2003
Venzamos el hedor del pecado
Mayo de 2003


Venzamos el hedor del pecado

Nuestro amoroso Padre Celestial, conociendo… que ustedes y yo pecaríamos y nos volveríamos impuros, proveyó un proceso de purificación del pecado, el cual… sí funciona.

Toda decisión que tomamos, sea buena o mala, va acompañada de una consecuencia.

Crecí en lo que algunos de ustedes llamarían una comunidad agrícola bastante aburrida, de 135 habitantes, llamada Virden, en el estado de Nuevo México. Una noche de verano, cuando era jovencito, mis primos, unos amigos y yo buscábamos la manera de divertirnos un poco. Alguien del grupo sugirió que gastáramos una broma inocente a un vecino; mi conciencia me susurró que estaba mal, pero no tuve la valentía de resistir la entusiasmada reacción del grupo.

Después de realizar nuestra travesura, nos fuimos corriendo por el oscuro camino vecinal para escaparnos, riendo y felicitándonos. De repente, uno de los muchachos tropezó y gritó: “¡Ay, pisé un gato!”; y, casi en forma instantánea, sentimos que nos caían unas gotitas muy finas que tenían un olor terrible. Mi amigo pensó que se trataba de un gato pero había sido un zorrillo y nos había rociado en defensa propia. Muy pocos olores son tan nauseabundos como los del zorrillo y olíamos muy mal.

Desalentados, fuimos a casa en busca de un poco de consuelo de nuestros padres por nuestra triste situación. Al entrar en la cocina, mi mamá percibió el olor y nos echó al patio. Fuimos expulsados de nuestra casa. Entonces ella emprendió el proceso de limpieza; quemó nuestra ropa; parecía que la comunidad ofrecía cualquier mejunje imaginable como remedio casero para quitarnos el mal olor. Aguantamos una variedad de baños: primero, con jugo de tomate, después con leche y hasta con un áspero jabón de lejía casero, pero el hedor persistía; ni la poderosa loción de afeitar de mi padre pudo vencer el mal olor. Por varios días fuimos condenados a comer afuera debajo de un árbol, a dormir en una carpa y a viajar en la parte posterior de la camioneta.

Unos días después, creyendo con ingenuidad que el mal olor se había desvanecido, tratamos de acercarnos a unas jovencitas que olían muy bien, pero no permitieron que nos acercáramos ni a unos cuantos metros. ¡Qué golpe tan tremendo para nuestro frágil ego de adolescentes!

Ahora, debo admitir que ser rociado por un zorrillo no es una consecuencia común del pecado, y que muchos efectos no son tan inmediatos ni dramáticos, pero tarde o temprano, por cada pecado habrá que pagar un precio.

A veces, para el pecador, las consecuencias del pecado parecen ser muy sutiles; hasta nos podemos convencer, tal como lo hicimos al acercarnos a las jóvenes, de que nadie podrá detectar nuestros pecados porque están bien escondidos. Pero, siempre, para nuestro Padre Celestial, y a menudo para los líderes, los padres y los amigos espiritualmente sensibles, nuestros pecados saltan a la vista.

Una vez asistí a una charla fogonera para jóvenes con el élder Richard G. Scott y reparé en cinco jóvenes sentados entre la congregación cuyos rostros, apariencia y modales casi gritaban que, espiritualmente, algo andaba mal en sus vidas. Después de la reunión cuando le mencioné los cinco jóvenes al élder Scott, simplemente me respondió: “Eran ocho”.

Isaías profetizó: “La apariencia de sus rostros testifica en contra de ellos, y publica que su pecado es como el de Sodoma, y no lo pueden ocultar” (2 Nefi 13:9; véase también Isaías 3:9).

Dios ha declarado: “El que peque, y no se arrepienta, será expulsado” (D. y C. 42:28). Así como mis primos y yo fuimos “expulsados” de nuestro hogar terrenal como consecuencia de nuestra travesura, así seremos expulsados del hogar de nuestro Padre Celestial si no nos arrepentimos.

“…cuando intentamos encubrir nuestros pecados”, como yo quise hacerlo con la loción de afeitar de mi padre, “los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido” (D. y C. 121:37) y perdemos nuestros dones espirituales. El Señor ha declarado: “y al que no se arrepienta, le será quitada aun la luz que haya recibido” (D. y C. 1:33).

Cada uno de nosotros tiene la luz de Cristo, o la conciencia, que constantemente nos impulsa a escoger el bien. Las buenas decisiones traen buenas consecuencias; por otro lado, el demorar el arrepentimiento y continuar en el pecado es semejante a seguir pisando al zorrillo. El mal olor se vuelve cada vez más fuerte con cada pecado, y nos aleja más y más de Dios y de nuestros seres amados y pronto nos volvemos como Lamán y Lemuel, quienes, después de tomar malas decisiones una y otra vez, habían “dejado de sentir” y ya no podían percibir la voz apacible y delicada (1 Nefi 17:45).

Si hubiera hecho caso a mi conciencia cuando al principio me susurró que la broma no era buena, me hubiese evitado el sufrimiento del mal olor.

Por medio de Nefi, el Salvador ha enseñado que: “…ninguna cosa impura puede morar con Dios; así que, debéis ser desechados para siempre” (1 Nefi 10:21).

Pero, nuestro amoroso Padre Celestial, conociendo de antemano nuestras flaquezas, sabiendo que ustedes y yo pecaríamos y nos volveríamos impuros, proveyó un proceso de purificación del pecado que —a diferencia del jugo de tomate, de la leche o del jabón de lejía— sí funciona.

Él envió un Salvador, su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que expiara nuestros pecados (véase Alma 22:14).

En el jardín de Getsemaní, al demostrar Cristo una obediencia perfecta, el padecimiento que sintió “hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu” (D. y C. 19:18). Después permitió que fuese “levantado sobre la cruz e inmolado por los pecados del mundo” (1 Nefi 11:33).

“…sufrió el dolor de todos los hombres, a fin de que todo hombre pudiese arrepentirse y venir a Él”. “¡Y cuán grande es su gozo por el alma que se arrepiente!” (D. y C. 18:11, 13).

El Salvador ha indicado como saber “si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará” (D. y C. 58:43). Luego viene la milagrosa promesa: “…si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:18).

Si el Espíritu hace que les remuerda la conciencia para que corrijan algo en su vida, sepan esto: el alma de ustedes es preciosa; y nuestro Padre Celestial desea que sean parte de Su familia eterna.

Con amor les ruego: “…no demoréis el día de vuestro arrepentimiento” (Alma 34:33). Empiecen el proceso ahora mismo; eliminen el mal olor del pecado con el remedio del arrepentimiento. Entonces, por medio de la Expiación, el Salvador los puede limpiar. Testifico de esto en el nombre de Jesucristo. Amén.