2002
La prueba de mi fe
junio de 2002


La prueba de mi fe

Durante un periodo de la vida en el que me había vuelto débil en cuanto a las cosas del Espíritu, cierto incidente renovó mi fe como miembro de la Iglesia.

Me hallaba de viaje en un barco en las Filipinas, para visitar a mi madre. El barco estaba repleto de pasajeros; algunos disfrutaban del bello horizonte azul, otros se reían y charlaban con familiares y conocidos. Pero yo me sentía sola en medio de toda esa gente. Las ansias por ver a mi madre después de unos años de separación iban unidas a la duda.

Pertenezco a una familia muy religiosa. Cuando sus rituales religiosos cotidianos comenzaron a parecerme interminables y sin sentido, investigué otras iglesias hasta que terminé por unirme a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Debido a los fuertes programas, a la firme doctrina, a las enseñanzas del Evangelio que tienen aplicación en la vida diaria y al ambiente amigable que se respira en la Iglesia, me sentía mucho más feliz de lo que era antes de abrazar el Evangelio. Sin embargo, mi familia no estaba contenta con mi decisión.

Pero luego de mi bautismo, en lo que más tarde reconocí como una prueba de fe, empecé a dudar y gradualmente dejé de aferrarme a la barra de hierro. No cometí pecados graves, pero no fui tan diligente que debí haberlo sido. Entonces recordé a mi madre, una mujer piadosa, compasiva y comprensiva que, a pesar de las muchas pruebas que había tenido en la vida, seguía firme en su fe. Cuando le hablé de mi decisión de unirme a la Iglesia, ella me dijo con una mirada triste: “La religión a la que pertenecemos es un legado de nuestros antepasados, pero si crees que te irá mejor en esa nueva iglesia, adelante. Pero asegúrate de serle fiel y de defender la verdad que sostienes”.

Aquellos pensamientos empezaron a hacerme sentir avergonzada. ¿Cómo podía presentarme ante mi madre con esa débil llamita de fe? ¿Y si me pregunta cómo me va con mi nueva religión? ¿Podría mirarle a los ojos sin sonrojarme?

Mientras luchaba con esas preguntas, oí las palabras iglesia y religión. Un hombre de unos cuarenta años parecía estar obligando a escuchar algunos principios de su iglesia a una mujer que estaba sentada a mi lado que no mostraba el más mínimo interés. Percibiendo su incomodidad, intenté ayudarla.

Lo miré fijamente a los ojos y le pregunté: “¿A qué iglesia pertenece?”. Durante una fracción de segundo, sus ojos brillaron con ánimo y placer, como si dijeran: “He aquí un alma dispuesta a abrir sus oídos a mi prédica”. De inmediato se puso de pie y se acercó hasta mí. Dijo que era un ministro religioso y yo reconocí el nombre de su iglesia, famosa por sus debates religiosos.

Un sensación de alarma penetró en mi corazón, pero intenté guardar las apariencias. Pensé: Justo ahora que estoy perdiendo mi equilibrio espiritual. ¿Cómo se espera que defienda mi fe cuando la niebla de la duda nubla mi mente? Un rápido vistazo a la mujer a la que había rescatado me hizo desear en secreto no haberme entrometido, pero ella me devolvió una mirada tranquilizadora, animándome a defender mis creencias. Hice acopio de todo mi valor y ofrecí, en silencio, una oración sincera pidiendo ayuda en esa confrontación inesperada.

Sentí una confianza que me envolvió por completo. Le dije: “Soy miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”. Sin darme la oportunidad de decir más, me interrumpió con estas palabras: “Lo sé todo sobre su iglesia y su fundador”. Y prosiguió a hacer una serie de comentarios ofensivos sobre el profeta José Smith, las planchas de oro y el Libro de Mormón. Dijo que todo era mentira.

Lo que sentí de inmediato me dejó sorprendida. Tuve un fuerte deseo de defender mi religión. Pero, ¿no me había estado alejando lentamente de la Iglesia?

Lo que más me sorprendió fueron las firmes declaraciones que salían de mis labios, testificando de la veracidad y de la realidad del profeta José Smith, de la Primera Visión y del Libro de Mormón. Agregué que las opiniones negativas de la gente sobre José Smith no iban a cambiar mi testimonio de que él había sido escogido por Dios para restaurar Su Iglesia en esta última dispensación.

Apenas podía creer la confianza con la que esas verdades emanaban de mis labios. En ese momento supe con certeza que el Espíritu estaba allí para testificar en mi prueba de fe.

Con fe renovada, recordé lo expresado en Éter 12:6: “…no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe”. En silencio ofrecí una oración de gratitud a mi Padre Celestial por la importancia que había cobrado ese versículo. Mi ser se llenó de paz y me di cuenta de que estaba preparada para presentarme ante mi madre y compartir con ella las bendiciones de gozo y paz que el Evangelio trae a mi vida.

Aurelia S. Diezon es miembro de la Rama Calape, Distrito Calape, Filipinas.