2004
Nacidos espiritualmente de Dios
abril de 2004


Principios del Libro de Mormón

Nacidos espiritualmente de Dios

A pesar de que enfrentaba muchos desafíos, una madre soltera compartió un inspirador testimonio de cómo la fe en Jesucristo y el bautismo cambió su vida y eso le otorgaba la certeza de un futuro tranquilo y feliz para su pequeña familia.

Hace varios años, un frío día de invierno, visité una de las ramas de Dnipropetrovsk, Ucrania; era domingo de ayuno y nos calentamos al abrigo de los testimonios expresados en aquel local de alquiler y casi sin calefacción donde nos reuníamos.

Recuerdo especialmente el testimonio de una hermana cuyo rostro inspirado aún puedo visualizar en mi mente. Se trataba de una madre soltera que vivía con su hijo de un año en un edificio propiedad de la fábrica para la que trabajaba. Las condiciones económicas no eran buenas, el sueldo de ella era escaso y se abonaba irregularmente. La desesperación y la posterior esperanza en Dios la llevaron al Evangelio.

Poco después de su bautismo, estaba preparando la comida para ella y su hijo cuando otra joven que vivía en el mismo edificio le dijo: “Sé que estás pasando por dificultades, y que, al igual que yo, eres una madre soltera, con ingresos bajos, sin un lugar propio donde vivir y con poca esperanza de un buen futuro para ti y tu hijo. Como yo, temes por tu hijo y la incertidumbre del mañana. Entonces, ¿por qué siempre sonríes y brillan tus ojos? ¿Por qué la dicha enciende tu rostro?”.

Esas preguntas hicieron que la hermana se detuviera a pensar sobre los cambios acaecidos desde su bautismo. Al desarrollar fe en Jesucristo, el temor que había corroído su vida se había extinguido. El camino de regreso al Padre que se había abierto ante ella le había permitido tener esperanza, lo cual la había conducido al bautismo e hizo nacer en ella la certidumbre de un futuro tranquilo y feliz para su pequeña familia. Al recibir el don del Espíritu Santo, había recibido también un firme testimonio. Los valores falsos del mundo fueron cediendo paulatinamente a favor de los valores más elevados del Evangelio, que se convirtieron en un firme cimiento para sus pensamientos y sus obras. Se dio cuenta de que eran precisamente esos cambios los que le habían facilitado una nueva perspectiva del mundo. La dicha y la paz por tanto tiempo esperadas habían llegado, por fin, a su vida.

Cómo volver a nacer espiritualmente

Recuerdo con frecuencia aquel sencillo y humilde testimonio, lleno del Espíritu y del gozo de la verdad; me hace reflexionar en que, tras habernos arrepentido y entrado en las aguas del bautismo, a veces olvidamos que hemos iniciado el sendero que el plan de nuestro Padre Celestial ha establecido para nosotros y que se ha hecho posible gracias al gran sacrificio del Salvador. El decidir seguirlo es el punto de partida, no sólo para nosotros, sino para nuestras generaciones futuras. Así comienza el renacer y el cambio de nuestra existencia en esta vida, abriéndose el camino hacia la vida eterna.

El Señor enseñó a Alma que toda la humanidad “[debía] nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído, a un estado de rectitud, siendo redimidos por Dios, convirtiéndose en sus hijos e hijas; y así llegan a ser nuevas criaturas; y a menos que hagan esto, de ningún modo pueden heredar el reino de Dios” (Mosíah 27:25–26).

El percibir el Espíritu del Señor y el sentir el poderoso cambio en nuestro corazón —a tal grado que dejamos de hacer lo malo y nos esforzamos por lograr aquello que es santo— nos permite comprender el significado de nacer espiritualmente de Dios. Cuánto más profunda sea nuestra comprensión de este principio, mayor atención daremos a la advertencia de Alma: “…de no ser así, deberán ser desechados; y esto lo sé, porque yo estaba a punto de ser desechado” (Mosíah 27:27).

Es vital que toda persona reconozca el peligro de caer en la influencia de la lujuria, los deseos, los apetitos y los sentimientos carnales más que en la influencia del Espíritu Santo, ya que “[si] se jacta de su propia fuerza, y desprecia los consejos de Dios, y sigue los dictados de su propia voluntad y de sus deseos carnales, tendrá que caer e incurrir en la venganza de un Dios justo” (D. y C. 3:4).

No temáis

Al igual que sucede a muchas personas en el mundo, a menudo reflexionamos en el significado de la vida, de nuestro destino, de nuestro futuro y el de nuestros hijos, y buscamos respuestas a las preguntas que nos inquietan. ¡Cómo nos regocijamos al enterarnos de que el Señor tiene un plan para nosotros! Podemos nacer espiritualmente de nuevo al tomar Su nombre sobre nosotros, ser obedientes a Sus mandamientos y dar oído al poder y a la influencia del Espíritu Santo (véase Mosíah 5:7).

Sorprendentemente, al buscar las cosas de la vida, solemos complicar artificialmente la amorosa sencillez del Evangelio. Es por eso que Él nos manda que seamos como niños en lo que a la franqueza, la sinceridad y la sencillez de su infantil percepción del mundo se refiere. El Señor nos dice: “No temáis, pequeñitos, porque sois míos” (D. y C. 50:41). El Salvador nos llama a creer en la luz del Evangelio a fin de que seamos hijos de luz (véase Juan 12:36). Mormón enseña: “…si os aferráis a todo lo bueno, y no lo condenáis, ciertamente seréis hijos de Cristo” (Moroni 7:19). Ser como un niño brindará reposo a nuestra vida y paz a nuestro corazón.

Un gozo exquisito

Hace poco, en una reunión sacramental, un hombre entró en la capilla y se sentó cerca de la entrada. Sus ropas tenían un aspecto desaliñado; él no se había afeitado. Parecía un tanto incómodo y adiviné que era su primera visita a la rama y estaba más interesado en el mobiliario que en la reunión. Admito que eso me molestó porque los discursos de aquel día eran especialmente edificantes. Cuando se fue, antes de terminada la reunión, le seguí y, después de saludarle, le pregunté: “¿Qué hizo que se fuera?”.

Tras un momento, contestó: “Soy un hombre muy pobre y mis circunstancias me hacen sufrir mucho. Busco compasión y comprensión, y cuando supe que a su Iglesia asistían personas buenas, decidí pasar por aquí; pero veo que su Iglesia es para ricos y lo más probable es que no encuentre lo que busco entre esas personas”.

Me quedé muy sorprendido por su respuesta. Los miembros de nuestra rama no son ricos en forma alguna, incluso algunos han sido pobres durante mucho tiempo. “¿Qué le hizo pensar eso?”, le pregunté.

Al principio su respuesta me desanimó. “Van muy bien vestidos, están callados y sus hijos sonríen todo el tiempo. Los pobres no pueden estar así de felices y contentos con una vida desprovista de alegría”. Le invité a que volviera a visitarnos y le prometí que si se decidía a investigar el Evangelio restaurado, hallaría aquello que andaba buscando.

Posteriormente, al reflexionar en nuestra rama, me di cuenta de que aquel hombre tenía razón. En verdad no somos pobres porque no creemos serlo; y aunque a veces la necesidad llama a nuestra puerta, estamos en paz. Ciertamente, somos ricos gracias a nuestra fe en Jesucristo, nuestro conocimiento, nuestras familias y nuestra Iglesia. El Señor nos ha bendecido con las riquezas eternas del renacimiento espiritual y de la promesa de un futuro con Él: “…mis ojos están sobre vosotros, y los cielos y la tierra están en mis manos, y las riquezas de la eternidad son mías para dar” (D. y C. 67:2).