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44 Como cordero al matadero


“Como cordero al matadero”, capítulo 44 de Santos: La historia de La Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo I, El estandarte de la verdad, 1815 – 1846, 2018

Capítulo 44: “Como cordero al matadero”

Capítulo 44

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Bala que astilla madera

Como cordero al matadero

Después de que Thomas Sharp hizo su llamada a las armas, la ira contra los santos en Nauvoo se propagó por la región como reguero de pólvora. Los ciudadanos se manifestaron en las cercanías de Warsaw y Carthage para protestar por la destrucción del Expositor. Los líderes locales pidieron a los hombres de la región que se unieran a ellos para alzarse en contra de los santos1. En dos días se había formado en Carthage un populacho armado de trescientos hombres, listos para marchar sobre Nauvoo y aniquilar a los santos2.

A ciento sesenta millas al noreste de Nauvoo, Peter Maughan y Jacob Peart se sentaron a comer en un hotel. Por indicaciones de José, habían llegado a la región a buscar un yacimiento de carbón para que lo comprara la Iglesia. José creía que sería rentable extraer el carbón y enviarlo por el Misisipi en el Maid of Iowa, el barco de vapor de la Iglesia3.

Mientras esperaban su comida, Peter abrió el periódico y leyó un informe que decía que había tenido lugar una enorme batalla en Nauvoo, que había matado a miles. Conmocionado y temeroso por Mary y sus hijos, Peter le mostró el informe a Jacob.

Los dos hombres tomaron el siguiente barco a casa. Cuando estaban a unos cincuenta kilómetros de Nauvoo, se enteraron con alivio de que no se había librado ninguna batalla. Pero parecía ser solo una cuestión de tiempo que estallara la violencia4.


A pesar de la estudiada decisión del concejo de la ciudad de destruir la imprenta, habían subestimado la protesta que le siguió. William Law había huido de la ciudad pero algunos de sus seguidores amenazaban con destruir el templo, prender fuego a la casa de José y destruir la imprenta de la Iglesia5. Francis Higbee acusó a José y a otros miembros del concejo de la ciudad de incitar a disturbios cuando la prensa fue destruida. Juró que en diez días ya no quedaría ni un solo mormón en Nauvoo6.

El 12 de junio, un oficial de Carthage arrestó a José y a otros miembros del concejo de la ciudad. El tribunal municipal de Nauvoo halló que los cargos eran infundados y liberó a los hombres, lo que enfureció aún más a los críticos de José. Al día siguiente, José se enteró de que en Carthage se habían reunido trescientos hombres, listos para marchar sobre Nauvoo7.

Con la esperanza de evitar otro conflicto armado generalizado con sus vecinos, como lo habían visto en Misuri, José y otras personas escribieron cartas urgentes al gobernador Ford explicando las acciones del concejo de la ciudad y suplicando ayuda contra los ataques del populacho8. José les habló a los santos y les aconsejó que mantuvieran la calma, se prepararan para la defensa de la ciudad y no realizaran disturbios. Luego reunió a la Legión de Nauvoo y puso a la ciudad bajo la ley marcial, suspendiendo el estado de derecho habitual y poniendo a los militares a cargo9.

En la tarde del 18 de junio, la Legión se reunió frente a la Mansión de Nauvoo. Como comandante de la milicia, José se vistió con el uniforme militar completo y se subió a una plataforma cercana desde la que les habló a los hombres. “Hay algunos que piensan que nuestros enemigos quedarían satisfechos con mi destrucción —dijo—, pero puedo asegurar que tan pronto como hayan derramado mi sangre, buscarán sedientos la sangre de toda persona en cuyo corazón haya la más mínima chispa del espíritu de la plenitud del Evangelio”.

Desenfundando su espada y levantándola hacia el cielo, José instó a los hombres a defender las libertades que les habían sido negadas en el pasado. “¿Van a apoyarme hasta la muerte y sostener las leyes del país, aunque sus vidas corran peligro?” —preguntó José—.

¡Sí! —rugió la multitud—.

Los amo con todo mi corazón —dijo él—. Ustedes me han sostenido en mis momentos de dificultad y estoy dispuesto a sacrificar mi vida por la preservación de ustedes”10.


Después de escuchar de José las razones que tuvo el concejo de la ciudad para destruir la imprenta, el gobernador Thomas Ford entendió que los santos habían actuado de buena fe. Había bases legales y precedentes para declarar y destruir las alteraciones del orden público en una comunidad. Pero no estaba de acuerdo con la decisión del concejo y no creía que sus acciones pudieran justificarse. La destrucción legal de un periódico, después de todo, era poco común en una época en la que las comunidades generalmente les dejaban ese trabajo a los populachos ilegales, como cuando los que buscaban justicia por mano propia destruyeron el periódico de los santos en el condado de Jackson, hacía más de una década11.

El gobernador también valoraba mucho las protecciones a la libertad de expresión que se hallaban en la constitución del estado de Illinois, independientemente de lo que la ley hubiera permitido. “Su conducta en la destrucción de la imprenta constituyó una gran ofensa contra las leyes y las libertades del pueblo”, le escribió al Profeta. “Puede haber estado llena de calumnias, pero eso no los autorizaba a destruirla”.

El gobernador argumentó además que el estatuto de la ciudad de Nauvoo no les otorgaba a los tribunales locales tanto poder como el Profeta parecía creer. Les aconsejó a él y a otros miembros del concejo que habían sido acusados de disturbios que se entregaran y se presentaran ante los tribunales fuera de Nauvoo. “Estoy empeñado en preservar la paz —les dijo—. Una pequeña indiscreción puede traer guerra”. Si los líderes de la ciudad se entregaban y se sometían a juicio, él prometía protegerlos12.

Sabiendo que Carthage estaba repleta de hombres que odiaban a los santos, José dudaba de que el gobernador pudiera cumplir su promesa. Sin embargo, quedarse en Nauvoo solo enojaría más a sus críticos y atraería populachos a la ciudad, poniendo a los santos en peligro. Cada vez más, parecía que la mejor manera de proteger a los santos era dejar Nauvoo e ir hacia el oeste o buscar ayuda en Washington D. C.

José le escribió al gobernador y le contó sobre sus planes de abandonar la ciudad. “Por todo lo que es sagrado —escribió—, le imploramos a Su Excelencia que proteja a nuestras indefensas mujeres y niños de la violencia del populacho”. Insistió en que, si los santos habían hecho algo malo, haría todo lo que estuviera en su mano para corregirlo13.

Esa noche, después de despedirse de su familia, José se subió a un esquife con Hyrum, Willard Richards y Porter Rockwell y se dirigió al otro lado del Misisipi. El bote hacía agua, por lo que los hermanos y Willard achicaban el agua con sus botas mientras Porter remaba. Horas después, en la mañana del 23 de junio, llegaron al territorio de Iowa y José le dio instrucciones a Porter de que volviera a Nauvoo y les trajera caballos14.

Antes de que Porter se fuera, José le dio una carta para Emma en la que le indicaba que vendiera sus propiedades si era necesario para mantenerse a sí misma, a los niños y a la madre de él. “No te desesperes —le dijo—. Si Dios abre una posible puerta para mí, volveré a verte”15.

Más tarde esa mañana, Emma envió a su sobrino, Lorenzo Wasson, y a Hiram Kimball a Iowa para convencer a José de que volviera a casa y se entregara. Le dijeron a José que el gobernador tenía la intención de ocupar Nauvoo con tropas hasta que él y su hermano Hyrum se entregaran. Porter regresó poco después con Reynolds Cahoon y con una carta de Emma, que nuevamente le rogaba que regresara a la ciudad. Hiram Kimball, Lorenzo y Reynolds llamaron a José cobarde por haber dejado Nauvoo y haber expuesto a los santos al peligro16.

“Moriré antes de ser llamado cobarde —dijo José—. Si mi vida no es de ningún valor para mis amigos, tampoco lo es para mí”. Ahora sabía que irse de Nauvoo no protegería a los santos. Pero no sabía si sobreviviría al ir a Carthage. —¿Qué debo hacer? —le preguntó a Porter.

—Tú eres el de mayor edad y deberías saber más que nadie —dijo Porter.

—Tú eres el mayor —dijo José, volviéndose hacia su hermano—. ¿Qué debemos hacer?.

—Volvamos y entreguémonos, y veamos en qué para todo esto —dijo Hyrum.

—Si tú vuelves, iré contigo —dijo José—, pero seremos asesinados”.

—Si vivimos o tenemos que morir —dijo Hyrum—, aceptaremos nuestro destino”.

José lo consideró por un momento y luego le pidió a Reynolds que consiguiera un bote. Se entregarían17.


El corazón de Emma se entristeció cuando José llegó a casa hacia el final de esa tarde. Ahora que lo volvía a ver, temía haberlo llamado de regreso a su muerte18. José anhelaba predicarles una vez más a los santos, pero se quedó en casa con su familia. Emma y él reunieron a sus hijos, y él los bendijo.

A la mañana siguiente, temprano, José, Emma y sus hijos salieron de la casa. Él besó a cada uno de ellos19.

“Volverás”, dijo Emma entre lágrimas.

José montó en su caballo y partió con Hyrum y los otros hombres hacia Carthage. “Voy como cordero al matadero —les dijo—, pero me siento tan sereno como una mañana veraniega; mi conciencia se halla libre de ofensas contra Dios y contra todos los hombres”20.

Los jinetes subieron la colina hasta el templo mientras el sol salía, arrojando luz dorada sobre las paredes sin terminar del edificio. José detuvo el caballo y miró hacia la ciudad. “Este es el lugar más hermoso y esta la mejor gente que existe bajo los cielos —dijo—, pero no tienen la menor idea de las pruebas que les aguardan”21.


José no se apartó por mucho tiempo. Tres horas después de partir de Nauvoo, sus amigos y él se encontraron con tropas que tenían órdenes del gobernador de confiscar las armas proporcionadas por el estado que estaban en poder de la Legión de Nauvoo. José decidió regresar y ver que se cumpliera la orden. Él sabía que si los santos se resistían, ello podía darle al populacho una razón para atacarlos22.

De nuevo en Nauvoo, José cabalgó a su casa para ver a Emma y a sus hijos otra vez. Se despidió nuevamente y le preguntó a Emma si iría con él, pero ella sabía que tenía que quedarse con los niños. José se mostraba solemne y pensativo, sombríamente seguro de su destino23. Antes de que se fuera, Emma le pidió una bendición. Sin tiempo que perder, José le pidió que escribiera la bendición que deseaba y le prometió que la firmaría cuando regresara.

En la bendición que escribió, Emma pidió sabiduría de nuestro Padre Celestial y el don de discernimiento. “Deseo el Espíritu de Dios para conocerme y entenderme a mí misma —escribió—. Deseo tener una mente fructífera, activa, para comprender sin dudar los designios de Dios”.

Ella pidió sabiduría para criar a sus hijos, entre ellos el bebé que esperaba para noviembre, y expresó esperanza en su convenio del matrimonio eterno. “Deseo con todo mi corazón honrar y respetar a mi esposo —escribió—, ser siempre merecedora de su confianza y, siendo uno con él, conservar el lugar que Dios me ha concedido a su lado”.

Al final, Emma oraba pidiendo humildad y esperaba regocijarse en las bendiciones que Dios preparó para los obedientes. “Deseo que cualquiera que sea mi destino en la vida —escribió—, pueda reconocer la mano de Dios en todas las cosas”24.


Aullidos y maldiciones les dieron la bienvenida a los hermanos Smith cuando llegaron a Carthage un poco antes de la medianoche del lunes 24 de junio. La unidad de la milicia que había recogido las armas de los santos de Nauvoo escoltó ahora a José y a Hyrum a través del alboroto de las calles de Carthage. Otra unidad, conocida como los Grises de Carthage, se hallaba acampada en la plaza pública, cerca del hotel donde los hermanos planeaban pasar la noche.

Al pasar José junto a los Grises de Carthage, las tropas empujaban y daban empellones para poder ver. “¿Dónde está el maldito profeta? —gritó un hombre—. ¡Despejen el camino y déjennos ver a José Smith!”. Las tropas gritaron, dieron alaridos de alegría y arrojaron sus armas al aire25.

A la mañana siguiente, José y sus amigos se entregaron a un alguacil. Poco después de las nueve, el gobernador Ford invitó a José y a Hyrum a caminar con él a través de las tropas reunidas. La milicia y el populacho que los rodeaban permanecieron en silencio hasta que una compañía de los Grises comenzó a mofarse de nuevo, arrojando sus sombreros al aire y sacando sus espadas. Como lo habían hecho la noche anterior, aullaron y se burlaron de los hermanos26.

Ese día en el tribunal, José y Hyrum fueron liberados para esperar el juicio por las acusaciones de causar disturbios. Pero antes de que los hermanos pudieran abandonar la ciudad, dos de los aliados de William Law presentaron demandas contra ellos por haber declarado la ley marcial en Nauvoo. Fueron acusados de traición contra el gobierno y el pueblo de Illinois, un delito capital que impidió que los hombres fueran liberados bajo fianza.

José y Hyrum fueron colocados en la cárcel del condado, encerrados juntos en una celda para pasar la noche. Varios de sus amigos eligieron quedarse con ellos para protegerlos y hacerles compañía. Esa noche, José le escribió una carta a Emma con noticias alentadoras. “El gobernador acaba de acordar llevar a su ejército a Nauvoo —le informó—, y yo iré con él”27.


Al día siguiente, los prisioneros fueron trasladados a una habitación más cómoda en el piso superior de la cárcel de Carthage. La habitación tenía tres ventanas grandes, una cama y una puerta de madera con el pestillo roto. Esa noche, Hyrum leyó el Libro de Mormón en voz alta y José dio un poderoso testimonio de su autenticidad divina a los guardias que estaban en servicio. Testificó que el evangelio de Jesucristo había sido restaurado, que los ángeles todavía ministraban a la humanidad y que el reino de Dios estaba una vez más en la tierra.

Después de que el sol se puso, Willard Richards se quedó sentado hasta tarde escribiendo, hasta que su vela se apagó. José y Hyrum yacían en la cama mientras que dos visitantes, Stephen Markham y John Fullmer, estaban acostados en un colchón en el suelo. Cerca de ellos, en el piso duro, yacían John Taylor y Dan Jones, un capitán de un barco galés que se había unido a la Iglesia poco más de un año antes28.

En algún momento antes de la medianoche, los hombres oyeron un disparo fuera de la ventana más cercana a la cabeza de José. El Profeta se levantó y se ubicó en el suelo, al lado de Dan. José le preguntó en voz baja si tenía miedo a morir29.

“¿Ha llegado ese momento? —preguntó Dan con su marcado acento galés—. Al ser parte de esta causa, no creo que la muerte sea muy aterradora”.

“Verás Gales —susurró José—, y cumplirás la misión que se te ha asignado antes de morir”.

Alrededor de la medianoche, Dan se despertó con el sonido de tropas que pasaban frente a la cárcel. Se levantó y miró por la ventana. Abajo, vio afuera a una multitud de hombres. “¿Cuántos entrarán?”, oyó que alguien preguntaba.

Sobresaltado, Dan despertó rápidamente a los otros prisioneros. Oyeron pasos que subían por las escaleras y se arrojaron contra la puerta. Alguien levantó una silla para usarla como arma en caso de que los hombres de afuera invadieran la habitación. Un silencio sepulcral los rodeó mientras esperaban un ataque.

“¡Vamos! —gritó finalmente José—. ¡Estamos listos para recibirlos!”.

A través de la puerta, Dan y los otros prisioneros podían oír pies que se arrastraban de un lado a otro, como si los hombres que se hallaban afuera no se decidieran si atacar o irse. La conmoción continuó hasta el amanecer, cuando los prisioneros finalmente oyeron a los hombres retroceder escaleras abajo30.


Al día siguiente, 27 de junio de 1844, Emma recibió una carta de José escrita por Willard Richards. El gobernador Ford y una banda de milicianos se dirigían a Nauvoo. Pero a pesar de su promesa, el gobernador no había llevado a José con él. En cambio, había disuelto una unidad de la milicia en Carthage y retenido solo un pequeño grupo de Grises de Carthage para proteger la cárcel, dejando a los prisioneros más vulnerables a un ataque31.

Aun así, José quería que los santos trataran cordialmente al gobernador y no levantaran ninguna voz de alarma. “No hay peligro de que haya alguna orden de exterminio —le dijo—, pero la precaución es la madre de la seguridad”32.

Después de la carta, José escribió una posdata de su puño y letra. “Me hallo completamente resignado a mi suerte, sabiendo que estoy justificado y que he hecho lo mejor que podía hacerse”, declaró. Le pidió que le diera su amor a los niños y a sus amigos. “En cuanto a traición —añadió—, sé que no he cometido ninguna, y no podrían probar ni la apariencia de nada semejante”. Le dijo que no se preocupara por que él y Hyrum sufrieran daño. “Que Dios los bendiga a todos”, escribió al finalizar33.

El gobernador Ford llegó a Nauvoo más tarde ese día y se dirigió a los santos. Los culpó por la crisis y amenazó con hacerlos responsables por sus repercusiones. “Se cometió un gran crimen al destruir la imprenta del Expositor y poner a la ciudad bajo la ley marcial —afirmó—. Debe hacerse un severo desagravio, así que preparen sus mentes para la emergencia” 34.

Les advirtió a los santos que Nauvoo podría ser reducida a cenizas y que su pueblo sería exterminado si se rebelaban. “Pueden estar seguros de eso —dijo—. Un poco más de mal comportamiento por parte de los ciudadanos y la antorcha que ahora ya está encendida les será arrojada35.

El discurso ofendió a los santos pero, debido a que José les había pedido que preservaran la paz, se comprometieron a obedecer la advertencia del gobernador y sostener las leyes del estado. Satisfecho, el gobernador terminó su discurso y desfiló sus tropas por la calle principal. Mientras marchaban, los soldados desenvainaron sus espadas y las blandieron amenazadoramente36.


Esa tarde, el tiempo transcurrió lentamente en la cárcel de Carthage. En el calor del verano, los hombres se quitaron las chaquetas y abrieron las ventanas para dejar entrar la brisa. Afuera, ocho hombres de los Grises de Carthage custodiaban la cárcel mientras el resto de la milicia acampaba cerca. Otro guardia estaba sentado justo al otro lado de la puerta37.

Stephen Markham, Dan Jones y otros más estaban haciendo diligencias para José. De los hombres que se habían quedado allí la noche anterior, solo Willard Richards y John Taylor estaban todavía con José y Hyrum. Temprano ese día, los visitantes habían contrabandeado dos armas para los prisioneros, un revólver de seis disparos y una pistola de un solo disparo, para utilizar en caso de un ataque. Stephen también había dejado un bastón resistente al que llamaba el “golpeador de bribones”38.

Para distender el ambiente y pasar el tiempo, John cantó un himno británico que últimamente se había hecho popular entre los santos. La letra hablaba de un extraño humilde y necesitado que finalmente se revelaba a sí mismo como el Salvador.

Al forastero vi ante mí;

Su identidad Él reveló;

las marcas en Sus manos vi:

reconocí al Salvador.

Me dijo: “Te recordaré”,

y por mi nombre me llamó.

“A tu prójimo ayudaste y

así serviste a tu Señor”.

Cuando John terminó la canción, Hyrum le pidió que la cantara nuevamente39.

A las cuatro de la tarde, nuevos guardias relevaron a los que estaban. José entabló una conversación con un guardia que estaba en la puerta mientras Hyrum y Willard hablaban entre ellos en voz baja. Después de una hora, su carcelero entró a la habitación y les preguntó a los prisioneros si querían ser trasladados a la celda de la cárcel, más segura, por si ocurría un ataque.

“Después de la cena iremos”, dijo José. El carcelero se fue y José se volvió hacia Willard. —Si vamos a la cárcel —preguntó José—, ¿irás con nosotros?.

—¿Crees que te abandonaría ahora? —respondió Willard—. Si se te condena a ser colgado por traición, yo iré a la horca en tu lugar, y tú quedarás en libertad.

—No puedes hacerlo —dijo José.

—Lo haré —dijo Willard40.


Unos minutos más tarde, los prisioneros oyeron un crujido en la puerta y el estampido de tres o cuatro disparos. Willard miró por la ventana abierta y vio a un centenar de hombres debajo, con el rostro ennegrecido con barro y pólvora, tomando por asalto la entrada a la cárcel. José agarró una de las pistolas mientras Hyrum empuñaba la otra. John y Willard recogieron bastones y los aferraron como garrotes. Los cuatro hombres se apoyaron firmemente contra la puerta mientras el populacho subía corriendo la escalera e intentaba entrar por la fuerza41.

Un tiroteo resonó en el hueco de la escalera mientras el populacho disparaba hacia la puerta. José, John y Willard saltaron hacia el costado de la puerta cuando una bala la atravesó, astillándola. Esta le pegó a Hyrum en la cara y él giró, tambaleándose y alejándose de la puerta. Otra bala le pegó en la espalda baja. Disparó su pistola y cayó al suelo42.

“¡Hermano Hyrum!”, gritó José. Agarrando su pistola de seis disparos, abrió la puerta unos centímetros y disparó una vez. Más balas de mosquete volaron hacia dentro de la habitación y José disparó al azar contra el populacho mientras John usaba un bastón para golpear los cañones de las armas y las bayonetas que se introducían por la puerta43.

Después de que el revólver de José falló dos o tres veces, John corrió hacia la ventana e intentó escalar el profundo alféizar de la ventana. Una bala de mosquete voló por la habitación y lo golpeó en la pierna, haciendo que perdiera el equilibrio. Su cuerpo se entumeció y se estrelló contra el alféizar, haciendo añicos su reloj de bolsillo a las cinco y diecisiete minutos.

“¡Me hirieron!”, exclamó.

John se arrastró por el suelo y rodó debajo de la cama mientras el populacho disparaba una y otra vez. Una bala desgarró su cadera, arrancando un trozo de carne. Dos balas más golpearon su muñeca y el hueso justo arriba de su rodilla44.

Al otro lado de la habitación, José y Willard se esforzaron por apoyar todo su peso contra la puerta mientras Willard apartaba los barriles de los mosquetes y las bayonetas que tenía delante. De repente, José dejó caer su revólver al suelo y se corrió hacia la ventana. Cuando se puso a horcajadas en el alféizar, dos balas le dieron en la espalda. Otra bala se precipitó a través de la ventana y penetró debajo de su corazón.

“¡Oh Señor, Dios mío!”, exclamó. Su cuerpo se inclinó hacia adelante y cayó de cabeza por la ventana.

Willard atravesó corriendo la habitación y asomó la cabeza afuera mientras las balas de plomo lo pasaban silbando. Abajo, vio al populacho apiñándose alrededor del cuerpo sangrante de José. El Profeta yacía sobre su lado izquierdo, junto a un pozo de piedra. Willard miró, esperando ver alguna señal de que su amigo todavía estuviera vivo. Pasaron unos segundos y no vio movimiento.

José Smith, el profeta y vidente del Señor, había muerto45.