Entre Amigos
Élder John M. Madsen de los Setenta
A una edad muy temprana me di cuenta de la importancia de la oración y del asombroso poder del santo sacerdocio. Durante el otoño de 1942, Estados Unidos se encontraba en guerra. Mi padre se hallaba intentando terminar la construcción de nuestra casa, pero no podía conseguir una caldera porque todos los materiales de construcción se necesitaban para la guerra. A medida que el tiempo se hacía cada vez más frío, mi hermana menor, Patricia, y yo caímos muy enfermos, ella con bronquitis y yo con neumonía de los dos pulmones. El médico tenía pocas esperanzas de que yo viviera hasta el día siguiente.
Al referirse a aquella noche, “la más terrible de todas”, mi madre dijo que se sintió terrible al tratar de encontrarme el pulso y no lo localizaba. Dijo que allí acostado en la cama, parecía una estatua. Oró fervorosamente al Señor, prometiéndole que si vivía, haría que yo dedicara mi vida a Su servicio. Aquella noche mi padre me dio una bendición del sacerdocio y, al poner sus manos sobre mi cabeza, abrí los ojos, y a partir de entonces, comencé a mejorar. Sé que mi vida fue preservada gracias a las oraciones de mis padres y al poder del sacerdocio.
Luego de un tiempo, mi familia se mudó de Maryland a Utah, donde vivimos en una granja al norte de Logan. Teníamos algunos caballos, vacas, cerdos, gallinas, dos perros, unos cuantos gatos y hasta un cerdito mascota; y aunque se hizo necesario que vendiéramos las vacas, mi padre se quedó con una vaca lechera.
Cada mañana, antes de ir a la escuela, ayudaba a Lou, mi hermano mayor, a ordeñar la vaca, pero una mañana él estaba enfermo y tuve que ordeñarla yo solo; apenas tenía ocho años de edad. Aquélla fue la primera vez que tuve que ordeñar una vaca yo solo. Preparé mi taburete y el cubo y empecé a ordeñar, pero la vaca dio una patada al cubo y se alejó.
Tomé el taburete y el cubo, me acerqué a la vaca y empecé a ordeñarla de nuevo; pero una vez más dio una patada al cubo y se alejó. Tenía que ordeñar la vaca antes de ir a la escuela, así que una vez más tomé el taburete y el cubo, fui hasta ella y comencé a ordeñarla. Por tercera vez tiró el cubo y se alejó.
¡Necesitaba ayuda! Me arrodillé bajo el sol de la mañana y empecé a orar. Le expliqué a nuestro Padre Celestial: “No puedo hacerlo por mí mismo. ¡Por favor, ayúdame!”. Sin vacilar, tomé el cubo y el taburete, me acerqué hasta la vaca y empecé a ordeñarla; esta vez no se movió. Se quedó allí hasta que terminé de ordeñarla. Llevé el cubo rápidamente a casa, se lo di a mi madre y pude irme corriendo a la escuela y llegar a tiempo, sabiendo que mi Padre Celestial había contestado mi oración.
Tiempo después, una tarde me hallaba en casa con mis hermanos y hermanas, cuando oímos un grito agudo que venía de fuera. Nos acercamos a la ventana y tratamos de ver en la oscuridad. De repente, Major, nuestro gran pastor alemán, pasó por delante de la luz que reflejaba la ventana y nos dimos cuenta de que ocurría algo malo. Temerosos, mi hermano mayor y yo salimos y pudimos acercar a Major a la luz y ver por qué temblaba de dolor. Se había peleado con un puercoespín y tenía innumerables púas clavadas en la nariz, la boca, la lengua y el pecho.
Inmediatamente llamamos a mi padre para que regresara a casa, ya que se había quedado a trabajar hasta tarde en la universidad. Vino enseguida, pero anunció tristemente: “Probablemente tengamos que ponerlo a dormir”. Entendimos lo que quería decir y entre lágrimas le dijimos: “Si vas a poner a Major a dormir, primero tendrás que ponernos a dormir a nosotros”.
Papá no tuvo más alternativa que quitar las púas una por una. Nosotros contemplamos angustiados mientras Major se estremecía y aullaba de dolor cada vez que una púa le desgarraba la carne.
No pasó mucho tiempo antes de que se recuperara y estuviera en plena forma para protegernos fielmente a nosotros y a la granja de cualquier intruso. Lamentablemente, pocos meses después se encontró con otro puercoespín y tuvo que volver a pasar por todo ese dolor.
De éstas y otras experiencias he aprendido, y sé por mí mismo, que nuestro Padre Celestial escucha y contesta las oraciones. También he aprendido que las púas de puercoespín se pueden comparar a los pecados o a los ardientes dardos de Satanás. El pecado y las malas decisiones pueden ocasionarnos dolor y padecimiento, y si no nos arrepentimos, esos pecados y esas decisiones malas que tomemos pueden resultar en la muerte espiritual.
Me siento agradecido por nuestro Salvador y Su disposición para sufrir y morir por nosotros y hacer posible que todos podamos arrepentirnos y escapar de los ardientes dardos del adversario.
Seamos siempre fieles y recordemos las palabras de Nefi: “…quienes escucharan la palabra de Dios y se aferraran a ella, no perecerían jamás; ni los vencerían las tentaciones ni los ardientes dardos del adversario para cegarlos y llevarlos hasta la destrucción” (1 Nefi 15:24).