2002
Llámeme hermano
agosto de 2002


“Llámeme hermano”

El sol matutino de abril coloreaba cada detalle del espacioso y moderno edificio color crema, rodeado de verde césped y con apariencia de escuela. Cruzamos la puerta llevando bajo el brazo catálogos de productos para la limpieza de alfombras.

Erika, mi prometida, me estaba ayudando a hacer ventas mientras intentábamos encontrar clientes nuevos para la compañía a la que representaba. Los tacones de nuestros zapatos, desgastados tras tanto caminar, chasqueaban sobre el suelo de terrazo rojo. Al seguir adelante por el pasillo, ambos nos dimos cuenta de que el edificio era una iglesia. Procedimos con cautela porque no sabíamos qué costumbres o reglas podían aplicarse allí.

Me preguntaba si en esa iglesia tendrían alfombras rojas de esas que se emplean en las bodas, pero todo en el edificio era sencillo, aunque elegante.

Un grupo de niños y jóvenes amistosos nos saludó, y Erika les preguntó a quién debíamos dirigirnos.

“Robert Vázquez”, respondió el muchacho. “Voy a llamarle”.

Miré a Erika y le dije en voz baja que si intentaban convertirnos, diríamos que teníamos otra cita y nos iríamos a su casa.

Yo me encontraba muy a gusto con la religión de mis padres, y aunque no era una persona totalmente devota, tampoco era una oveja negra. Era más bien uno de esos corderillos irregulares que asistía a la iglesia dependiendo de la ocasión. No obstante, a través de los sermones, el estudio de la Biblia y las lecciones morales, me había convencido de la existencia de un Padre Celestial amoroso; de Su Hijo, Jesucristo, que expió nuestros pecados; y del Espíritu Santo. Me habían enseñado sobre los mandamientos y las ordenanzas, y era conocedor de nuestra innegable imperfección como seres humanos.

Estaba en contra de pagar dinero a cambio del perdón de los pecados, la adoración de ídolos y toda otra superstición o precepto no fundado en el amor y la justicia divinos. Se me había enseñado a orar y adorar a Dios sin la intervención de los santos; creía en el amor, la humildad, el prestar servicio, los peligros del juzgar a los demás y el bálsamo que es el perdón. Conocía a muchos miembros de mi iglesia que eran virtuosos, rectos y buenos ejemplos, y me parecía casi imposible pensar en cambiar de religión.

Tomando a Erika de la mano, entramos en un cuarto que más bien parecía un aula. Allí conocí al Sr. Vázquez.

“¿Cómo debo llamarle? ¿Padre? ¿Reverendo? ¿Pastor?”, pregunté.

“Simplemente, llámeme hermano”, contestó. Nos invitó a acudir con él a las reuniones del día siguiente y me sorprendió aceptar su invitación.

Al día siguiente, Erika y yo acudimos a una clase de la Escuela Dominical, donde conocimos nombres como Nefi, Moroni y Helamán. Me sentía como en una tierra extraña y sin intérprete; no obstante, Erika y yo sentimos que había algo familiar en las ideas que estábamos escuchando. Se parecían a las de la Biblia, por lo que me atreví a levantar la mano, me puse de pie y declaré que Jesucristo es nuestro más grande ejemplo de humildad porque siempre se sujetó a la voluntad del Padre. El hermano Jorge Montoya, nuestro maestro, concordó con lo que dije, lo cual me sorprendió. ¿Qué tipo de iglesia era ésa que hasta un hereje, que es lo que me pareció que debía ser para los miembros de la Iglesia, podía hablar y hacer que el maestro estuviera de acuerdo con él?

Continuamos asistiendo; yo recibí un Libro de Mormón y lo leí en una semana. Obtuve un testimonio, recibí las charlas misionales y fui bautizado y confirmado el 3 de mayo de 1996.

Al día siguiente, me sentía como si estuviera caminando con una bombilla de 100 W sobre la cabeza; me sentía tan feliz que hasta hacía todo lo posible por ayudar a personas desconocidas.

Erika y yo nos casamos al mes siguiente y el 29 de septiembre tuve el privilegio de bautizarla. Un año más tarde nos sellamos en el Templo de la Ciudad de México, México.

Lo mejor de todo es que nunca sentí que tenía que dejar el camino que seguía con mi religión anterior. La Iglesia verdadera de Jesucristo abrazó y perfeccionó mi conocimiento previo, y mi conversión fue como pasar de la luz de un día nublado a la luz radiante de un día soleado, como si remara en un bote y alguien encendiera el motor.

Me doy cuenta de que hay mucha gente recta, buena y devota en otras religiones, y aunque no disponen de la compañía constante del Espíritu Santo, les ilumina la Luz de Cristo. Todavía me pregunto cómo podemos ayudar a esas buenas personas a ver que la increíblemente brillante luz de Jesucristo hace que las linternas, los faroles y las velas de otras creencias resulten inadecuadas. No hay mayor verdad que la que es pura, y la verdad pura sobrepasa y perfecciona las creencias verdaderas de todas las personas del mundo.

Sé que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es la única Iglesia que contiene la plenitud de la verdad, y sé que Jesucristo ha abierto Sus brazos y las puertas de Su casa a todos los que deseen seguirle.

Aquella mañana de abril no vendí mis servicios de limpieza de alfombras, de hecho, jamás he vendido ni un metro cuadrado de esos productos a ningún miembro de la Iglesia. No obstante, estoy seguro de que aquel día gané más, mil veces más, de lo que nadie podía haber imaginado.

José Bataller Sala es miembro del Barrio Ermita, Estaca Ermita, Ciudad de México, México.