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34 Edifica una ciudad


“Edifica una ciudad”, capítulo 34 de Santos: La historia de La Iglesia de Jesucristo en los Últimos Días, tomo I, El estandarte de la verdad, 1815 – 1846, 2018

Capítulo 34: “Edifica una ciudad”

Capítulo 34

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Mansión Presidencial

Edifica una ciudad

A finales de abril de 1839, unos días después de haberse reunido con los santos, José cabalgó hacia el norte para inspeccionar unas tierras que los líderes de la Iglesia deseaban comprar en Commerce y sus alrededores, un poblado que quedaba a 80 km de Quincy. Por primera vez en más de seis meses, el Profeta viajaba sin guardias armados y sin que se cerniera sobre él la amenaza de la violencia. Finalmente se hallaba entre amigos, en un estado donde las personas acogían a los santos y parecían respetar sus creencias.

Mientras se hallaba en prisión, José había escrito a un hombre que vendía tierras en los alrededores de Commerce, y le manifestó su interés de establecer la Iglesia allí. “Si nadie tuviese particular interés en adquirir esas tierras —le dijo José—, nosotros las compraremos”1.

Tras la pérdida de Far West, sin embargo, muchos santos cuestionaban la idea de congregarse en una sola región. Edward Partridge se preguntaba si no sería mejor, para evitar los conflictos y poder proveer para los pobres, congregarse en pequeñas comunidades dispersas por todo el país2. Pero José sabía que el Señor no había revocado el mandamiento que dio a los santos de congregarse.

Al llegar a Commerce, vio junto a un recodo amplio del río Mississippi una planicie aluvial y pantanosa que ascendía hasta una colina boscosa. Había pocas viviendas en la zona. Del otro lado del río, en el Territorio de Iowa, cerca de un poblado llamado Montrose, había unos barracones del ejército abandonados sobre unos terrenos que también estaban a la venta.

José pensó que los santos podrían edificar estacas de Sion florecientes en esa zona. La tierra no era la más productiva que hubiera visto, pero el río Mississippi era navegable en todo su curso hasta el océano, lo que convertía a Commerce en un buen sitio para congregar a los santos del extranjero y para establecer comercios. La zona estaba escasamente poblada.

Con todo, el congregar a los santos allí conllevaba riesgos. Si la Iglesia crecía, como José esperaba, sus vecinos podrían inquietarse y volverse en su contra, como habían hecho los habitantes de Misuri.

José oró. “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”

“Edifica una ciudad —respondió el Señor—, y convoca a mis santos a venir a este lugar”3.


Esa primavera, Wilford y Phebe Woodruff se mudaron a los barracones en Montrose. Entre sus vecinos estaban Brigham y Mary Ann Young y Orson y Sarah Pratt. Luego de instalar a sus familias, los tres Apóstoles planearon su partida hacia Inglaterra para servir su misión con el resto del Cuórum4.

Pronto llegaron miles de santos al nuevo lugar de recogimiento; vivieron en tiendas de campaña o en carromatos mientras construían sus casas; se aprovisionaban de alimentos y ropa, y limpiaban los campos de cultivos a ambos lados del río5.

Mientras iba creciendo el nuevo asentamiento, los Doce se reunían con José a menudo, quien les predicaba con un renovado vigor en preparación para sus misiones6. El Profeta les enseñó que el Señor no le había revelado nada a él, que Él no estuviera dispuesto hacer saber a los Doce, “y aun el menor de los santos podrá saber todas las cosas tan pronto como pueda soportarlas”7.

Él les enseñó los primeros principios del Evangelio, de la Resurrección, el Juicio y la edificación de Sion. Los instó a permanecer fieles, en vista de que algunos de los apóstoles anteriores los habían traicionado. “Tengan cuidado de no traicionar a los cielos —les dijo—; de no traicionar a Jesucristo; de no traicionar a las autoridades de la Iglesia ni las revelaciones de Dios”8.

Por ese tiempo, Orson Hyde manifestó su deseo de volver al Cuórum de los Doce, avergonzado de haber denunciado a José en Misuri y haber abandonado a los santos. Temiendo que Orson los volviera a traicionar cuando surgiera la próxima dificultad, Sidney Rigdon se rehusaba a que se le restaurara el apostolado. No obstante, José le dio la bienvenida nuevamente y lo restituyó a su puesto entre los Doce9. En julio, Parley Pratt escapó de la prisión en Misuri y se reunió con los Apóstoles10.

Debido a las nubes de mosquitos que surgieron de las ciénagas y que se ensañaron con los nuevos pobladores, muchos santos enfermaron mortalmente de malaria, sufriendo de altas fiebres y escalofríos hasta los huesos. La mayoría de los Doce estaban demasiado enfermos como para partir hacia Inglaterra11.

En la mañana del lunes, 22 de julio, Wilford estaba en su casa cuando escuchó la voz de José que le llamaba desde afuera: “Hermano Woodruff, sígame”.

Wilford salió de casa y vio a José de pie con un grupo de hombres. Habían estado yendo toda la mañana de casa en casa y de tienda en tienda, tomando a los enfermos de la mano y sanándoles. Luego de bendecir a los santos en Commerce, habían cruzado el río en el ferry para sanar a los santos en Montrose12.

Wilford fue con él; atravesaron la plaza del pueblo y llegaron a la casa de su amigo Elijah Fordham. Hallaron a Elijah con los ojos hundidos y la piel pálida. Anna, su esposa, lloraba mientras preparaba su ropa para enterrarlo13.

José se acercó a Elijah y le tomó de la mano. —Hermano Fordham —le preguntó— ¿no tiene fe para ser sanado?

—Me temo que sea demasiado tarde —le dijo.

—¿No cree usted que Jesús es el Cristo?

—Sí, creo, hermano José.

—Elijah —declaró el Profeta—, ¡en el nombre de Jesús de Nazaret te mando que te levantes y sanes!

Las palabras parecieron estremecer la casa. Elijah se levantó de su cama; su rostro empezó a recuperar el color. Se vistió, pidió algo de comer, y siguió a José para ir a ministrar a otros14.

Más tarde, ya de noche, Phebe Woodruff fue a visitar a Elijah y Anna, y quedó sorprendida. Tan solo unas pocas horas antes, Anna se había resignado a perder a su marido, y ahora, Elijah decía tener suficientes fuerzas como para trabajar en la huerta. Phebe sabía sin asomo de duda que su recuperación se debía a la obra de Dios15.


Los esfuerzos de José por bendecir y sanar no detuvieron la propagación de la enfermedad en Commerce y Montrose, y algunos santos fallecieron. A medida que morían las personas, Zina Huntington, de dieciocho años, estaba muy preocupada de que su madre sucumbiera también a la enfermedad

Zina cuidaba de su madre diariamente, se apoyaba en su padre y sus hermanos para brindarle apoyo, pero al poco tiempo toda la familia cayó enferma. José pasaba a verla de tiempo en tiempo, viendo qué podía hacer para ayudar a la familia o hacer que la madre de Zina estuviese más cómoda.

Un día, la madre llamó a Zina. “Llegó mi hora de morir —dijo débilmente—. No tengo miedo”. Ella le testificó a Zina acerca de la resurrección. “Vendré triunfante cuando el Salvador venga con los justos a encontrarnos con los santos en la tierra”.

Zina se entristeció mucho cuando su madre falleció. Conociendo los padecimientos de la familia, José continuó atendiéndolos16.

En una de las visitas de José, Zina le preguntó: —Cuando yo pase al otro lado del velo, ¿conoceré a mi madre como mi madre?

—Más que eso —le dijo él—. Usted verá y conocerá a su Madre Eterna, la esposa de su Padre Celestial.

—¿Tengo entonces una Madre Celestial? —preguntó Zina.

—Sí, con toda seguridad, la tiene —dijo José—. ¿Cómo podría un Padre reclamar Su título a menos que hubiera una Madre con quien compartir esa paternidad?17.


A principios de agosto, Wilford partió hacia Inglaterra junto con John Taylor; eran los primeros de los Apóstoles que salían a su nueva misión. En ese entonces, Phebe estaba a la espera de otro bebé, y Leonora, la esposa de John, y sus tres hijos estaban enfermos con fiebre18.

Parley y Orson fueron los siguientes Apóstoles en partir, a pesar de que Orson y su esposa, Sarah, aún lloraban la muerte de su hija, Lydia, que había fallecido hacía solo once días. Mary Ann Pratt, la esposa de Parley, acompañaría a los Apóstoles en la misión, por lo que partió con ellos. George A. Smith, el Apóstol más joven, estaba aún enfermo cuando comenzó su misión, luego de posponer su matrimonio con Bathsheba Bigler, su prometida19.

Mary Ann Young se despidió de Brigham a mediados de septiembre. Él había vuelto a enfermar, mas estaba resuelto a hacer lo que se le pedía. La propia Mary Ann estaba enferma también y contaba con poco dinero para mantener a sus cinco hijos durante la ausencia de Brigham, pero ella quería que él cumpliera con su deber.

“Ve y sirve tu misión, y el Señor te bendecirá —dijo ella—. Yo haré lo mejor que pueda para cuidar de mí y de los niños”20.

Unos días más tarde, Mary Ann se enteró de que Brigham solo había alcanzado a llegar hasta la casa de Kimball, del otro lado del Mississippi, antes de desmayarse exhausto. Inmediatamente, ella cruzó el río y fue a atenderlo hasta que él se sintió lo suficientemente fuerte como para partir21.

En casa de los Kimball, Mary Ann halló a Vilate enferma y en cama, junto con dos de sus hijos. Solo quedaba el niño de cuatro años para cargar unas pesadas jarras de agua desde la fuente. Heber estaba tan enfermo que no podía levantarse, pero él estaba resuelto a partir con Brigham al día siguiente.

Mary Ann cuidó de Brigham hasta que llegó un carromato a la mañana siguiente. Cuando Heber se puso de pie, se le veía angustiado. Dio un abrazo a Vilate, quien yacía en cama tiritando por la fiebre, luego se despidió de sus niños y se subió vacilante en el carromato.

Brigham trató en vano de parecer saludable cuando se despidió de Mary Ann y de su hermana Fanny, quien le instaba a quedarse hasta que se repusiera.

—Jamás me he sentido mejor en mi vida —dijo él.

—Tú mientes —le dijo Fanny.

Brigham se subió al carromato con dificultad y se sentó al lado de Heber. Al ir descendiendo la colina, Heber se sentía muy mal de dejar su familia, estando ellos tan enfermos. Se volvió al conductor del carromato y le pidió que se detuviera. “Esto es muy difícil —le dijo a Brigham—; levantémonos para saludarles”.

En la casa, Vilate se sobresaltó por un ruido que vino de afuera. Tambaleándose, llegó hasta la puerta, donde estaban Mary Ann y Fanny mirando algo a una corta distancia. Vilate miró en esa dirección y se sonrió.

Eran Brigham y Heber, de pie en la parte posterior del carromato, y apoyándose uno en el otro. “¡Viva! Viva! —gritaron los hombres ondeando sus sombreros en el aire—. ¡Viva Israel!”

—¡Adiós! —gritaron las mujeres—. ¡Que Dios los bendiga!22.


Mientras los Apóstoles iban rumbo a Gran Bretaña, los santos en Illinois y Iowa redactaron declaraciones en las que detallaban las injusticias sufridas en Misuri; tal como había pedido José cuando estaba en la cárcel. Para ese otoño, los líderes de la Iglesia habían recopilado centenas de relatos y elaboraron una petición formal. En total, los santos pedían más de 2 millones de dólares como indemnización por las viviendas, los terrenos, el ganado y otras propiedades que habían perdido. José planeaba entregar esas peticiones en persona al presidente de los Estados Unidos y al Congreso.

José consideraba al presidente Martin Van Buren como un ilustre estadista, alguien que defendería los derechos de los ciudadanos. José tenía la esperanza de que el presidente y otros legisladores en Washington D.C. leerían acerca de los sufrimientos de los santos y estarían de acuerdo en indemnizarlos por las tierras y propiedades que habían perdido en Misuri23.

El 29 de noviembre de 1839, luego de viajar cerca de 1.600 km desde su casa en Illinois, José llegó a la puerta de la Mansión Presidencial en Washington. Le acompañaban su amigo y asesor legal, Elias Higbee, y John Reynolds, un congresista de Illinois24.

Un portero los recibió en la entrada y les hizo pasar. La mansión había sido redecorada recientemente, y José y Elías se asombraron por la elegancia de sus salones, que contrastaba enormemente con las viviendas precarias de los santos en el Oeste.

Su guía los condujo a una sala en la planta alta, donde el presidente conversaba con unos visitantes. Mientras esperaban del lado de afuera de la puerta, con las peticiones y varias cartas de presentación en la mano, José le pidió al congresista Reynolds que lo presentara simplemente como un “Santo de los Últimos Días”. Al congresista pareció sorprenderle y hasta divertirle su petición, pero accedió a hacer lo que José deseaba. El congresista Reynolds no estaba muy entusiasmado con la idea de ayudar a los santos, pero sabía que sus grandes números podían ser una influencia en la política de Illinois25.

José no había anticipado reunirse con el presidente con una delegación tan pequeña. Cuando partió de Illinois en Octubre, sus planes eran dejar que Sidney Rigdon llevara la iniciativa en esas reuniones; mas Sidney se hallaba muy enfermo para viajar, y se detuvo por el camino26.

Finalmente, se abrieron las puertas del salón y los tres hombres entraron. Al igual que José, Martin Van Buren era hijo de un granjero del estado de Nueva York, pero él era un hombre más entrado en años, más bajito, de complexión ligera y con abundante pelo blanco cubriendo la mayor parte de su rostro.

Tal como lo prometió, Reynolds presentó a José como un Santo de los Últimos Días. El presidente sonrió ante el inusual título y estrechó la mano del Profeta27.

Luego de saludar al presidente, José le entregó las cartas de presentación y esperó. Van Buren las leyó y frunció el ceño. “¿Ayudarles? —dijo con desdén—. ¿En qué puedo ayudarles?”28.

José no sabía qué decir29. No había anticipado que el presidente los despacharía tan rápido. Él y Elías le rogaron que leyera al menos los sufrimientos de los santos antes de rechazar sus peticiones.

—No puedo hacer nada por ustedes, caballeros —insistió el presidente—. Si yo los apoyase a ustedes, iría contra todo el estado de Misuri, y ese estado iría contra mí en las próximas elecciones30.

Decepcionados, José y Elias salieron de la mansión y entregaron su petición al Congreso, sabiendo que tomaría varias semanas antes de que los legisladores pudieran revisarla y analizarla31.

Durante ese tiempo de espera, José decidió que visitaría las ramas del este de la Iglesia. Además, predicaría en Washington y en las ciudades y poblaciones circundantes32.


Wilford Woodruff y John Taylor llegaron a Liverpool, Inglaterra, el 11 de enero de 1840. Era el primer viaje de Wilford a Inglaterra; en cambio, John volvía a estar entre familiares y amigos. Luego de retirar su equipaje, fueron a la casa del cuñado de John, George Cannon. George y su esposa, Ann, se sorprendieron al verlos y los invitaron a cenar.

Los Cannon tenían cinco hijos. Su hijo mayor, George, era un brillante jovencito de 13 años a quien le encantaba leer. Después de la cena. Wilford y John entregaron a la familia un ejemplar del Libro de Mormón y A Voice of Warning, un folleto misional, extenso como un libro, que Parley Pratt había publicado en la ciudad de Nueva York unos años antes. John enseñó a la familia los primeros principios del Evangelio y los invitó a leer los libros33.

Los Cannon estuvieron dispuestos a cuidar el equipaje de Wilford y John, mientras ellos iban en tren a Preston para reunirse con Joseph Fielding y Willard Richards34. Tanto Joseph como Willard se habían casado con conversas británicas en ese año que Heber Kimball y Orson Hyde se habían ausentado de la misión británica. Tal como lo había predicho Heber, Willard se había casado con Jennetta Richards.

Luego de la reunión en Preston, John regresó a Liverpool mientras que Wilford se dirigió al sureste hasta la región industrial de Staffordshire, donde rápidamente estableció una rama. Una noche, durante una reunión con los santos allí, Wilford sintió el Espíritu descender sobre él. “Esta es la última reunión que tendrás con estas personas en muchos días”, le dijo el Señor.

El mensaje sorprendió a Wilford. La obra en Staffordshire apenas había comenzado, y él tenía muchas citas para predicar en la zona. A la mañana siguiente, él oró pidiendo más guía, y el Espíritu lo inspiró a ir más al sur, donde había muchas almas que esperaban la palabra de Dios.

Él partió al día siguiente junto con William Benbow, uno de los santos de Staffordshire. Viajaron hacia el sur hasta la granja del hermano de William y su cuñada, John y Jane Benbow35. John y Jane tenían una espaciosa casa de ladrillo blanco en una próspera granja de 121 hectáreas. Cuando Wilford y William llegaron, se quedaron conversando con los Benbow hasta las 2:00 a.m., hablando acerca de la Restauración.

El matrimonio se habían labrado una buena vida, mas se sentían insatisfechos espiritualmente. Hacía poco, se habían unido a otras personas que se apartaban de sus iglesias en busca del verdadero evangelio de Jesucristo. Se autodenominaban los Hermanos Unidos y habían construido capillas en Gadfield Elm, a unos kilómetros al sur de la granja de los Benbow, y en otros sitios. Ellos eligieron predicadores de entre sus filas y le pedían a Dios que les diera luz adicional36.

Cuando John y Jane escucharon a Wilford aquella noche, ellos creyeron haber encontrado finalmente la plenitud del Evangelio. Al día siguiente, Wilford predicó un sermón en el hogar de los Benbow ante un grupo grande de vecinos, y poco después bautizó a John y a Jane en un estanque cercano.

En las semanas siguientes, Wilford bautizó a más de ciento cincuenta miembros de los Hermanos Unidos, entre ellos, cuarenta y seis ministros laicos. Como había más personas pidiendo ser bautizadas, él escribió a Willard Richards para pedirle ayuda37.

“¡Me llaman para hacer bautismos cuatro o cinco veces al día! —exclamó él—. ¡No puedo hacer la obra yo solo!”38.


El 5 de febrero, Matthew Davis, de sesenta y cinco años, escuchó que José Smith, el profeta mormón, iba a predicar esa tarde en Washington. Matthew era un corresponsal para un periódico popular de la ciudad de Nueva York. Sabiendo que su esposa, Mary, sentía curiosidad en cuanto a los Santos de los Últimos Días, él quiso escuchar al Profeta para poder contarle a su esposa sobre sus enseñanzas.

En el sermón, Matthew descubrió que José era un granjero que vestía con sencillez, robusto de contextura, rostro atractivo y de porte digno. Por su predicación supo que aunque no había tenido instrucción formal, poseía una gran determinación y mucho conocimiento. El Profeta parecía sincero, sin ningún rastro de frivolidad ni fanatismo en su voz.

“Les expondré nuestras creencias, hasta donde me lo permita el tiempo”, dijo José al iniciar su sermón. Él testificó de Dios y de Sus atributos. “Él reina sobre todas las cosas en el cielo y la tierra —les declaró—. Él preordenó la caída del hombre, pero como es todo misericordioso, al mismo tiempo preordenó un plan de redención para todo el género humano”.

“Yo creo en la divinidad de Jesucristo —continuó Él—, y que Él murió por los pecados de todos los hombres, que en Adán habían caído”. Él declaró que todas las personas nacen puras y sin mancha y que todos los niños que mueren a una temprana edad irían al cielo, porque ellos no podían discernir el bien del mal y eran incapaces de pecar.

Matthew escuchaba impresionado por lo que oía. José enseñó que Dios es eterno, sin principio ni fin, al igual que el alma de cada hombre y mujer. Matthew notó que el Profeta hablaba muy poco de recompensas o castigos en la vida venidera, salvo que él creía que el castigo de Dios tendría un comienzo y un final.

Luego de dos horas, el Profeta cerró su sermón con su testimonio del Libro de Mormón. Él declaró que él no era el autor del libro, sino que él lo había recibido de Dios, directamente del cielo.

Al reflexionar sobre el sermón, Matthew entendió que él no había escuchado nada esa noche que pudiera dañar a la sociedad. “Había mucho en sus preceptos, que si se siguen —comentó Matthew a su esposa al día siguiente en una carta—, limarían las asperezas del hombre contra el hombre y harían de él un ser más racional”.

Matthew no tenía intenciones de aceptar las enseñanzas del Profeta, pero valoraba su mensaje de paz. “No había violencia, ni furia, ni denuncias —escribió él—. Su religión parece ser la religión de la mansedumbre, la humildad y la amable persuasión”.

“He cambiado mi opinión en cuanto a los mormones”, concluyó39.


Mientras José esperaba que el Congreso revisara la petición de los santos, se iba cansando de estar alejado de su familia. “Mi Emma querida, mi corazón está entrelazado con el tuyo y el de los niños —escribió él ese invierno—. Dile a los niños que los amo y que volveré a casa tan pronto como me sea posible”40.

Cuando José se casó con Emma, él pensaba que su unión terminaría con la muerte41. Pero desde entonces, el Señor le había revelado que los matrimonios y las familias podían permanecer más allá de la tumba mediante el poder del sacerdocio42. Hacía poco tiempo, mientras visitaba las ramas de la Iglesia en el este de los Estados Unidos junto con Parley Pratt, José le dijo que los santos fieles podían cultivar relaciones familiares para siempre, lo que les permitiría prolongar y aumentar su afecto. Sin importar cuánta distancia separara a las familias fieles en la tierra, ellos podían confiar en la promesa de que un día estarán unidos en el mundo venidero43.

Mientras José esperaba en Washington, se cansó de oír los grandes discursos de los políticos, llenos de un lenguaje grandilocuente y promesas vacías. “Tienen la apremiante disposición de exhibir su oratoria en los asuntos más triviales y manifiestan apego a la etiqueta, la adulación y la pedigüeñería; tergiversando y manipulando para alardear de su ingenio —le escribió a su hermano Hyrum en una carta—. “Nos parece más una exhibición de insensatez y espectáculo que de substancia y profundidad”44.

Luego de una entrevista infructuosa con John C. Calhoun, uno de los senadores más influyentes en la nación, José comprendió que estaba perdiendo su tiempo en Washington y decidió regresar a casa. Todos hablaban de libertad y justicia, pero nadie parecía dispuesto a hacer responsables a los habitantes de Misuri de sus maltratos hacia los santos45.

El Profeta regresó a Illinois, mientras que Elias Higbee siguió intentando obtener una compensación por las pérdidas de los santos. En marzo, el Senado revisó la petición de los santos y permitió que los delegados de Misuri defendieran las acciones de su estado. Tras considerar el caso, los legisladores decidieron no hacer nada. Ellos reconocieron los padecimientos de los santos pero creyeron que el Congreso no tenía poder para interferir en las acciones de un gobierno estatal. Solo Misuri podría indemnizar a los santos por sus pérdidas46.

“Nuestras diligencias han llegado a su fin aquí —escribió Elias a José con desilusión—. He hecho todo cuanto he podido en este asunto”47.