2004
Las llaves del reino
abril de 2004


Clásicos del Evangelio

Las llaves del reino

Wilford Woodruff nació el 1 de marzo de 1807 en Connecticut; es hijo de Aphek y Beulah Woodruff. Zera Pulsipher, uno de los primeros misioneros de la Iglesia, lo bautizó el 31 de diciembre de 1833 en un arroyo helado próximo a Richland, Nueva York. Fue ordenado apóstol por Brigham Young el 26 de abril de 1839 y llegó a ser Presidente de la Iglesia el 7 de abril de 1889. Falleció el 2 de septiembre de 1898 en San Francisco, California. A continuación se ofrecen extractos de sus palabras ofrecidas el 2 de junio de 1889 en una conferencia de la Asociación de Mejoramiento Mutuo de los Hombres Jóvenes.

Antes de concluir esta conferencia, hay un asunto del que quisiera dar testimonio… Soy… el último ser que aún vive y que estuvo con… José Smith, el Profeta de Dios, cuando concedió a los Doce Apóstoles su cargo concerniente al sacerdocio y las llaves del reino de Dios; y como también yo pronto voy a morir, como todos los hombres algún día, deseo dejar mi testimonio a estos Santos de los Últimos Días.

Las nuevas del martirio

Me hallaba sentado con Brigham Young en la terminal de tren de la ciudad de Boston cuando los dos profetas [José Smith y su hermano Hyrum] fueron martirizados. En aquel entonces no había telégrafos ni los rápidos correos que tenemos hoy día para enviar mensajes por el país. En ese momento, el hermano Young se encontraba allí esperando el tren que lo llevaría a Peterborough, y mientras esperábamos sentados, nos vimos acongojados por una nube de tinieblas y melancolía tan grande como jamás había sentido en mi vida… Ninguno de los dos supo ni entendió el motivo de aquello sino hasta que tuvimos conocimiento de la muerte de los profetas. El hermano Brigham partió y yo permanecí en Boston; al día siguiente conseguí un pasaje para las islas Fox, lugar que había visitado años atrás y en el que había bautizado a numerosas personas y organizado ramas en ambas islas. Mi suegro, Ezra Carter, me llevó en su carromato desde Scarborough hasta Portland, donde saqué pasaje en un barco de vapor. Subí mi baúl a bordo y me estaba despidiendo de mi suegro cuando un hombre salió de una tienda, un zapatero, con un periódico en la mano y diciendo: “¡Padre Carter, José Smith y Hyrum Smith han sido martirizados; han sido asesinados en la cárcel de Carthage!”.

Nada más leer el periódico, el Espíritu me dijo que era verdad. No había tiempo para consultas, el vapor avisaba de su partida, así que subí a bordo, tomé el baúl y lo bajé a tierra. Mientras retiraban la pasarela, le dije al padre Carter que me llevara de regreso a Scarborough, donde tomé un tren de vuelta a Boston…

Al día siguiente me encontré con Brigham Young en una calle de Boston enfrente de la casa de la hermana Voce; él acababa de regresar. Nos estrechamos la mano, pero ninguno de los dos pudo articular palabra. Entramos en la casa de la hermana Voce, nos sentamos y nos cubrimos el rostro con las manos. Estábamos sumidos en el dolor y no tardamos en bañar nuestros rostros con nuestras lágrimas… Cuando hubimos terminado de llorar, comenzamos a conversar sobre la muerte de los profetas y, en el curso de la conversación, él se golpeó el muslo con una mano y dijo: “Gracias a Dios, las llaves del reino están aquí”…

La última reunión

Todo lo que el presidente Young, o yo, o cualquier otro miembro del Quórum precisaba hacer al respecto era volverse a las últimas instrucciones recibidas en la última reunión con el profeta José antes de partir para nuestra misión, reunión de la que he hablado muchas veces en mi vida.

El profeta José, y ahora le comprendo, tenía un claro presentimiento de que aquélla sería la última reunión en la que estaríamos juntos en la carne. Habíamos recibido nuestras investiduras, todas las bendiciones nunca antes conferidas a los apóstoles y a los profetas aquí en esta vida habían sido selladas sobre nuestras cabezas. En aquella ocasión el profeta José se levantó y nos dijo: “Hermanos, he deseado vivir hasta ver terminado este templo; yo no lo haré, pero ustedes sí. He sellado sobre sus cabezas todas las llaves del reino de Dios. He sellado sobre ustedes cada llave, poder y principio que el Dios del cielo me ha revelado. Ahora no importa a dónde vaya ni lo que haga, el reino descansa sobre ustedes”.

¿No se preguntan por qué, como apóstoles, no pudimos entender que el profeta de Dios iba a ser llevado de entre nosotros? Pues no lo entendimos. Los apóstoles de los días de Jesús no pudieron entender al Salvador cuando les dijo: “…Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros” [véase Juan 16:7]. Tampoco nosotros entendimos lo que quiso decir José. “Pero”, prosiguió tras haber obrado así, “ustedes, apóstoles del Cordero de Dios, hermanos míos, sobre sus hombros descansa este reino. Preparen sus hombros y sostengan y fortalezcan este reino”. Y añadió este extraño comentario: “Si no lo hacen, serán condenados”.

Soy el último ser vivo que oyó aquella declaración. Él dijo la verdad, pues ¿no habría estado bajo condenación cualquiera de los hombres que ha poseído las llaves del reino de Dios o el apostolado en esta Iglesia, o no se hubiese derramado la ira de Dios sobre ellos si hubieran abandonado y negado estos principios o se hubiesen alejado de ellos para servirse a sí mismos en vez de servir a la obra del Señor que fue entregada en sus manos?

Las llaves están aquí

Cuando el Señor entregó las llaves del reino de Dios, las llaves del Sacerdocio de Melquisedec, del apostolado, y las selló sobre la cabeza de José Smith, las selló sobre su cabeza para que estuvieran en la tierra hasta la venida del Hijo del Hombre. Bien pudo decir Brigham Young: “Las llaves del reino de Dios están aquí”. Estuvieron con él hasta el día de su muerte, para luego reposar sobre la cabeza de otro hombre, el presidente John Taylor. Él conservó esas llaves hasta la hora de su muerte, hasta que, por turno, o de acuerdo con la providencia de Dios, descansaron sobre Wilford Woodruff.

Digo a los Santos de los Últimos Días que las llaves del reino de Dios están aquí y que aquí se quedarán hasta la venida del Hijo del Hombre. Entienda eso todo Israel, que no pueden reposar sobre mi cabeza sino por un breve periodo, pero que luego lo harán sobre la cabeza de otro apóstol, y de otro después de él, y así hasta la venida del Señor Jesucristo en las nubes del cielo para “recompensar a todo hombre de acuerdo con sus obras en la carne” [véase History of the Church, tomo I, pág. 245]…

Estamos en las manos del Señor

…Digo a todo Israel en este día, y digo a todo el mundo, que el Dios de Israel, que organizó esta Iglesia y reino, jamás ordenó a ningún Presidente ni Presidencia para descarriarla. Óyeme, Israel, ningún hombre que haya respirado el aliento de la vida puede poseer las llaves del reino de Dios y descarriar a sus miembros…

Comprometámonos a servir y honrar a Dios. Nada teman concerniente al reino; el Señor lo dirigirá bien, y si el hermano Woodruff o cualquiera de la Presidencia de esta Iglesia optara por seguir una vía que les llevara a ustedes a descarriarse, el Señor nos retiraría de en medio. Estamos en las manos del Señor, y el Dios de Israel poseerá esas llaves y cuidará de ellas hasta que venga Aquel que tiene derecho a reinar.

Publicado en Millennial Star, 2 de septiembre de 1889, págs. 545–549; encabezamientos agregados; el orden de los párrafos se ha cambiado; se han actualizado la puntuación, el uso de las mayúsculas y la ortografía.