera de lugar; pero logré esbozar una sonrisa y seguir asistiendo a las reuniones, mientras me moría por dentro.

Ese día, en la conferencia, la congregación se puso de pie para cantar “Qué firmes cimientos”, pero yo me quedé sentada; no tenía fuerzas para incorporarme.

Al comenzar la tercera y última estrofa, empecé a sentirme diferente. Algo estaba cambiando y la dulzura del Espíritu me embargó por completo mientras daba oídos a las palabras:

“Pues ya no temáis, y escudo seré,

que soy vuestro Dios y socorro tendréis;

y fuerza y vida y paz os daré,

y salvos de males, y salvos de males,

y salvos de males, vosotros seréis”

(Himnos, Nº 40).

Entonces tuvo lugar uno de los momentos más maravillosos de mi vida. Me pareció como si hubiera alguien que, literalmente, me estuviera ayudando a levantarme. Miré a mi alrededor, pero no había nadie. Desde ese momento fui una persona diferente. Sabía que no estaba sola y en un instante supe que algún día todo estaría bien.

Una sonrisa acudió a mi rostro en una reciente reunión sacramental —18 años después de la conferencia— cuando mi esposo fue relevado del obispado y llamado como presidente de los Hombres Jóvenes. También yo recibí un nuevo llamamiento —el que había temido toda mi vida—, el de presidenta de la Sociedad de Socorro. Sintiéndome conmovida, me pareció que el corazón me daba un brinco cuando se anunció el him- no final: “Qué firmes cimientos”. Siempre se me salen las lágrimas cuando se canta ese himno, y aquel día hubo lágrimas en abundancia; esta vez eran lágrimas de gratitud y una vez más supe que todo iba a estar bien.

Terri Free Pepper es miembro del Barrio Mansfield 1, Estaca Arlington, Texas.