2002
Los pilares de la verdad
mayo de 2002


Mensaje de la Primera Presidencia

Los pilares de la verdad

En ocasiones ha sido sumamente interesante reflexionar en la enseñanza escolar que recibíamos en mi época, pues la instrucción de entonces ha resultado muy buena y me ha ayudado con el correr de los años. De aquellas experiencias proceden los hábitos, las normas y muchas cosas más que han bendecido mi vida.

Aún así, a veces he sentido la necesidad de sopesar la enseñanza de esa época. Algunas cuestiones que se enseñaban, como si de dogmas se tratara, se han convertido casi en ficción. Algunos criterios han cambiado en los ámbitos de la medicina, la física y la química; las actitudes también han variado en las ciencias políticas y en el derecho; la literatura y las artes han experimentado un cambio en las normas. En todo el ámbito educativo se han producido cambios y modificaciones; en todo excepto en las verdades eternas de Dios.

Hace muchos siglos, uno de los grandes profetas de lo que llamamos el Antiguo Testamento, el volumen de Escrituras que estudiamos este año, dio un inspirador consejo que bien se puede aplicar a la escena que acabo de describir: “Sécase la hierba, marchítase la flor; mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre” (Isaías 40:8).

Esta condición me ha llevado a pensar en los pilares de la verdad eterna que nos sostendrán durante toda la vida si les prestamos atención y vivimos en conformidad con sus valores. Seré breve al abordarlos, pues cada uno de ellos bien podría ser el tema de un sermón.

Dios vive y las puertas de los cielos están abiertas. De todas las grandes, inspiradoras y magníficas promesas que he leído, la que más me reconforta contiene estas palabras del Salvador: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mateo 7:7).

Recuerdo la historia de un joven Santo de los Últimos Días que se encontraba en el servicio militar y que era el único miembro de la Iglesia de su barraca, pero que al poco tiempo comenzó a perder su determinación debido a las provocaciones de sus compañeros. Un día particularmente difícil, accedió a ir a la ciudad con su compañía, pero al llegar a la localidad, una imagen apareció en su mente: vio la cocina de su casa. Era la hora de la cena y su familia se hallaba arrodillada en la cocina, cado uno delante de su respectiva silla: su padre, su madre, sus dos hermanas y un hermano pequeño. El pequeño estaba orando y le estaba pidiendo a nuestro Padre Celestial que cuidara de su hermano que estaba en el servicio militar.

La imagen sirvió su propósito: el joven se alejó de la muchedumbre. La oración de aquel hermanito, de aquella familia, proporcionó claridad mental y valor a ese joven Santo de los Últimos Días.

Hermanos y hermanas, al seguir adelante en la vida, jamás olvidemos orar. Dios vive; Él está cerca; Él es real; Él es nuestro Padre y todos podemos acudir a Él. Es el Autor de la verdad eterna; es el Maestro del universo. El picaporte está listo y la puerta que conduce a Su abundancia se puede abrir. “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios” (Santiago 1:5).

La vida es eterna. Hace casi setenta años, una noche de julio, mientras servía como misionero, contemplé el lago Windermere, en Inglaterra, el país de Wordsworth. Mientras mis ojos se dirigían del lago hacia el cielo en aquel lugar apacible y precioso, por mi mente pasaron las palabras allí acuñadas tiempo atrás:

Un sueño y un olvido sólo es el nacimiento:

El alma nuestra, la estrella de la vida,

En otra esfera ha sido constituida

Y procede de un lejano firmamento.

No viene el alma en completo olvido

Ni de todas las cosas despojada,

Pues al salir de Dios, que fue nuestra morada,

Con destellos celestiales se ha vestido.

(William Wordsworth, “Ode on Intimations of Mortality”.)

No somos creaciones casuales en un universo de desorden. Vivíamos antes de nacer y nos hallábamos entre los hijos y las hijas de Dios que se regocijaron (véase Job 38:7). Conocíamos a nuestro Padre y Él planeó nuestro futuro. Nos graduamos de aquella existencia y nos matriculamos en ésta. La frase es sencilla; las implicaciones son profundas; la vida es una misión y no sólo el parpadeo de una vela que se ha encendido por casualidad y que queda apagada para siempre por una ráfaga de viento.

Lean de nuevo los magníficos relatos de Génesis, Moisés y el libro de Abraham, y mediten en el gran orden y planeamiento que precedieron a nuestra venida a la tierra para ser probados en esta existencia terrenal.

Mientras estamos aquí, tenemos conocimiento que obtener, trabajo que hacer, servicio que prestar. Estamos aquí con un legado maravilloso, una investidura divina. Cuán distinto sería este mundo si toda persona se diera cuenta de que todos sus actos tienen consecuencias eternas. Cuánto más satisfactoria sería nuestra existencia si al acumular conocimiento, al relacionarnos con los demás, al hacer negocios, al cortejar y casarnos, y al criar a nuestra familia, reconociéramos que nosotros somos el material del que está hecha la eternidad. Hermanos y hermanas, la vida es eterna. Vivamos cada día como si fuéramos a vivir eternamente, pues así sucederá.

El reino de Dios está aquí. Somos ciudadanos del reino más grandioso de la tierra, un reino que no está dirigido por la sabiduría de los hombres, sino por el Señor Jesucristo. La presencia de ese reino es real; su destino es seguro. Éste es el reino del que habló el profeta Daniel: una piedra que sería cortada de la montaña, no con mano, y que rodaría hasta llenar toda la tierra (véase Daniel 2:34–35).

Ningún hombre mortal creó este reino, sino que procedió de la revelación de su divina fuente, y desde sus comienzos en el siglo XIX, ha sido como una bola de nieve que aumenta de volumen a medida que rueda.

Me encantan las palabras proféticas de la oración dedicatoria del Templo de Kirtland, cuando el profeta José Smith (1805–1844) rogó al Señor “que tu iglesia salga del desierto de las tinieblas, y resplandezca hermosa como la luna, esclarecida como el sol e imponente como un ejército con sus pendones… a fin de que tu gloria llene la tierra” (D. y C. 109:73–74).

Hermanos, ustedes que poseen el sacerdocio en este gran reino, no conozco otro lugar mejor en el que podamos hallar hermanamiento y buenos amigos que entre los quórumes de la Iglesia. ¿En qué otro lugar de la tierra podrían relacionarse con la clase de personas que se encuentran en un quórum, cada uno de cuyos miembros es ordenado para actuar en el nombre del Señor, dedicados a ayudarse los unos a los otros, y cuyos oficiales son apartados para este propósito por medio de la autoridad divina?

Hermanos, los quórumes de la Iglesia necesitan de sus talentos, su lealtad y su devoción; y cada hombre precisa de la hermandad y de las bendiciones que emanan de la actividad de los quórumes en el reino de Dios.

Hermanas, ¿dónde encontrarán mejores amistades que en la Sociedad de Socorro, cuyo lema es “La caridad nunca deja de ser” y cuya misión es bendecir a los pobres y curar las heridas de los enfermos y los afligidos, llevar alegría al corazón de las mujeres de la Iglesia e incrementar sus aptitudes como amas de casa?

El ser miembro activo de la Iglesia es como un ancla en las tormentas de la vida a las que todos hacemos frente. El reino está aquí; aferrémonos a esta verdad.

La familia es divina. Recuerdo oír a un hombre relatar cómo volvió a la actividad en la Iglesia tras años de ser uno de los menos activos. La semana anterior había ido al templo y ahora expresaba su gratitud diciendo: “La frase ‘hasta que la muerte os separe’ forma parte de la ceremonia del matrimonio, pero también equivale a una carta de divorcio”. Él no era la primera persona en expresar aquel concepto, pero impresionó fuertemente a los que lo oyeron y que conocían los detalles de su relato. Es verdad, una ceremonia de boda según la ley del mundo une en matrimonio, pero al mismo tiempo decreta su separación.

No obstante, la familia es divina. Fue instituida por nuestro Padre Celestial y abarca las más sagradas de todas las relaciones. Únicamente mediante su organización se pueden cumplir los propósitos del Señor.

Afortunadamente, el Señor ha facilitado a Sus hijos la oportunidad de ser sellados en matrimonio eterno, en “un nuevo y sempiterno convenio… una bendición… [instituida] desde antes de la fundación del mundo” (D. y C. 132:4–5).

Una vez obtenida esa bendición, sigan adelante con la certeza de que la muerte no podrá quebrarla, y que sólo dos fuerzas en el mundo pueden debilitarla y destruirla: el pecado y la negligencia.

La mayoría de los matrimonios tienen hijos y la mayoría de los padres desean criar una descendencia recta. Estoy convencido de que no hay nada que proporcione mayor éxito en la arriesgada tarea del ser padres que un programa de vida familiar que provenga de la maravillosa enseñanza del Evangelio: que el padre de la familia esté investido con el sacerdocio de Dios; que son suyos el privilegio y la obligación, como mayordomo de los hijos de nuestro Padre Celestial, de proveer para sus necesidades; que ha de gobernar su casa con el espíritu del sacerdocio “por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero” (D. y C. 121:41); que la madre en el hogar sea una hija de Dios, un alma de inteligencia, devoción y amor, investida con el Espíritu de Dios; que son suyos el privilegio y la obligación, como mayordoma de los hijos de nuestro Padre Celestial, de cuidarlos y velar por sus necesidades cotidianas; que ella, con el compañerismo de su esposo, debe también enseñar a sus hijos “a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo, el Hijo del Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposición de manos… [y] a orar y a andar rectamente delante del Señor” (D. y C. 68:25, 28).

En un hogar así, se ama a los padres y no se les teme; se les aprecia y no se les tiene miedo. A los hijos se les considera como dones del Señor para recibir cuidado, sustento, ánimo y dirección.

Puede que en ocasiones haya desacuerdos, pequeñas disputas; mas si hay oración, amor y consideración en la familia, habrá también un cimiento de afecto que los unirá para siempre, así como lealtad que siempre servirá de guía.

La obediencia es mejor que el sacrificio. Tal vez reconozcan el origen de esa frase. Procede del consejo que el profeta Samuel, del Antiguo Testamento, dio a Saúl: “…Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 Samuel 15:22). Voy a aplicar sólo un aspecto de esta gran verdad y lo haré de acuerdo con el gran consejo y promesa del Señor en cuestiones de salud: la Palabra de Sabiduría (véase D. y C. 89).

Recuerdo el informe de la Asociación Médica Americana respecto a que los fumadores empedernidos fallecen siete años antes que si no fumaran. Siete años de vida, casi el tiempo que mucha gente pasa en la escuela secundaria o en la universidad. Siete años, el tiempo suficiente para ser médico, arquitecto, ingeniero o abogado. Siete años en los cuales disfrutar de la salida y la puesta del sol, de las colinas y los valles, de los lagos y los mares, del amor de los hijos, de la amistad de personas maravillosas a las que conocemos. Qué gran promesa estadística que confirma la palabra del Señor respecto a que el ángel destructor pasará de aquellos que caminen en obediencia, y no los matará (véase el versículo 21).

Hay otra promesa: que tendrán “grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos” (versículo 19). Recuerdo una experiencia que una vez me contó uno de nuestros maestros de la Escuela Dominical. Un domingo, mientras se hallaban analizando la Palabra de Sabiduría, alguien preguntó qué quería decir eso de tesoros escondidos de conocimiento.

El maestro tuvo algunas dificultades para explicarse y le salvó el hecho de que terminó la clase, pero les dijo a los presentes que tratarían el asunto al domingo siguiente.

Durante la semana meditó en la pregunta pero se creía incapaz de encontrar una respuesta. Cerca ya del fin de semana, almorzó con un compañero, quien le dijo que en una ocasión, mientras estaba de viaje, pasó por enfrente de un centro de reuniones de la Iglesia y decidió entrar para ver cómo adoraban los Santos de los Últimos Días.

El hombre le dijo que se trataba de un servicio muy peculiar, que una persona tras otra de la congregación se puso de pie, habló de sus experiencias, expresó su gratitud y, casi sin excepción, testificó que sabía que Dios vive, que Jesucristo es Su Hijo, nuestro Redentor viviente. Ese hombre siguió su camino esa tarde diciéndose: Ciertamente esa gente tiene un conocimiento escondido del mundo.

Reflexionen en esa idea por un instante.

El Señor nos ha dado una clave para disfrutar de salud y felicidad, y nos la ha dado con una promesa. Es un pilar de sabiduría eterna. Es mejor obedecer que racionalizar y sacrificarse.

El Señor está obligado. Según yo lo entiendo, hay tres deseos que gobiernan el pensamiento de la mayoría de las personas: (1) amar y ser amados; (2) tener buenos amigos que lo aprecien a uno; (3) tener éxito, asegurarse y disfrutar de cierta medida de prosperidad.

El presidente Stephen L Richards (1879–1959), de la Primera Presidencia, me habló una vez de un discurso que pronunció el presidente Joseph F. Smith (1838– 1918), quien había nacido en los lúgubres días de Far West, que había perdido a su padre en los trágicos días de Nauvoo y que conocía por experiencia propia el significado de la pobreza. El presidente Smith dijo, según lo entiendo, que el Señor no quería que Su pueblo viviera en la pobreza, la miseria y la inseguridad para siempre, sino que quería que disfrutara apropiadamente de las buenas cosas de la tierra.

Permítanme sugerir que, a mi juicio, ninguna persona que sea miembro de la Iglesia y que haya tomado sobre sí los convenios relativos a su condición de miembro, puede esperar razonablemente recibir las bendiciones del Señor sobre sus esfuerzos a menos que esté dispuesta a llevar su parte de la carga de Su reino.

Hermanos y hermanas, el Señor dijo por medio de Malaquías, un profeta del Antiguo Testamento:

“Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.

“Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril, dice Jehová de los ejércitos” (Malaquías 3:10–11).

Paguen sus diezmos para que sean dignos de las bendiciones del Señor. No les prometeré que se vayan a hacer ricos, pero les testifico que el Señor recompensa con generosidad, de una forma u otra, a los que guardan Sus mandamientos, y les aseguro que ningún asesor financiero al que acudan podrá prometerles lo que el Señor ha prometido: “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis” (D. y C. 82:10). El Señor honra Sus convenios.

Aquel que pierda Su vida la hallará. Cuando en 1933 partí para mi misión, viajé a través de Chicago. La Gran Depresión estaba en su apogeo. Al pasar por el edificio de la Cámara de Comercio de Chicago, una mujer preguntó al conductor del autobús: “¿Qué edificio es ése?”. Y él contestó: “El edificio de la Cámara de Comercio. Casi cada día algún hombre cuyas acciones han bajado se arroja por una de esas ventanas”.

Puede que el conductor exagerara, pero en aquel entonces algunas personas sí llegaron a saltar desde aquellas ventanas al ver cómo se esfumaban sus fortunas. Eran personas que no pensaban en otra cosa que no fuera en sí mismos y en el dinero, y creían que no merecía la pena vivir una vez perdido éste.

Wendell Phillips dijo: “¡Con cuánta prudencia la mayoría de los hombres se arrastra hacia tumbas sin nombre mientras que, de vez en cuando, uno o dos dejan de pensar en sí mismos y obtienen inmortalidad!” (citado por John Wesley Hill en Abraham Lincoln—Man of God, 1927, pág. 146).

El Señor lo dijo de esta forma: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 10:39).

Mientras viajaba en avión, tomé una revista y leí un artículo que describía la bancarrota moral en la que está cayendo el mundo. El autor daba como razón principal para esta decadencia una actitud caracterizada por la pregunta: “¿Y yo qué gano?”.

Hermanos y hermanas, nunca serán felices si viven pensando únicamente en ustedes mismos. Piérdanse en la mejor causa del mundo: la causa del Señor, la labor de los quórumes y de las organizaciones auxiliares, de la obra del templo, del servicio de bienestar, de la obra misional. Bendecirán su propia vida al bendecir la de otras personas.

Pongo ante ustedes los pilares de la verdad, cada uno de los cuales es una verdad eterna, comprobado en las experiencias de generaciones y que cuenta con la aprobación de la palabra del Señor:

  1. Dios vive y las puertas de los cielos están abiertas.

  2. La vida es eterna.

  3. El reino de Dios está aquí.

  4. La familia es divina.

  5. La obediencia es mejor que el sacrificio.

  6. El Señor está obligado.

  7. El que pierda su vida, la hallará.

Testifico que en estas verdades reside la paz que sobrepasa todo entendimiento y gozo inefable.

Ideas para los maestros orientadores

  1. Dios vive, es nuestro Padre y podemos acudir a Él por medio de la oración.

  2. No somos creaciones casuales en un universo de desorden, sino hijos de Dios. Conocíamos a nuestro Padre y Él planeó nuestro futuro.

  3. Somos ciudadanos del reino más grandioso de la tierra: el reino de Dios. El ser miembro activo de la Iglesia nos permite estar firmes ante las dificultades de la vida.

  4. La familia fue instituida por nuestro Padre Celestial; los propósitos del Señor se cumplen únicamente a través de ella.

  5. Es mejor obedecer que racionalizar y sacrificarse.

  6. El Señor recompensa con generosidad, de una forma u otra, a los que guardan Sus mandamientos.

  7. Al olvidar nuestros intereses egoístas cuando llevamos a cabo la obra del Señor, veremos bendiciones en nuestra vida.