2002
Lo arregla todo
abril de 2002


Lo arregla todo

Habían pasado cuatro años desde la última vez que había ido a casa para pasar la Pascua con mi familia, por lo que anhelaba el periodo vacacional y las actividades familiares de la Pascua. Estábamos en la cocina preparando la cena del viernes cuando le pregunté a mi madre sobre la reunión familiar que estaba organizando.

“Todos quieren volver al lago”, dijo mientras troceaba las verduras, “pero el año pasado, durante el viaje de seis horas…”. La miré porque había dejado de cortar las verduras y se le quebró la voz. Las lágrimas se le escapaban por la comisura de los párpados y su rostro estaba compungido. “Creí que iba a morir. Realmente creí morir”.

No supe cómo responder a mi amable y paciente madre cuando me habló sobre la posibilidad de su muerte. Quería abrazarla hasta que sus hombros dejaran de temblar; quería decirle que todo iba a estar bien, que los médicos averiguarían qué enfermedad padecía, que le darían medicamentos y que se pondría bien, pero no podía.

Había rehusado pensar en la muerte durante el año de su enfermedad, inclusive cuando ayunaba, oraba y seguía teniendo esperanza. Pero la seguía viendo debilitarse y padecer. Ella no se quejaba de su sufrimiento, tan sólo trabajaba más fuerte porque no podía dormir durante la noche ni tampoco sentarse. Le dolía muy cerca del corazón y hacía que se pusiera a temblar cada vez que intentaba relajarse; pero pronto se hizo visible el sufrimiento en las oscuras ojeras y en la profunda fatiga que se notaba en los ojos mismos.

El desánimo pronto acompañó al dolor. Después de un año entero de visitar médicos y de someterse a pruebas, le frustró que los especialistas no pudieran descubrir qué era lo que le causaba ese dolor intenso alrededor del corazón. Los resultados de las pruebas fueron normales; no había nada mal, decían los médicos.

Pero nosotros sabíamos que la situación no era normal. No era natural que mi madre caminara de un lado al otro de su cuarto por la noche, ni que dejara de pasar la aspiradora para ponerse a sollozar. Y es más, mi madre, que había tenido que hacer frente a muchos tipos de dolor en la vida sin quejarse jamás, no solía hablar de la muerte.

Durante los dos días anteriores a la Pascua, intenté una vez más pensar en algo que pudiera hacer para ayudarla, pero su enfermedad nos había dejado con un sentimiento de impotencia. Aun mi padre, que era médico, no podía arreglar la situación a pesar de sus años de capacitación, experiencia y conocimiento. Yo no podía aliviar sus cargas; ella hasta quería hacer la mayoría de las tareas de la casa por sí misma, pues el descanso no hacía sino empeorar el dolor. Así que estaba siempre trabajando, trabajando hasta el agotamiento, y debido a que había muy poco que pudiéramos hacer para aliviar su sufrimiento, parecía sufrir ella sola.

La mañana de Pascua fuimos a la iglesia y, al contemplar a mi madre sentada a mi lado, mis pensamientos se remontaron a la voz aguda y quebrada y a la escalofriante frase que me había consumido desde el viernes por la noche: “Creí que iba a morir”.

De repente, mi madre se levantó del banco y se dirigió al púlpito.

“Este domingo de Pascua”, comenzó, “quiero testificar de la expiación de Jesucristo. El rey Benjamín dijo que Cristo ‘sufrirá tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir sin morir ’ (Mosíah 3:7; cursiva agregada). Puede que muchos de ustedes desconozcan que he estado enferma últimamente. Las noches han sido largas” —su voz se suavizó mientras continuaba— “pero no solitarias. En los peores momentos, el Salvador ha sido mi amigo y mi apoyo. Testifico que Jesucristo conoce nuestros pesares, pues los ha experimentado, y más. Él nos redimirá de nuestros pesares del mismo modo que nos ha redimido de una muerte eterna”.

Mientras mi madre compartía su testimonio, una nueva imagen de sufrimiento reemplazaba mi anterior preocupación por mi madre y por mí. Era la imagen del Salvador en el Jardín de Getsemaní, embargado de una angustia tal que sangró por cada poro mientras padecía por todos, incluso la agonía física de mi madre y mi propio dolor emocional.

Entonces me di cuenta de que no precisaba decirle a mi madre que todo saldría bien. No podíamos arreglarlo todo, pero a ella la consolaba el conocimiento de que el Salvador ya lo había hecho.

Catherine Matthews Pavia es miembro del Barrio Oxford, Estaca Springfield, Massachusetts.