2002
Yo sé que vive mi Señor
septiembre de 2002


“Yo sé que vive mi Señor”

Durante el invierno de 1990, me hallaba sirviendo como misionera en Lérida, una ciudad de la Misión España Barcelona. Mi compañera, la hermana McKee, había enfermado y tuvimos que quedarnos en el apartamento durante varios días. Estábamos frustradas, especialmente porque por fin teníamos algunos investigadores que estaban progresando y a los que había que enseñar; había otros que no progresaban tanto y había que animarlos. Oramos para saber cómo ser útiles durante ese tiempo difícil.

Una mañana estábamos leyendo acerca del Salvador y empezamos a compartir nuestros sentimientos sobre Él, cuando de repente supimos cómo podíamos emplear mejor nuestro tiempo. Podíamos preparar una presentación sobre la vida y la misión de Jesucristo.

Al orar para suplicar ayuda, nos sobrevino una sensación de paz. Comenzamos a visualizar las ilustraciones que íbamos a necesitar y a oír las palabras que les acompañarían. Tuvimos la impresión de buscar en lugares concretos, y allí encontramos frases y láminas que eran exactamente lo que necesitábamos. Recordamos ejemplares anteriores de las revistas Liahona y Ensign, donde había ciertas láminas. Pedimos a los miembros y a otros de los misioneros que nos ayudaran a conseguir las láminas que no teníamos; tuvimos experiencias semejantes al localizar la música.

Después de varios días de trabajo, finalizamos la planificación de nuestra obra, así que comenzamos a practicar una y otra vez para coordinar la música con el texto y que así encajara todo cuando fuéramos a compartir la presentación.

El título de nuestra obra se hizo evidente. En el proceso de finalización del proyecto, habíamos llegado a entender aspectos de la misión del Salvador de los que jamás habíamos sido conscientes. Desde ahora, cada una de nosotras podía decir con mayor convicción: “Yo sé que vive mi Señor”. Esa frase se convirtió en el título.

Tan pronto como la hermana McKee mejoró de salud, empezamos a compartir la presentación con algunas de las personas a las que estábamos enseñando, a modo de complemento para las charlas. La mayor experiencia espiritual tuvo lugar con la familia Aranda. Aunque oraban, leían y hacían preguntas, los Aranda no se comprometían a bautizarse, por lo que decidimos hacer un último esfuerzo: compartiríamos con ellos nuestra presentación sobre el Salvador.

Así empezó una de las experiencias más inolvidables de mi misión. Durante la presentación, la hermana McKee y yo apenas pudimos leer nuestros guiones por la gran emoción que sentíamos. Al terminar, nadie se atrevía a romper el silencio e interrumpir la paz que llenaba el cuarto. El hermano Aranda tenía la cabeza gacha y cuando por fin habló, las lágrimas le bañaban los ojos. “Desconozco lo que estoy sintiendo aquí”, dijo señalándose al pecho, “pero es tan fuerte, tan maravilloso, que no puedo expresarlo”.

Cuando regresamos a los pocos días, los Aranda habían decidido bautizarse.

Tres semanas después terminé la misión y regresé a mi hogar en La Coruña, España. Las mayores bendiciones que recibí al servir como misionera fueron un mayor conocimiento del Salvador y la convicción de que podemos ser útiles al servicio del Señor si verdaderamente lo deseamos.

Francisca Cristina Villar Rey es miembro del Barrio Madrid 4, Estaca Madrid Este, España.