2000–2009
Compasión
Abril 2001


Compasión

“No hay forma de saber cuándo tendremos el privilegio de echar una mano a alguien que lo necesite”.

Oklahoma City, Oklahoma, es un lugar muy interesante. Hace poco tiempo, y acompañado de los Élderes Richard G. Scott, Rex D. Pinegar y Larry Brooks, presidí allí una conferencia regional. El edificio donde nos reunimos estaba abarrotado de miembros de la Iglesia y de otras personas interesadas. El canto del coro fue celestial; las palabras, inspiradoras; y el dulce espíritu que prevaleció en la conferencia se recordará por largo tiempo.

Yo reflexioné en mis anteriores visitas a esa localidad, en la belleza de la canción del estado --”Oklahoma”, de la producción musical de Rodgers y Hammerstein-- así como en la maravillosa hospitalidad de su gente.

Sin embargo, el espíritu caritativo de esa comunidad se vio probado en extremo el 19 de abril de 1995, cuando una bomba terrorista destruyó el Edificio Federal Alfred P. Murrah en el centro de Oklahoma City, llevando a 168 personas a la muerte e hiriendo a incontables otras.

Tras la conferencia regional de Oklahoma City, me condujeron a la entrada de un monumento hermoso y simbólico que adorna el lugar donde una vez estuvo el edificio Murrah. Era un día aciago, lluvioso, lo cual tendía a realzar el dolor y el sufrimiento que había tenido lugar allí. El monumento consta de un estanque de 120 metros, a uno de cuyos lados hay 168 sillas vacías hechas de granito y cristal, en honor a cada una de la personas muertas. Las sillas se encuentran más o menos donde se hallaron los cuerpos.

Al otro lado del estanque y sobre una pequeña elevación del terreno, se yergue un maduro olmo americano, el Único árbol de las inmediaciones que sobrevivió a la destrucción. Por ello se le llama de forma apropiada y afectuosa “El árbol superviviente”, y con su real esplendor honra a los que sobrevivieron a la terrible explosión.

El guía dirigió mi atención a la inscripción grabada sobre la entrada al monumento:

Venimos aquí a recordar a los que murieron,

a los que sobrevivieron y a los que cambiaron para siempre.

Deseamos que al salir todos conozcan el impacto de la violencia.

Que este monumento ofrezca consuelo, fortaleza, paz, esperanza y serenidad.

Entonces, con lágrimas en los ojos y una voz entrecortada, mi acompañante declaró: “Esta comunidad, con todas sus iglesias y habitantes, ha estado más aunada. El dolor nos ha fortalecido, y hemos estado unidos en espíritu”.

Ambos concluimos que la palabra que mejor describía lo ocurrido era compasión.

Mis pensamientos se volvieron a la obra musical Camelot, donde el rey Arturo, con su sueño de un mundo mejor y de una relación ideal entre las personas, dijo mientras preveía el propósito de la mesa redonda: “La violencia no es fortaleza y la compasión no es debilidad”.

En el Antiguo Testamento de la Santa Biblia se halla un relato estremecedor que ilustra esta declaración. José era muy querido por su padre, Jacob, lo cual causaba amargura y celos en sus hermanos. Entonces surgió un complot para matar a José, aunque acabaron por abandonarlo en un foso profundo, sin agua ni comida. Pero con el paso de una caravana de mercaderes, los hermanos de José acordaron vender a José antes que dejarle morir. Veinte piezas de plata le sacaron del foso y le condujeron a la casa de Potifar, en Egipto, donde prosperó, pues “Jehová estaba con José”1.

A los años de abundancia siguieron los de hambruna, y en medio de este período, cuando los hermanos de José llegaron a Egipto para comprar trigo, este hombre favorecido los benefició… su propio hermano. José pudo haber actuado con dureza contra sus hermanos por el trato cruel que había recibido de ellos; sin embargo, fue amable y cortés, y se ganó su favor y apoyo con las palabras y hechos siguientes:

“Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros.

“Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación”2. José demostró mediante el ejemplo la magnífica virtud de la compasión.

En el meridiano de los tiempos, JesÚs solía hablar en parábolas cuando caminaba por los polvorientos senderos de la Tierra Santa.

Y dijo: “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto.

“Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo.

“Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo.

“Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia;

“y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.

“Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”.

El Salvador bien podría decirnos: “¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”.

Sin dudarlo, nuestra respuesta sería: “El que usó de misericordia con él”.

Tanto ahora como entonces, JesÚs exclamaría: “Vé, y haz tÚ lo mismo”3.

JesÚs nos dio muchos ejemplos de interés compasivo --el paralítico en el estanque de Betesda; la mujer adÚltera; la mujer del pozo de Jacob; la hija de Jairo; Lázaro, el hermano de María y Marta-- cada uno representaba al herido en el camino a Jericó; cada uno necesitaba ayuda.

JesÚs dijo al paralítico de Betesda: “Levántate, toma tu lecho y anda”4. La mujer pecadora recibió este consejo: “Vete, y no peques más”5. Para ayudar a las personas a sacar agua, él proporcionó una fuente de agua que salta para vida eterna6. A la hija muerta de Jairo, mandó: “Niña, a ti te digo, levántate”7. Y al Lázaro sepultado exclamó: “¡Lázaro, ven fuera!”8.

El Salvador siempre ha mostrado una capacidad ilimitada para mostrar compasión.

Él se apareció a la multitud en el continente americano y dijo a la multitud:

“¿Tenéis enfermos entre vosotros? Traedlos aquí. ¿Tenéis cojos, o ciegos, o lisiados, o mutilados, o leprosos, o atrofiados, o sordos, o quienes estén afligidos de manera alguna? Traedlos aquí y yo los sanaré, porque tengo compasión de vosotros; mis entrañas rebosan de misericordia.

“Y los sanaba a todos”9.

Uno bien podría hacer la sagaz pregunta: Estos relatos pertenecen al Redentor del mundo. ¿Puede realmente suceder en mi propia vida, en mi propio camino a Jericó, una experiencia tan valiosa?

Mi respuesta son las propias palabras del maestro: “Venid y ved”10.

No hay forma de saber cuándo tendremos el privilegio de echar una mano a alguien que lo necesite. El camino a Jericó por el que circulamos carece de nombre, y el viajero cansado que necesita nuestra ayuda puede ser alguien desconocido.

El autor de una carta recibida en las Oficinas Generales de la Iglesia tiempo atrás, expresó una gratitud genuina. La carta no tenía remite, pero el matasellos era de Portland, Oregón:

“Para la oficina de la Primera Presidencia:

“Salt Lake City me mostró hospitalidad cristiana en una ocasión durante los años en que anduve errante.

“Durante un viaje en autobÚs a California, me bajé en la terminal de Salt Lake City, enfermo y tembloroso debido a la falta de sueño que me producía la carencia del medicamento que necesitaba. A causa de un vuelo precipitado motivado por una circunstancia difícil en Boston, se me habían olvidado las medicinas.

“Me senté entristecido en el restaurante del Hotel Temple Square, y de reojo me fijé en una pareja que se acercaba a mi mesa. ’¿Se encuentra bien, joven?’, preguntó la mujer. Me incorporé y, sollozando y un poco tembloroso, les hablé de mi situación y del apuro en que me hallaba. Ellos escucharon con atención y paciencia a mis casi incoherentes divagaciones, y pasaron a hacerse cargo de la situación. Hablaron con el encargado del restaurante y me dijeron que podía comer lo que quisiera durante cinco días. Luego me llevaron a la recepción del hotel y me consiguieron habitación para cinco días. Entonces me llevaron a una clínica y se aseguraron de que me dieran los medicamentos que necesitaba. Éste fue verdaderamente mi salvavidas para la cordura y el consuelo.

“Mientras me recuperaba y edificaba mi fortaleza, tomé la decisión de asistir cada día a los recitales de órgano del Tabernáculo. Los tonos celestiales del instrumento, desde los sonidos casi imperceptibles hasta los más graves, constituyen la sonoridad más sublime que conozco. He comprado discos y casetes del órgano y el coro del Tabernáculo, los cuales puedo escuchar para aliviar y vigorizar mi decaído espíritu.

“El Último día de mi estancia en el hotel, antes de continuar mi viaje, devolví la llave y me dieron un mensaje de aquella pareja: ’Páguenos siendo amable con otra alma atribulada que se encuentre por el camino’. Ésa era mi costumbre, pero tomé la determinación de ser más esmerado en la bÚsqueda de alguien que necesitara ánimo en la vida.

“Espero que les vaya bien. No sé si éstos son los ’Últimos días’ mencionados en las Escrituras, pero sí sé que dos miembros de su iglesia fueron santos conmigo en mis desesperadas horas de necesidad. Creí que les gustaría saberlo”.

Qué ejemplo de compasión.

En un establecimiento privado dedicado al cuidado de ancianos, la compasión reinaba por encima de todo. La propietaria era Edna Hewlett. Había una larga lista de espera de pacientes que deseaban vivir sus Últimos días bajo su tierno cuidado, pues ella era como un ángel. Lavaba y peinaba el cabello de cada paciente; aseaba los viejos cuerpos y los vestía con ropas brillantes y limpias.

Durante los años de visitas a las viudas del barrio que presidí una vez, solía comenzar por la institución de Edna, quien me recibía con una sonrisa y me llevaba a la sala de estar donde estaban sentados un buen nÚmero de pacientes. Siempre tenía que comenzar con Jeannie Burt, que era la mayor; tenía 102 años cuando falleció. Ella me conocía a mí y a mi familia desde mi nacimiento.

En una ocasión, Jeannie preguntó con su fuerte acento escocés: “Tommy, ¿has estado Últimamente en Edimburgo?”.

Le contesté: “Sí, hace poco estuve allí

“¡Es hermoso!”, respondió.

Jeannie cerró los ojos con una expresión de apacible maravilla y luego se puso seria. “He pagado mi funeral por adelantado, al contado. TÚ vas a hablar en él y a recitar A través del banco de arena, de Tennyson. ¡Escuchémoslo ahora!”.

Parecía que todas las miradas estaban puestas en mí, y ciertamente así era. Comencé:

La tarde cae en el ocaso;

es hora de ir a navegar.

¡Oh que no haya ningÚn banco

cuando mi barca se haga a la mar!”11.

La sonrisa de Jeannie era benévola y celestial, y luego dijo: “Ah, Tommy, fue hermoso. ¡Pero asegÚrate de practicar un poquito más antes de mi funeral!”. Y así lo hice.

En cierto momento de nuestra misión terrenal surge el paso titubeante, la lánguida sonrisa, el dolor por la enfermedad; sí, el fin del verano, la proximidad del otoño, el frío del invierno y la experiencia que llamamos muerte, la cual llega a toda la humanidad. Viene a los ancianos que caminan tambaleantes. Su llamado lo perciben los que apenas han llegado a mitad de la jornada de la vida, y con frecuencia apaga la risa de los niños.

En todo el mundo se representa a diario la escena de pesar de los seres queridos que se lamentan al despedir a un hijo, una hija, un hermano, una hermana, una madre, un padre o un buen amigo.

Desde la cruel cruz, las palabras amables del Salvador despidiéndose de su madre son particularmente emotivas:

“Cuando vio JesÚs a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he aquí tu hijo. Después dijo al discípulo: He aquí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”12.

Recordemos que tras el funeral, las flores se marchitan, los buenos deseos de los amigos se convierten en recuerdos, y las oraciones y las palabras se van apagando en los corredores de la mente. Los que sufren suelen encontrarse solos. Se echa de menos la risa de los niños, el alboroto de los adolescentes, y la preocupación tierna y amorosa del cónyuge que se ha ido. El sonido del reloj se hace más intenso, el tiempo pasa más despacio, y cuatro paredes bien pueden ser una prisión.

Encomio a los que, con amoroso cuidado y preocupación compasiva, alimentan al hambriento, visten al desnudo y alojan al que no tiene hogar. El que percibe la caída de los pajarillos se percatará de un servicio tal.

En Su compasión, y segÚn Su divino plan, los santos templos dan a los hijos de nuestro Padre Celestial la paz que sobrepasa todo entendimiento.

Hoy, bajo el liderazgo del presidente Gordon B. Hinckley, el nÚmero de templos construidos y en construcción nos deja estupefactos. La compasión de nuestro Padre Celestial por Sus hijos en la tierra y por los que han fallecido, merece nuestra gratitud.

Gracias sean dadas al Señor y Salvador Jesucristo por Su vida, Su Evangelio, Su ejemplo y Su bendita Expiación.

Regreso en pensamiento a Oklahoma City. Para mí es más que una mera coincidencia el que en esa ciudad haya hoy día un templo del Señor, en todo su esplendor, como un lucero celestial que marca el sendero hacia la dicha en la tierra y el gozo eterno en la otra vida. Recordemos las palabras de los Salmos: “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría”13.

El Maestro nos habla de una forma muy real: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”14.

Escuchemos su llamado; abramos la puerta de nuestro corazón para que él, el ejemplo viviente de la verdadera compasión, pueda entrar, ruego con sinceridad en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Génesis 39:2.

  2. Génesis 45:5, 7.

  3. Véase Lucas 10:30–37.

  4. Juan 5:8.

  5. Juan 8:11.

  6. Véase Juan 4:14.

  7. Marcos 5:41.

  8. Juan 11:43.

  9. 3 Nefi 17:7, 9.

  10. Juan 1:39.

  11. “Crossing the Bar”, líneas 1–4.

  12. Juan 19:26, 27.

  13. Salmos 30:5.

  14. Apocalipsis 3:20.