2004
Alguien que me escuche
agosto de 2004


Alguien que me escuche

Mis compañeras de cuarto y mis amigas no hicieron caso a mis esfuerzos misionales, pero yo seguí orando por una oportunidad de compartir el Evangelio.

Era un atardecer ruidoso en mi dormitorio de estudiantes de la Universidad de Ibadan, en Nigeria. Llovía a cántaros y una fría brisa se colaba por la ventana. De cada habitación de esa planta salía un tipo diferente de música y las chicas cantaban y se llamaban unas a otras.

Mi hermana mayor había ido a visitar a unas amigas, pero yo decidí quedarme y preparar la cena para mí y mis compañeras de cuarto. No podía explicarlo, pero tenía una fuerte impresión de que debía quedarme.

Mientras preparaba la sopa, entró Ifeoma, una misionera de una iglesia que se reunía en el campus. Surgió un debate entre ella y mis compañeras; ella les predicó durante un rato y las invitó a asistir a su iglesia y mis compañeras aceptaron de buena gana.

Me sentía decepcionada pues las invitaciones que les había hecho a mis compañeras de cuarto de asistir a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no habían tenido éxito; de hecho, la primera vez que las invité se burlaron de mí y de la Iglesia, y los intentos posteriores durante los años siguientes también fracasaron. Me sentía como una pobre misionera. Pero una voz en mi interior insistía: “No te des por vencida”. De modo que solía ayunar y orar para encontrar a alguien en el colegio que escuchara el Evangelio.

“¡Hola!”, dijo Ifeoma, volviéndose a mí. “¿No te importaría escucharme mientras cocinas?”

“En absoluto”, le respondí.

“¿Has nacido de nuevo?”, me preguntó.

“Si por ‘nacer de nuevo’ te refieres a lo que Jesús enseñó a Nicodemo, la respuesta es sí”, le dije (véase Juan 3:1–21).

“Interesante”, dijo. “¿Puedes decirme a qué Iglesia asistes?”.

“A La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”, respondí.

“¿Los mormones?”, preguntó sorprendida. “Tengo entendido que usan una Biblia diferente”.

“No es una Biblia, es el Libro de Mormón”, le expliqué. “Es otro testamento de Jesucristo”.

“¿Te gustaría hablarme de tus creencias?”, me preguntó.

“Por supuesto”, respondí con certeza. Le hablé de los Artículos de Fe y del Libro de Mormón, así como de la fe en Jesucristo, el arrepentimiento y el bautismo. Ella escuchó con atención. Luego compartí mi testimonio y le di el ejemplar del Libro de Mormón que tenía pensado obsequiar a alguien más.

“¿Puedo quedarme con él?”, me preguntó.

“Sí. Te lo regalo”, le dije. Le pedí que abriera el libro y leyera 2 Nefi 25:26; accedió con gusto: “Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo y escribimos según nuestras profecías, para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados”.

Cuando Ifeoma terminó de leer, su semblante adquirió un aspecto de seriedad. Me pareció que estaba convencida de que lo que le había dicho era verdad.

“Y yo que pensaba que los miembros de tu iglesia no creían en Cristo”, dijo con suavidad.

La invité a acompañarme a la iglesia el domingo siguiente y ella accedió. “Gracias, Ngozi”, dijo. “Nunca había tenido un sentimiento tan cálido como el que tuve mientras hablaba contigo”.

Se fue; ahora entendía por qué había tenido la fuerte impresión de quedarme en vez de irme con mi hermana. Había tenido la guía del Espíritu y por fin había logrado compartir el Evangelio con alguien que estaba dispuesto a escuchar.

Ngozi F. Okoro es miembro de la Rama Ibadan 1, Distrito Ibadan, Nigeria.