2000–2009
No temáis
Abril 2004


No temáis

Los valores morales de los cuales debe depender la civilización misma van bajando en espiral a un ritmo cada vez más rápido. No obstante, no temo al futuro.

Hace unas semanas, nuestro hijo menor con su esposa e hijos fueron a vernos a casa. El primero que salió del coche fue nuestro nieto de dos años, que fue corriendo hacia mí con los bracitos abiertos y gritando: “¡Abelo!, ¡abelo!, ¡abelo!”.

Al abrazarme las piernas, contemplé su carita sonriente y sus grandes e inocentes ojos, y pensé: “¿Qué clase de mundo le espera?”.

Durante un momento, sentí angustia, ese temor del futuro que tantos padres nos dicen sentir. Por todas partes adonde vamos, padres y madres se preocupan por el futuro de sus hijos en este mundo tan turbulento.

Pero entonces me sobrevino un sentimiento de confianza y mi temor del futuro se desvaneció.

El Espíritu que guía y consuela, con el que en la Iglesia estamos tan familiarizados, trajo a mi memoria lo que yo ya sabía. El temor del futuro se esfumó. Ese pequeñito de dos años y ojos vivarachos tendrá una vida buena —una vida muy buena—, y también sus hijos y sus nietos, aun cuando vivirán en un mundo lleno de mucha maldad.

Presenciarán muchos acontecimientos durante su vida, algunos de los cuales pondrán a prueba su valentía e incrementarán su fe. Pero si buscan, con oración, ayuda y orientación, se les dará poder para vencer lo adverso. No se permitirá que esas tribulaciones obstaculicen su progreso, sino que éstas les servirán para llegar a adquirir mayor conocimiento.

Como abuelo y como uno de los Doce, les daré algunos consejos, algunas advertencias y mucho aliento. Podría hacerlo mucho mejor si la abuela de mis nietos, mi esposa durante cincuenta y siete años, estuviera aquí, a mi lado. Las madres saben mucho más acerca de la vida que los padres, pero haré lo mejor que pueda.

No le tememos al futuro, tanto para nosotros mismos como para nuestros hijos. Vivimos en tiempos peligrosamente difíciles. Los valores morales que estabilizaron a la humanidad en los tiempos pasados se están echando por tierra.

No debemos pasar por alto las palabras de Moroni cuando vio nuestra época y dijo: “despert[ad] a un conocimiento de vuestra terrible situación” (Éter 8:24).

No podemos tomar con ligereza esta advertencia del Libro de Mormón:

“…el Señor en su grande e infinita bondad bendice y hace prosperar a aquellos que en él ponen su confianza… haciendo todas las cosas para el bienestar y felicidad de su pueblo; sí, entonces es la ocasión en que endurecen sus corazones, y se olvidan del Señor su Dios, y huellan con los pies al Santo; sí, y esto a causa de su comodidad y su extrema prosperidad.

“Y así vemos que excepto que el Señor castigue a su pueblo con muchas aflicciones, sí, a menos que lo visite con muerte y con terror, y con hambre y con toda clase de pestilencias, no se acuerda de él” (Helamán 12:1–3; cursiva agregada).

¿Se han fijado en la palabra terror de esa profética advertencia?

Los valores morales de los cuales debe depender la civilización misma van bajando en espiral a un ritmo cada vez más rápido. No obstante, no temo al futuro.

La Primera Guerra Mundial terminó sólo seis años antes de que yo naciera. Para los que entonces éramos niños, los efectos de la guerra estaban presentes en todas partes. La Segunda Guerra Mundial estalló sólo quince años después y ya comenzaban a ocurrir sucesos amenazantes.

Teníamos las mismas preocupaciones que muchos de ustedes tienen ahora. Nos preguntábamos qué nos reservaría el futuro en un mundo inestable.

Cuando yo era niño, aparecían casos de enfermedades infantiles regularmente en todas partes. Cuando alguien tenía varicela, sarampión o paperas, el inspector de salud visitaba la casa y colocaba un letrero que decía “cuarentena” en el porche o en una ventana para advertir a la gente que no se acercase. En las familias grandes como la nuestra, esas enfermedades se presentaban en serie, puesto que uno de los niños contagiaba al otro, por lo que el cartel quedaba a la vista durante muchas semanas.

No podíamos ponernos barreras dentro de casa ni quedarnos escondidos para evitar esos espantosos contagios. No teníamos más que ir al colegio, o al empleo y a la Iglesia: ¡a la vida!

Dos de mis hermanas cayeron gravemente enfermas del sarampión. Al principio, parecieron recuperarse, pero pocas semanas después, al mirar nuestra madre por la ventana, vio a Adele, la menor de las dos, apoyada contra el columpio (hamaca); estaba desfallecida y débil de fiebre: ¡era fiebre reumática!, una complicación que surgió del sarampión. La otra hermana también tuvo la fiebre.

Fue poco lo que pudo hacerse. A pesar de todas las oraciones de mis padres, Adele falleció; tenía ocho años de edad.

Aunque Nona, dos años mayor que Adele, se recuperó, fue delicada de salud la mayor parte de su vida.

Cuando yo estaba en el sexto grado de la escuela, la maestra leyó un artículo sobre una madre de familia que, al enterarse de que los hijos de la vecina tenían varicela, como existía la probabilidad de que sus hijos la contrajesen también, quizás uno tras otro, decidió acabar con ello de una vez.

Por tanto, mandó a sus hijos a jugar con los niños de los vecinos para exponerlos al contagio y, así, ponerle punto final. Imagínense el horror de esa mujer cuando fue el médico y le hizo saber que no era la varicela lo que tenían los niños, sino la viruela.

Lo mejor que había que hacer en ese entonces y lo que debemos hacer ahora es evitar los lugares en los que haya peligro de contagio físico o espiritual.

No es una gran preocupación que nuestros nietos vayan a contraer el sarampión, puesto que se les ha inoculado la vacuna.

Si bien en gran parte del mundo el sarampión casi se ha erradicado, la vacuna aún es indispensable para salvar a los niños de la muerte.

Con dinero generosamente obsequiado por Santos de los Últimos Días, hace poco la Iglesia donó un millón de dólares a un esfuerzo conjunto por vacunar a los niños de África contra el sarampión. Por un dólar, se protege a un niño.

Hoy en día, los padres se inquietan por las enfermedades morales y espirituales, de las cuales pueden surgir espantosas complicaciones si se abandonan las normas y los valores morales. Todos debemos tomar medidas de protección.

Con las vacunas adecuadas, el organismo queda protegido de enfermedades. También podemos proteger a nuestros hijos de las enfermedades morales y espirituales.

El vocablo inocular consta de dos partes: in “estar dentro” y oculare que quiere decir “ojo para ver”.

Cuando a los niños se los bautiza y se los confirma (véase D. y C. 20:41, 43; 33:15), se les pone un ojo dentro de ellos, es decir, el inefable don del Espíritu Santo. Con la restauración del Evangelio se recibió autoridad para conferir este don.

El Libro de Mormón nos da la clave:

“Los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo; por lo que declaran las palabras de Cristo… Deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, las palabras de Cristo os dirán [y también dirán a vuestros hijos] todas las cosas que debéis hacer” (2 Nefi 32:3).

Si ustedes los aceptan con la mente y les dan cabida en el corazón, el conocimiento del Evangelio restaurado y el testimonio de Jesucristo inmunizará espiritualmente a sus hijos.

Hay un hecho muy claro: el lugar más seguro y la mejor protección de las enfermedades morales y espirituales los constituyen el hogar y la familia estables. Esto siempre ha sido cierto y será cierto para siempre. Debemos conservar eso en primer lugar en la mente.

Las Escrituras hablan de tomar “el escudo de la fe”, y el Señor dice: “con el cual podréis apagar todos los dardos encendidos de los malvados” (D. y C. 27:17).

Donde mejor se fabrica ese escudo de la fe es en la industria casera. Si bien ese escudo se puede pulir en las clases de la Iglesia y con las actividades de ésta, debe confeccionarse en casa y a la medida de cada persona.

El Señor ha dicho: “…tomad sobre vosotros toda mi armadura, para que podáis resistir el día malo, después de haber hecho todo, a fin de que podáis persistir” (D. y C. 27:15).

En muchos aspectos, nuestros jóvenes son mucho más fuertes y mejores de lo que fuimos nosotros. Ni ellos ni nosotros debemos tener miedo de lo que yace adelante.

Den ánimo a nuestros jóvenes. Ellos no tienen por qué vivir atemorizados (véase D. y C. 6:36); el miedo es lo contrario de la fe.

Aunque no podemos borrar la maldad, podemos “cultivar” jóvenes Santos de los Últimos Días que, al estar espiritualmente alimentados, quedan inmunizados contra las influencias malignas.

En calidad de abuelo que ha vivido largo tiempo, les aconsejo tener fe. Las cosas suelen arreglarse. Permanezcan cerca de la Iglesia y conserven a sus hijos cerca de la Iglesia.

En la época de Alma “la predicación de la palabra tenía gran propensión a impulsar a la gente a hacer lo que era justo —sí, había surtido un efecto más potente en la mente del pueblo que la espada o cualquier otra cosa que les había acontecido— por tanto, Alma consideró prudente que pusieran a prueba la virtud de la palabra de Dios” (Alma 31:5).

La verdadera doctrina, cuando se entiende, cambia la actitud y la conducta. El estudio de las doctrinas del Evangelio mejorará la conducta más rápido de lo que el estudio del comportamiento mejorará el comportamiento.

Busquen la felicidad en las cosas habituales y conserven el sentido del humor.

Nona se repuso del sarampión y de la fiebre reumática, y vivió lo suficiente para sacar provecho de una intervención quirúrgica de corazón abierto y disfrutar de años de mejor salud. Cuando le comentaban de sus renovadas energías, ella decía: “Tengo motor nuevo en mi máquina vieja”.

¡Conserven el sentido del humor!

No tengan miedo de traer hijos al mundo. Hemos hecho convenio de proporcionar cuerpos físicos para que espíritus ingresen en la vida terrenal (véase Génesis 1:28; Moisés 2:28). Los niños son el futuro de la Iglesia restaurada.

Pongan su casa en orden. Si la madre de familia trabaja fuera de casa, busquen las formas de cambiar eso aunque sea un poco. Pueda que sea muy difícil hacer cambios en estos momentos, pero hagan un análisis esmerado y oren siempre (véase D. y C. 9:8–9). En seguida, esperen recibir inspiración, que es revelación (véase D. y C. 8:2–3). Esperen la intervención del Poder de más allá del velo que les ayudará a cambiar las cosas, a su debido tiempo, para lo que sea mejor para su familia.

Alma denominó el plan de salvación “el gran plan de felicidad” (Alma 42:8; véase también 2 Nefi 11:5; Alma 12:25; 17:16; 34:9; 41:2; 42:5, 11–13, 15, 31; Moisés 6:62).

Cada uno de nosotros vino a la vida terrenal a recibir un cuerpo terrenal y a ser probado (véase Abraham 3:24–26).

La vida no estará libre de dificultades y algunas de ellas serán muy duras y difíciles de soportar. Tal vez deseemos librarnos de todas las tribulaciones de la vida, pero eso sería contrario al gran plan de felicidad “porque es preciso que haya una oposición en todas las cosas” (2 Nefi 2:11). Esas pruebas son la fuente de nuestra fortaleza.

De niña inocente, la vida de mi hermana Adele fue cruelmente interrumpida por la enfermedad y el sufrimiento. Tanto ella como todos los demás que han fallecido continúan la obra del Señor al otro lado del velo. A ella no se le negará nada de lo que es esencial para su progreso eterno.

También perdimos una nietecita cuando era un bebé; se llamaba Emma como mi madre. Recibimos consuelo de las Escrituras.

“Y [los] niños pequeños no necesitan el arrepentimiento, ni tampoco el bautismo…

“…los niños pequeños viven en Cristo” (Moroni 8:11–12).

Recuerden la expiación de Cristo. No se desesperen ni consideren perdidos para siempre a los que han caído ante las tentaciones de Satanás, puesto que ellos, después de haber pagado la deuda hasta “el último cuadrante” (Mateo 5:26) y tras la curación que acompaña al arrepentimiento completo, recibirán una salvación.

Sigan a los líderes que han sido llamados para presidirlos, pues se ha hecho la promesa:

“Y si los de mi pueblo escuchan mi voz, y la voz de mis siervos que he nombrado para guiar a mi pueblo, he aquí, de cierto os digo que no serán quitados de su lugar” (D. y C. 124:45).

La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días seguirá adelante “hasta que llene toda la tierra” (D. y C. 65:2) y el gran Jehová anuncie que Su obra está concluida (véase History of the Church, 4:450). La Iglesia es un refugio seguro. Seremos protegidos por la justicia y consolados por la misericordia (véase Alma 34:15–16). Ninguna mano impía podrá detener el progreso de esta obra (véase D. y C. 76:3).

No estamos ciegos ante las condiciones del mundo.

El apóstol Pablo profetizó de “tiempos peligrosos” en los días postreros (2 Timoteo 3:1) y nos advirtió: “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).

Isaías prometió: “Con justicia serás adornada; estarás lejos de opresión, porque no temerás, y de temor, porque no se acercará a ti” (Isaías 54:14).

El Señor mismo nos ha alentado: “Sed de buen ánimo, pues, y no temáis, porque yo, el Señor, estoy con vosotros y os ampararé; y testificaréis de mí, sí, Jesucristo, que soy el Hijo del Dios viviente; que fui, que soy y que he de venir” (D. y C. 68:6). En el nombre de Jesucristo. Amén.