2000–2009
Nacer de nuevo
Abril 2008


Nacer de nuevo

El renacimiento espiritual se origina con la fe en Jesucristo, por cuya gracia cambiamos.

Hace quince años, estuve por primera vez de pie ante el púlpito del Tabernáculo en calidad de nuevo Setenta. Tenía 48 años y mi cabello era oscuro y abundante. Creí saber lo que significaba sentirse inepto. Al final de mi discurso de cinco minutos, tenía la camisa empapada de sudor. Fue algo muy difícil; sin embargo, hoy, en retrospectiva, me parece que en comparación fue una experiencia agradable.

Cuando el presidente Dieter F. Uchtdorf y el élder David A. Bednar fueron sostenidos como miembros del Quórum de los Doce Apóstoles, recibí durante la sesión un testimonio del origen divino de sus llamamientos. También recibí en ese momento una comprensión de lo infinitamente sagrado que es el llamamiento y el servicio de un Apóstol del Señor Jesucristo. No tengo palabras para expresar esa comprensión, ya que fue una comunicación sin palabras, de Espíritu a espíritu. El pensar en ello ahora me hace sentir sumamente humilde, como nunca me había sentido antes; y ruego a mi Padre Celestial que me apoye, como siempre lo ha hecho, a fin de estar a la altura de algo que está mucho más allá de mi capacidad natural y poder concentrarme en los demás, dedicándome por entero a servirlos. Confío en Él y sé que Su gracia es suficiente, y por lo tanto, dedico, sin reservas, todo lo que tengo y soy a Dios y a Su Amado Hijo. También dedico mi persona, mi lealtad, mi servicio y mi amor a la Primera Presidencia y a mis hermanos de los Doce.

En mi bendición patriarcal, que a los 13 años recibí de un amoroso abuelo, se encuentra esta afirmación: “[Tu Padre Celestial] te envió en esta última y gloriosa dispensación para que nacieras bajo el nuevo y sempiterno convenio, de padres buenos y rectos”. Con profundo agradecimiento, reconozco que esa ha sido la gran bendición fundamental de mi vida. Rindo homenaje a mis padres, y con amor reconozco la deuda que tengo para con ellos, para con sus padres y con las generaciones anteriores. Poco después de recibir mi llamamiento como Setenta, tuve la oportunidad de estar ante la tumba de uno de esos antepasados que había muerto antes de que yo naciera. Al pensar en los sacrificios que supusieron para él y su familia el haber aceptado el evangelio restaurado de Jesucristo, un sentimiento de gratitud me invadió el corazón y brotó en mí la resolución de honrar su sacrificio y el de aquellos que llegaron posteriormente, al ser fiel a Dios y a los convenios del Evangelio, tal como ellos lo fueron.

Al reconocer esas bendiciones, incluyo a mis queridos hermanos y a sus esposas que, de casualidad, se encuentran aquí hoy. Mi esposa y yo tenemos cuatro hijos y una hija, todos ellos casados con excelentes cónyuges, o en el caso de nuestro hijo menor, que pronto se casará con una encantadora jovencita. Los amamos a ellos y a nuestros nietos y agradecemos la forma en que bendicen nuestra vida al permanecer leales al Salvador y a Su Evangelio. Por encima de todo, se encuentra mi esposa Kathy, la creadora de nuestro hogar, la luz de mi vida, una compañera firme y sabia, llena de intuición espiritual, buen humor, buena voluntad y caridad. La amo más de lo que pueda expresar y espero demostrárselo de manera más convincente en los días y años venideros.

De joven, tuve la bendición de servir en una misión de tiempo completo en Argentina, bajo la tutela de dos excepcionales presidentes de misión: Ronald V. Stone y Richard G. Scott, y sus respectivas esposas, Patricia y Jeanene. Agradezco a Dios la influencia perdurable que dejaron en mí. Después de graduarme en la facultad de derecho, Kathy, nuestros hijos y yo vivimos sucesivamente en los estados de Maryland, Tennessee, Virginia, Carolina del Norte y ahora en Utah. Pasamos tres hermosos años en México, y en todos esos lugares, hemos sido bendecidos con amigos muy queridos, dentro y fuera de la Iglesia, que nos han amado, enseñado y mostrado amistad, tanto a nosotros como a nuestros hijos, y que aún siguen haciéndolo. Aprovecho esta oportunidad para expresar públicamente mi gratitud a todos ellos.

Mi amor y mi estimación por mis hermanos de los Setenta y por el Obispado Presidente no tienen límites. Me alegro de que mi servicio me mantendrá cerca de ellos y de que habrá frecuentes oportunidades de servir juntos. Las revelaciones recibidas en nuestra época que han colocado a los Setenta en el lugar correspondiente en la Iglesia, constituye uno de los milagros más profundos y quizás menos apreciados de la historia de la obra del Señor en los últimos días. Los Setenta son clave para el éxito de la obra ahora y en los años venideros, y me siento honrado, más de lo que pueda expresar, de que mi nombre se haya incluido entre los de ellos. Que Dios los bendiga, mis hermanos.

Deseo expresarles mi testimonio de Jesucristo, el Hijo de Dios, y del poder de Su infinito sacrificio expiatorio. Al hacerlo, relataré una experiencia de los años que viví en Tennessee. Una tarde, recibí una llamada en casa, de un caballero que yo no conocía, que se presentó como un pastor que acababa de jubilarse de otra iglesia y me pidió que nos reuniésemos en privado el domingo siguiente. Al reunirnos, mi invitado me dijo con franqueza que había ido porque estaba preocupado por el bienestar de mi alma; sacó de su portafolio una lista bastante larga de pasajes de las Escrituras del Nuevo Testamento y dijo que quería analizarlos conmigo para ver si podía ayudar a salvarme. Me sorprendió un poco su franqueza, pero me di cuenta de que era sincero y me conmovió su genuino interés en mí.

Conversamos durante más de una hora y estuvo dispuesto a oírme explicar algunas de mis creencias y también a leer algunas enseñanzas del Libro de Mormón que él no conocía. Nos dimos cuenta de que muchas de nuestras creencias eran las mismas y que otras no; se estableció un vínculo de amistad y oramos juntos antes de que él se fuera. Lo que aún recuerdo, es nuestra conversación sobre nacer de nuevo. El renacimiento espiritual por medio de Jesucristo es el fundamento de mi testimonio de Él.

Fue Jesucristo el que dijo que para entrar en el reino de Dios debemos nacer de nuevo, es decir, nacer de agua y del Espíritu (véase Juan 3:3–5). Sus enseñanzas en cuanto al bautismo físico y espiritual nos ayudan a comprender que se necesitan tanto nuestros hechos como la intervención del poder divino para ese renacimiento transformador, para cambiar del hombre natural al santo (véase Mosíah 3:19). Pablo describe el nacer de nuevo con esta expresión sencilla: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Corintios 5:17).

Consideren dos ejemplos del Libro de Mormón. Unos cien años antes del nacimiento de Cristo, el rey Benjamín enseñó a su pueblo en cuanto a la venida del Salvador y de Su expiación. El Espíritu del Señor efectuó un cambio tan grande en las personas, que no tenían “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). Debido a su fe en Cristo, dijeron: “…estamos dispuestos a concertar un convenio con nuestro Dios de hacer su voluntad y ser obedientes a sus mandamientos… todo el resto de nuestros días” (Mosíah 5:5; cursiva agregada). El rey respondió: “… a causa del convenio que habéis hecho, seréis llamados progenie de Cristo, hijos e hijas de él, porque he aquí, hoy él os ha engendrado espiritualmente; pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre” (Mosíah 5:7; véase también D. y C. 76:24).

El caso de Alma también es instructivo; mientras él y sus compañeros trataban de destruir la Iglesia de Cristo, los amonestó un ángel. Después de eso, Alma pasó tres días y tres noches que él describió así: “… me martirizaba un tormento eterno… Sí, me acordaba de todos mis pecados e iniquidades, por causa de los cuales yo era atormentado con las penas del infierno” (Alma 36:12–13). Finalmente, al “[arrepentirse] casi hasta la muerte” (Mosíah 27:28), como él lo expresó, vino a su mente el dulce mensaje de Jesucristo y de Su expiación. Alma rogó: “¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiel de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte! (Alma 36:18). Fue perdonado y públicamente confesó:

“… me he arrepentido de mis pecados, y el Señor me ha redimido; he aquí, he nacido del Espíritu.

“Y el Señor me dijo: No te maravilles de que todo el género humano, sí, hombres y mujeres, toda nación, tribu, lengua y pueblo, deban nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído, a un estado de rectitud, siendo redimidos por Dios, convirtiéndose en sus hijos e hijas;

“y así llegan a ser nuevas criaturas” (Mosíah 27:24–26).

Al reflexionar sobre esos ejemplos y otros pasajes de las Escrituras, es obvio que el renacimiento espiritual se origina con la fe en Jesucristo, por cuya gracia cambiamos. Más específicamente, es la fe en Cristo como el Expiador, el Redentor, que limpia del pecado y santifica (véase Mosíah 4:2–3).

Cuando esa verdadera fe se arraiga en una persona, inevitablemente conduce al arrepentimiento. Amulek enseñó que el sacrificio del Salvador traería “la salvación a cuantos crean en su nombre; ya que es el propósito de este último sacrificio poner en efecto las entrañas de misericordia, que sobrepujan a la justicia y proveen a los hombres la manera de tener fe para arrepentimiento” (Alma 34:15; cursiva agregada).

Sin embargo, para ser completo, el arrepentimiento requiere un convenio de obediencia; ese es el convenio que pronunció el pueblo de Benjamín, “de hacer [la] voluntad [de Dios] y ser obedientes a sus mandamientos” (Mosíah 5:5). Ese es el convenio que se manifiesta mediante el bautismo en el agua (véase Mosíah 18:10), que a veces se menciona en las Escrituras como el “bautismo de arrepentimiento” o “bautismo para arrepentimiento”, ya que es el paso culminante, la piedra de coronamiento de nuestro arrepentimiento (véase, por ejemplo, Hechos 19:4; Alma 7:14; 9:27; D. y C. 107:20.)

Entonces, como se promete, el Señor nos bautiza “con fuego y con el Espíritu Santo” (3 Nefi 9:20). Nefi lo expresó de esta manera: “Porque la puerta por la cual debéis entrar es el arrepentimiento y el bautismo en el agua; y entonces viene una remisión de vuestros pecados por fuego y por el Espíritu Santo” (2 Nefi 31:17)1.

Al haber así confiado “en los méritos de aquél que es poderoso para salvar” (2 Nefi 31:19), somos “vivificados en el hombre interior” (Moisés 6:65) y, si bien no hemos nacido de nuevo por completo, ciertamente estamos en camino al renacimiento espiritual.

Ahora bien, el Señor nos advierte que prestemos atención, porque “existe la posibilidad de que el hombre caiga de la gracia” (D. y C. 20:32), aún aquellos que son santificados (véanse los versículos 32–34). Como Nefi aconsejó: “Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna” (2 Nefi 31:20).

Se preguntarán: “¿Por qué no se produce ese gran cambio más rápido en mí?”. Deben recordar que los sorprendentes ejemplos del pueblo del rey Benjamín, de Alma y de otras personas en las Escrituras son sólo eso: extraordinarios y no comunes2. Para la mayoría de nosotros los cambios son graduales y llevan tiempo. Volver a nacer, a diferencia del nacimiento físico, es más un proceso que un acontecimiento, y el dedicarnos a ese proceso es el propósito central de la vida terrenal. A su vez, no nos justifiquemos en un esfuerzo casual; no nos conformemos con mantener cierta disposición a hacer lo malo. Participemos dignamente de la Santa Cena cada semana y recurramos al Espíritu Santo para eliminar los últimos vestigios de impureza en nosotros. Testifico que a medida que sigan en el sendero del renacimiento espiritual, la gracia expiatoria de Jesucristo borrará sus pecados y la mancha de esos pecados, las tentaciones perderán su atractivo y, por medio de Cristo, llegarán a ser santos, tal y como Él y nuestro Padre son santos.

Reconozco a Jesucristo como el hijo viviente y resucitado de Dios.

“Y [sé] que la justificación por la gracia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es justa y verdadera;

“y también [sé] que la santificación por la gracia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es justa y verdadera, para con todos los que aman y sirven a Dios con toda su alma, mente y fuerza” (D. y C. 20:30-31; véase también Moroni 10:32–33).

Me regocijo en el hecho de que durante el resto de mi vida podré dar a conocer continuamente a Cristo, dar a conocer las buenas nuevas de Cristo en todo el mundo. Testifico de la realidad y del amor de Dios, nuestro Padre Celestial, a quien Jesús dio toda la gloria. Amo al profeta José Smith y testifico de él. Por medio de su asociación personal con el Señor, de su traducción y la publicación del Libro de Mormón, y el sellamiento de su testimonio con su sangre de mártir, José se ha convertido en el revelador preeminente de Jesucristo en Su verdadera función de divino Redentor. Jesús no ha tenido un testigo más grande ni un amigo más devoto que José Smith. Declaro mi testimonio del llamamiento del presidente Thomas S. Monson como Profeta y Presidente de La Iglesia de Jesucristo en esta época, y prometo mi lealtad a él y a sus consejeros en su sagrada función. Ruego por las bendiciones de Dios sobre todos nosotros. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Dios enseñó estas cosas a Adán desde el principio. Le dijo: “…y como habéis nacido en el mundo mediante el agua, y la sangre, y el espíritu que yo he hecho, y así del polvo habéis llegado a ser alma viviente, así igualmente tendréis que nacer otra vez en el reino de los cielos, del agua y del Espíritu, y ser purificados por sangre, a saber, la sangre de mi Unigénito, para que seáis santificados de todo pecado… porque por el agua guardáis el mandamiento; por el Espíritu sois justificados; y por la sangre sois santificados” (Moisés 6:59–60). En otras palabras, el bautismo de arrepentimiento por agua conduce al bautismo del Espíritu. El Espíritu trae la gracia expiatoria de Cristo, simbolizada en Su sangre, tanto para justificar (o perdonar) nuestros pecados como para santificarnos (o purificarnos) de las consecuencias del pecado, haciéndonos sin mancha y santos ante Dios.

  2. Véase Ezra Taft Benson, “Un poderoso cambio en el corazón”, Liahona, marzo de 1990, pág. 7.