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31 ¿Cómo acabará esto?


“¿Cómo acabará esto?”, capítulo 31 de Santos: La historia de La Iglesia de Jesucristo en los Últimos Días, tomo I, El estandarte de la verdad, 1815–1846 (2018)

Capítulo 31 “¿Cómo acabará esto?”

Capítulo 31

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La puerta de un calabozo

¿Cómo acabará esto?

Lydia Knight se inquietó al oír alaridos y gritos desbocados provenientes del campamento de Misuri; sabía que el Profeta había ido allí a negociar la paz, aunque los ruidos que escuchaba parecían los de una manada de lobos ávida de la presa.

Al observar preocupadamente por la ventana, Lydia vio que su esposo corría en dirección a la casa. “Ora como nunca antes”, le dijo Newel. La milicia había capturado al Profeta.

Lydia se sentía débil. La noche anterior, dos veteranos de la batalla de Crooked River habían tocado a su puerta en busca de un sitio para ocultarse. La milicia de Misuri había jurado castigar a los santos que habían tomado parte en dicha batalla, de modo que dar refugio a aquellos hombres pondría en riesgo a la familia; no obstante, Lydia no había podido darles la espalda y los había escondido en la casa.

Pero ahora tenías dudas de que los hombres estuvieran lo suficientemente a salvo. Newel se ausentaría de nuevo esa noche para cumplir con su turno como guardia. Si los de la milicia entraban en la ciudad mientras él no estaba y hallaban a los hombres ocultos en la casa, podrían matarlos. ¿Y qué les harían a ella y los niños?

Al salir aquella noche, Newel le advirtió que tuviese cuidado; “No vayas afuera —le dijo—, hay personas merodeando”.

Después que Newel se hubo ido, Lydia comenzó a orar. Cuando ella y Newel habían venido al oeste tras la dedicación del templo, habían formado un hogar y ahora tenían dos hijos. Habían tenido una buena vida antes que empezaran los ataques del populacho, y Lydia no quería que se desmoronara todo.

Aún oía a la distancia los alaridos de la tropa de Misuri, lo que le ponía los pelos de punta, pero orar le brindaba calma. Sabía que Dios regía los cielos y que nada que pudiese suceder cambiaría eso1.


A la mañana siguiente, el 1 de noviembre de 1838, Newel regresó por un breve momento a casa. George Hinkle había ordenado que las fuerzas de los santos se reunieran en la plaza principal de la ciudad. La milicia de Misuri se hallaba formada fuera de su campamento y estaba posicionada para avanzar sobre Far West.

“¿Cómo acabará esto? —preguntó Lydia—. Grandes temores me asaltan el corazón y, sin embargo, el Espíritu me dice que todo estará bien”.

“Dios así lo permita —dijo Newel mientras tomaba el rifle—. Adiós, y que Dios los proteja”2.

Mientras las fuerzas de los santos se reunieron en la plaza principal, el general Lucas marchó con sus tropas hasta las planicies halladas al sudeste de Far West y les ordenó que se aprestaran para sofocar cualquier resistencia de parte de los santos. A las 10:00 h en punto, George hizo salir las tropas de la plaza y las posicionó cerca de las líneas de la milicia de Misuri. Luego cabalgó hasta donde estaba el general Lucas, se retiró la espada y las pistolas del cinturón y las entregó al general3.

Los milicianos de Misuri trajeron un escritorio y lo colocaron delante de sus líneas; George cabalgó de regreso hasta sus hombres y ordenó a los santos que se acercaran al escritorio, uno a uno, y entregaran las armas a dos funcionarios de la milicia de Misuri4.

Rodeados y superados en número ampliamente, Newel y los santos no tuvieron más remedio que hacerlo. Cuando llegó el turno de Newel de entregar el arma, este avanzó hasta el escritorio y clavó la mirada en el general Lucas; a quien dijo: “Señor, mi rifle es mi propiedad privada. Nadie tiene derecho a exigírmelo”.

“Entregue sus armas o haré que lo fusilen”, dijo el general.

Furioso, Newel entregó el rifle y regresó a la formación5.

Después que cada uno de los santos hubo quedado desarmado, la ciudad quedó indefensa. El general Lucas hizo marchar a las fuerzas de los santos hasta Far West y los retuvo en carácter de prisioneros en la plaza principal de la ciudad.

Después ordenó que sus tropas tomaran la ciudad6.


La milicia de Misuri enseguida irrumpió en las casas y tiendas de campaña para hurgar en baúles y barriles, y buscar armas de fuego y objetos de valor. Se llevaron ropa de cama, prendas de vestir, alimentos y dinero. Algunos de ellos hicieron hogueras con troncos de cabañas, y maderos de las vallas y los graneros. Otros dispararon a las vacas, las ovejas y los cerdos, y los dejaron moribundos en las calles7.

En casa de la familia Knight, Lydia se preparó conforme tres milicianos se acercaban a la puerta. “¿Hay algún hombre en la casa?”, la interrogó uno de ellos.

—Ustedes los tienen bajo custodia —respondió Lydia mientras se interponía para que no entrara. Si le permitía ingresar, hallaría a los hombres que ella ocultaba.

—¿Tienen algún arma en la casa? —le preguntó.

—Mi esposo se llevó el rifle —contestó Lydia. Los niños, que se hallaban detrás de ella, comenzaron a llorar, pues estaban aterrados de ver a aquel extraño. Armándose de valor, Lydia se volvió al hombre y le gritó: “¡Váyase! ¿Acaso no ve lo asustados que están mis pequeños?”.

—Bueno —dijo el hombre—, ¿No hay hombres ni armas en la casa?.

—Le repito que mi esposo está prisionero en la plaza principal y que él se llevó el rifle —contestó Lydia.

El hombre refunfuñó y se retiró enfurecido con los demás.

Lydia volvió a entrar; estaba temblando, pero los milicianos se habían ido y todos los de la casa estaban a salvo8.


En la plaza principal, Heber Kimball, que estaba bajo fuerte custodia con el resto de las tropas de los santos, oyó una voz familiar que lo llamaba por su nombre. Al levantar la vista, vio a William McLellin, que había sido un Apóstol, que venía en dirección a él. William llevaba un sombrero y una camisa decorados con divisas de color rojo estridente9.

—Hermano Heber, ¿qué piensa ahora de José Smith, el profeta caído? —dijo William, acompañado de un grupo de soldados. Estos habían ido de una casa a otra saqueando la ciudad a su propia discreción.

—Observe y vea por sí mismo —prosiguió William—; pobre de usted. A su familia la han despojado y le han robado, y sus hermanos se hallan en la misma situación; ¿está complacido con José?”10.

Heber no podía negar que las cosas parecían poco prometedoras para los santos: José estaba cautivo, y los santos se hallaban desarmados y bajo ataque.

No obstante, Heber sabía que no podía abandonar ni a José ni a los santos, tal como William, Thomas Marsh y Orson Hyde lo habían hecho. Heber se había mantenido leal a José durante cada prueba que habían afrontado juntos, y estaba decidido a mantenerse leal aunque ello significara perder todo lo que poseía11.

—¿En qué lugar se halla usted? —preguntó Heber, contestando a William con otra pregunta—. ¿Qué está haciendo? —El testimonio de Heber del evangelio restaurado de Jesucristo y su negativa a abandonar a los Santos fueron suficientes para responder la pregunta de William.

—Estoy complacido con él cien veces más de lo que lo haya estado alguna vez —añadió Heber—. Le digo que el mormonismo es verdadero y que José es un profeta verdadero del Dios viviente12.


La milicia saqueaba la ciudad y el general Lucas no hacía nada para impedir que sus tropas aterrorizaran a los santos y hurtaran los bienes de estos. A lo largo de todo el poblado, los de la milicia de Misuri echaban a los santos de sus casas y los maldecían mientras estos huían a la calle. Las tropas flagelaban y golpeaban a quienes se les resistían13. Algunos soldados atacaban y violaban a las mujeres que encontraban ocultas en las casas14. El general Lucas creía que los santos eran culpables de insurrección, y quería que pagaran por sus acciones y sintieran la fuerza del ejército a cargo de él15.

A lo largo de todo el día, los oficiales de Lucas apresaron a más líderes de la Iglesia. Con ayuda de George Hinkle, las tropas irrumpieron en casa de Mary y Hyrum Smith. Hyrum estaba enfermo, pero las tropas lo condujeron afuera a punta de bayoneta y lo llevaron junto a José y los demás prisioneros16.

Aquella noche, mientras el general Lucas se preparaba para juzgar a los prisioneros en una corte marcial, un oficial de la milicia de nombre Moses Wilson llevó a Lyman Wight aparte, con la esperanza de convencerlo de testificar en contra de José durante el juicio.

Moses dijo a Lyman: “No deseamos herirlo ni matarlo. Si comparece y testifica bajo juramento en contra de él, le perdonaremos la vida a usted y le daremos el cargo que desee”.

—José Smith no es enemigo del género humano —respondió Lyman enfáticamente—. Si no hubiera obedecido su consejo, yo les habría hecho padecer el infierno antes de que llegara este momento.

—Usted es extraño —dijo Moses—. Habrá una corte marcial esta noche, ¿asistirá?”

—No lo haré, salvo que me obliguen a ir por la fuerza17.

Moses echó a Lyman a la cárcel de nuevo con los demás prisioneros y el general Lucas enseguida dio inicio al juicio. Participaron varios oficiales de la milicia, incluso George Hinkle. El general Doniphan, que era el único abogado presente, se oponía a efectuar el juicio, alegando que la milicia no tenía autoridad para juzgar a los civiles, y José era civil.

El general Lucas no le prestó atención y procedió con el juicio. Efectuó las audiencias a toda prisa, en ausencia de todos los prisioneros; aunque George quería que Lucas mostrara clemencia a los prisioneros, el general, por el contrario, los sentenció a la pena de fusilamiento por traición. La mayoría de los oficiales presentes apoyó la sentencia18.

Después del juicio, Moses informó a Lyman el veredicto: “Tu suerte está echada”, le dijo.

Lyman lo miró con desdén y dijo: “Disparen y quedarán condenados”19.

Luego, aquella noche, el general Lucas ordenó al general Doniphan que hiciera marchar a José y los demás prisioneros a la plaza principal de la ciudad a las 9:00 h de la mañana siguiente y los ejecutara frente a los santos. Esto indignó a Doniphan20.

“Prefiero estar muerto antes que participar de ese supuesto privilegio, o más bien esa deshonra”, manifestó en privado a los prisioneros. Dijo que pensaba retirarse con sus tropas antes del amanecer21.

Luego envió un mensaje al general Lucas: “Es un asesinato a sangre fría. No obedeceré sus órdenes —afirmó—. ¡Si ejecuta a esos hombres, yo lo haré responsable del hecho ante un tribunal terrenal, Dios mediante!”22.


Tal como había prometido, las fuerzas del general Doniphan se retiraron a la mañana siguiente. En lugar de ejecutar a José y los demás prisioneros, el general Lucas ordenó a sus hombres que los llevaran al cuartel general, en el condado de Jackson23.

Se llevó a José a su casa —rodeado de guardias armados— por las devastadas calles de Far West, a fin de que recogiera algunas pertenencias. Emma y los niños se hallaban llorando cuando llegó, pero sintieron alivio al ver que aún estaba vivo. José imploró a los guardias que le permitieran estar con su familia en privado, pero estos no se lo permitieron.

Emma y los niños se aferraban a él, negándose a dejarlo partir. Los guardias desenvainaron las espadas y los obligaron a apartarse. El pequeño Joseph, de cinco años de edad, tomó a su padre con fuerza: “¿Por qué no puedes quedarte con nosotros?”, preguntó entre lágrimas24.

Uno de los guardias apuntó la espada al niñito y dijo: “¡Aléjate, impertinente, o te partiré al medio!”25.

Ya afuera, las tropas hicieron marchar a los prisioneros entre una multitud de santos y les ordenaron subir a un carromato cubierto. Luego la milicia lo rodeó, formando un vallado de hombres armados entre los santos y sus líderes26.

Mientras José esperaba que la carreta emprendiera la marcha, oyó una voz familiar entre el ruido de la multitud: “Soy la madre del Profeta —gritó Lucy Smith—. ¿No hay acaso algún caballero que me ayude a atravesar este gentío?”.

La pesada lona del carromato impedía que los prisioneros viesen el exterior, no obstante, en la parte delantera de la carreta, Hyrum sacó la mano por debajo de la cubierta y tomó la de su madre. Los guardias de inmediato le ordenaron que se alejara, bajo amenazas de dispararle. Hyrum sintió cómo se le escapaba la mano de su madre y, al parecer, el carromato empezaría a rodar en cualquier momento.

En ese preciso momento, José, que estaba en la parte posterior de la carreta, oyó una voz del otro lado de la lona: “Señor Smith, su madre y su hermana están aquí”.

José asomó la mano por debajo de la cubierta y sintió la mano de su madre; “José —le oyó decir—, no soporto que te vayas sin poder oír tu voz”.

“Dios te bendiga, mamá”, respondió José, justo antes de que el carromato se sacudiese y comenzara a alejarse27.


Varias noches después, los prisioneros se hallaban recostados en el suelo de una cabaña de troncos de Richmond, Misuri. Tras conducirlos al condado de Jackson, el general Lucas los había exhibido como si fueran animales, antes de que se le ordenase enviarlos a Richmond para una audiencia judicial.

Ahora, cada uno de los hombres intentaba dormir con un grillete en el tobillo y una pesada cadena que lo sujetaba a los demás prisioneros. El suelo era duro y frío, y no tenían fuego para mantenerse calientes28.

Recostado, aunque despierto, Parley Pratt escuchaba con repugnancia cómo los guardias narraban historias obscenas sobre violaciones y asesinatos de santos. Quería levantarse y reprenderlos; decirles algo que los hiciera callar, pero guardó silencio.

De pronto, oyó el ruido de cadenas junto a él mientras José se ponía de pie. “¡Silencio, demonios del abismo infernal —exclamó el Profeta—. ¡En el nombre de Jesucristo los reprendo y les mando callar! ¡No viviré ni un minuto más escuchando semejante lenguaje!”.

Los guardias asieron las armas y alzaron la vista; José les clavó la mirada, mientras irradiaba majestad. “¡Cesen de hablar de esa manera! —ordenó—, ¡o ustedes o yo moriremos en este mismo instante!”.

La sala se llenó de silencio y los guardias bajaron las armas. Algunos de ellos se retiraron a los rincones; otros, se inclinaron en cuclillas a los pies de José. El Profeta permaneció callado, con porte calmo y solemne. Los guardias le imploraron perdón y se quedaron en silencio hasta que llegaron sus reemplazantes29.


El 12 de noviembre de 1838, se trasladó a José y a más de sesenta santos al juzgado de Richmond a fin de determinar si había suficientes evidencias para juzgarlos bajo las acusaciones de traición, asesinato, incendio premeditado, robo, allanamiento de morada y latrocinio. El juez Austin King dictaminaría si los prisioneros serían enjuiciados o no30.

La audiencia se prolongó durante más de dos semanas. El testigo principal contra José era Sampson Avard, que había sido líder de los danitas31. Durante el sitio de Far West, Sampson había intentado huir de Misuri, pero la milicia lo había capturado y lo había amenazado con procesarlo si se negaba a testificar en contra de los prisioneros32.

Deseoso de salvarse a sí mismo, Sampson afirmó que todo lo que él había hecho en carácter de danita había sido por orden de José. Además, testificó que José creía que la voluntad de Dios era que los santos lucharan por sus derechos contra los gobiernos de Misuri y de la nación.

Sampson también dijo que José creía que la Iglesia era como la piedra que Daniel menciona en el Antiguo Testamento, que cubriría la tierra y consumiría sus reinos33.

Alarmado, el juez King preguntó a José sobre la profecía de Daniel y este testificó que él la creía.

“Tome nota de eso —mandó el juez al secretario del juzgado—. Se trata de un fuerte indicio de traición”.

El abogado de José objetó y dijo: “Juez, en ese caso, sería mejor acusar a la Biblia de traición”34.

La fiscalía llamó a más de cuarenta testigos a testificar contra los prisioneros, entre ellos, a varios exlíderes de la Iglesia. Temiendo que se les procesara, John Corrill, William Phelps, John Whitmer y otras personas habían llegado a un acuerdo con el estado de Misuri para testificar en contra de José a cambio de su libertad. Bajo juramento, describieron agravios que habían presenciado durante el conflicto y responsabilizaron de todos ellos a José.

Por otro lado, la defensa de los santos consistía en unos pocos testigos que hicieron muy poco por influir en la opinión del juez. Había otros testigos que hubieran podido testificar a favor de José, pero fueron hostigados o amedrentados para que no estuviesen en la sala del tribunal35.

Para cuando terminó la audiencia, cinco santos, entre ellos Parley Pratt, fueron encarcelados en Richmond a la espera de juicio, bajo acusaciones de asesinato relacionadas con la escaramuza de Crooked River.

A los demás —José y Hyrum Smith, Sidney Rigdon, Lyman Wight, Caleb Baldwin, y Alexander McRae— se les trasladó a una cárcel situada en un poblado de nombre Liberty, a la espera de un juicio por acusaciones de traición. Si se les declaraba culpables, podrían ser ejecutados36.

Un herrero les colocó grilletes con cadenas para sujetar a los seis juntos y los condujo a un carromato grande. Los prisioneros subieron y se sentaron sobre una tabla de madera áspera, con la cabeza apenas por encima de los lados altos de la caja del carromato.

El viaje demandó todo el día; al llegar a Liberty, el carromato fue hasta el centro del poblado, pasó el juzgado y luego fue en dirección norte hasta a una pequeña cárcel de piedra. Aquel frío día de diciembre, la puerta de la cárcel esperaba abierta a aquellos hombres.

Uno a uno, los prisioneros descendieron de la carreta y subieron los escalones hasta la entrada de la cárcel. Una multitud de curiosos se reunió en torno a los prisioneros con la esperanza de poder verlos37.

José fue la última persona en bajar del carromato. Al llegar a la puerta, miró a la multitud y se levantó el sombrero para saludar con cortesía. Luego se volvió y descendió a la lóbrega cárcel38.