2003
Hablen todo lo que quieran
agosto de 2003


Hablen todo lo que quieran

En abril de 1993 mi padre se hallaba comprando comestibles en una tienda de la pequeña ciudad de Realicó, Argentina, cuando se le acercaron dos jóvenes que le preguntaron si podían visitar a su familia. Mi padre accedió y poco tiempo después fueron a nuestra casa.

Todavía me parece oír a mi hermano menor Sebastián corriendo hasta mi cuarto y susurrando con júbilo: “¡Ven, mira! ¡Ya están aquí los misioneros!”. Los habíamos visto anteriormente por la calle y debo admitir que nos habíamos burlado de ellos.

Aquel día compartieron el Libro de Mormón con mis padres. Fueron a vernos dos días más tarde y, para su sorpresa, mi madre había leído todo el libro y tenía una lista de preguntas. Los misioneros estaban muy animados, pero mis padres no tenían tanto interés en cambiar de religión como en trabar amistad con los élderes. “Hablen todo lo que quieran, pero no lograrán ni un converso en esta familia”, fue la primera reacción que tuvieron mis padres en cuanto a las charlas. Aun así, los misioneros siguieron enseñándonos con mucha fe y paciencia.

Una noche fría nos ofrecimos a llevar a los élderes a su casa después de una charla. Al volver a nuestro hogar le pregunté a mi madre si en realidad estaba considerando la idea de bautizarse en esa nueva religión. Su respuesta me sorprendió: “Si averiguo que es la verdad, me bautizaré”. Entonces caí en la cuenta de que también yo debía saber por mí mismo si era verdad.

Cuando presentaron la charla que tiene que ver con el compromiso de obedecer la Palabra de Sabiduría pensé que eso sería el fin de todo. Mi madre llevaba 16 años intentando dejar de fumar, sin resultados positivos, y mi padre ocasionalmente tomaba alcohol en actividades sociales. Por mi parte, yo pensaba que no teníamos que cambiar nuestro estilo de vida para complacer a una religión extraña; pero a pesar de todo, los misioneros nos pidieron que orásemos para saber si el Evangelio había sido restaurado y si José Smith era un profeta de Dios. Ocurrió el milagro, porque mi madre pudo dejar de fumar; ella sabía que Dios le estaba tratando de hacer saber que la Iglesia era verdadera, y se bautizó.

Yo seguí leyendo y orando, y una vez que obtuve un testimonio del Libro de Mormón, entré en las aguas del bautismo. A las pocas semanas mi padre tomó la misma decisión y dos años después lo hizo mi hermano. Aunque sólo tenía 13 años cuando me uní a la Iglesia, sabía que había encontrado el mayor de los tesoros.

Nos sellamos como familia eterna en el Templo de Buenos Aires, Argentina, y hemos descubierto la dicha que el Evangelio trae a nuestra vida. Al mirar atrás, me parece ver el Espíritu de Dios obrando en nuestro corazón y ayudándonos a salir de las tinieblas a la luz.

Amo a mi familia; amo el Evangelio y me encanta ser misionero. Siempre que llamo a una puerta y la gente me dice: “Hable todo lo que quiera, pero no logrará ni un converso en esta familia”, sonrío y oro para que el Espíritu les conmueva como lo hizo con mi familia hace 10 años.

Don Carlos Vidal es misionero de tiempo completo en la Misión Oregón Eugene.