2000–2009
omo palomas en nuestra ventana
Abril 2000


Como palomas en nuestra ventana

“Ruego que hagamos con las bendiciones que se nos han concedido tanto como lo que [nuestros antepasados] hicieron en medio de las privaciones que tantos de ellos sufrieron. Deseo que a pesar de esa abundancia, nunca olvidemos al Señor”.

Élder Maxwell, agradecemos a nuestro Padre Celestial la milagrosa prórroga de su ministerio apostólico. Estamos agradecidos por el hecho de que su testimonio haya llegado hasta este hermoso lugar. Le amamos y oramos por usted.

Y, presidente Hinckley, de parte de casi once millones de miembros de esta Iglesia, agradecemos al Señor la extensión de su ministerio. Recuerdo vívidamente el servicio de la palada inicial de este edificio que usted dirigió hace poco menos de tres años. En la oración final que pronunció en ese servicio, el presidente Boyd K. Packer rogó por seguridad durante la construcción, belleza para cuando estuviese terminado, y luego suplicó un favor más de los cielos. Él suplicó, presidente, que a usted se le permitiera ver el panorama que está ante nosotros, presidir en este púlpito y declarar su testimonio desde aquí. Todos damos gracias por tenerle a usted y por la contestación a esa oración.

Éstos son en verdad unos de los días que nuestros antepasados fieles y clarividentes contemplaron en los primeros años de la Restauración. En una conferencia general de la Iglesia celebrada en abril de 1844, las Autoridades Generales recordaron las primeras reuniones de la década de 1830, y uno de ellos dijo: “[Hablamos] del reino de Dios como si tuviéramos el mundo en las manos. Hablamos con gran confianza, de cosas importantes, aunque no éramos muchos [en número]… Al mirar no vimos esta [congregación], sino que vimos en visión a la Iglesia de Dios, mil veces mayor [de lo que era entonces], aunque [en aquella ocasión] no éramos suficientes para atender una granja o ayudar a una mujer con un cántaro de leche… Todos los miembros [de la Iglesia] se reunieron para la conferencia en un cuarto de unos treinta y siete metros cuadrados… Hablamos de que… la gente vendría como palomas a nuestra ventana;… que [todas] las naciones acudirían [a la Iglesia];… si hubiésemos dicho a las personas lo que nuestros ojos vieron aquel día, no nos habrían creído”1.

Si tal era el sentimiento en aquel fatídico año de 1844, justo antes del martirio de José Smith, ¡qué deben estar viendo esos mismos hermanos y hermanas desde su hogar eterno en un día como hoy! Desde entonces han sucedido muchas cosas por las que tanto ellos como nosotros debemos estar agradecidos. Y, por supuesto, éste no es el final. Todavía nos queda mucho por hacer tanto por la calidad como por la cantidad de nuestra fidelidad y servicio. George A. Smith, consejero del presidente Brigham Young en la Primera Presidencia, dijo una vez por vía de amonestación: “Podemos edificar templos, erigir cúpulas impresionantes, agujas magníficas y torres elevadas en honor a nuestra religión, pero si no vivimos los principios de ella en nuestro hogar y reconocemos a Dios en todos nuestros pensamientos, no recibiremos las bendiciones que, de hacerlo, serían nuestras”2. Debemos ser humildes y concienzudos. El honor y la gloria de todo lo bueno es de Dios, y todavía hay mucho por delante que será refinador y hasta difícil, mientras Él nos conduce de entereza en entereza.

En medio de todo esto, he pensado en aquellos primeros santos cuyos nombres con demasiada frecuencia se han perdido en la historia; aquellos que callada y fielmente hicieron avanzar el reino en días mucho más difíciles que éstos. Muchos de ellos son anónimos para nosotros ahora. Muchos murieron, muchas veces prematuramente, sin reconocimiento alguno. Unos pocos se han mencionado brevemente en la historia de la Iglesia, pero la mayoría ha vivido y muerto sin posición destacable ni recuerdo histórico. Éstos, todos nuestros antepasados, entraron silenciosamente en la eternidad, del mismo modo apacible y anónimo que vivieron su religión. Éstos son los santos callados de los que una vez habló el presidente J. Reuben Clark cuando a todos ellos les dio las gracias, “Especialmente… a los más mansos y humildes de ellos, [en gran parte] desconocidos [y] olvidados, [excepto] en los hogares de sus hijos y de los hijos de sus hijos, quienes se pasan de una generación a otra el relato de su fe”3.

Ya sea que seamos miembros de hace muchos años o conversos más recientes, todos somos los beneficiarios de esos fieles predecesores. En este hermoso y nuevo edificio, así como durante esta histórica conferencia que estamos celebrando, he adquirido conciencia de todo lo que les debo a los que tuvieron mucho menos que yo pero que, al parecer, en casi toda circunstancia han hecho más por la edificación del reino de lo que yo he hecho.

Puede que siempre haya sido así en todas las dispensaciones. En una ocasión, Jesús recordó a Sus discípulos que estaban cosechando allí donde no habían sembrado ni trabajado4. Moisés había dicho a su pueblo con anterioridad:

“…Jehová tu Dios te [introducirá] en la tierra que juró a tus padres… que te daría, en ciudades grandes y buenas que tú no edificaste,

“hay casas llenas de todo bien, que tú no llenaste, y cisternas cavadas que tú no cavaste, viñas y olivares que no plantaste”5.

Mis pensamientos se remontan a una época 167 años atrás en que un puñado de mujeres, hombres mayores y niños en edad de trabajar quedaron atrás para proseguir con la construcción del Templo de Kirtland mientras que casi todo hombre en disposición de hacerlo había iniciado una marcha de 1600 kilómetros para ir en auxilio de los santos de Misuri. Los registros indican que literalmente toda mujer de Kirtland estaba atareada tejiendo e hilando para vestir a los hombres y niños que trabajaban en el templo.

El élder Heber C. Kimball escribió: “Sólo el Señor conoce las escenas de pobreza, tribulación y dificultad por las que hemos pasado para lograr [esto]”.Se escribió que un líder de esa época, al contemplar el sufrimiento y la pobreza de la Iglesia, se subía con frecuencia a los muros del edificio, de día y de noche, llorando y alzando la voz para que el Todopoderoso enviase los medios mediante los cuales pudieran finalizar la construcción6.

No fue nada más fácil cuando los santos se trasladaron hacia el Oeste y comenzaron a establecerse en estos valles. De niño, cuando tenía edad para ir a la Primaria y luego, cuando era poseedor del Sacerdocio Aarónico, iba a la Iglesia al antiguo y grandioso Tabernáculo de St. George, cuya construcción había dado comienzo en 1862. Durante los interminables discursos, me entretenía contemplando el edificio, admirando la maravillosa mano de obra de los pioneros que habían realizado una construcción tan asombrosa. ¿Sabían, acaso, que hay 184 racimos de uvas tallados en la cornisa del cielo raso de dicho edificio? (¡Algunos de esos discursos eran muy largos!) Pero, por encima de todo, disfruté del recuento de los vidrios de las ventanas, 2.244, porque al crecer oí con frecuencia el relato de Peter Nielsen, uno de esos desconocidos y ahora olvidados santos de los que he estado hablando.

En el transcurso de la construcción del tabernáculo, los miembros de la localidad habían encargado las vidrieras a Nueva York, desde donde las enviaron en un barco que navegó alrededor del cabo para llegar a California; pero había que pagar una factura de $800 dólares antes de recogerlas y llevarlas a St. George. Al hermano David H. Cannon, quien más tarde sería presidente del Templo de St. George, el cual se estaba construyendo en esa época, se le dio la responsabilidad de recaudar los fondos necesarios. Tras un arduo esfuerzo, la comunidad entera, después de haber dado prácticamente todo lo que tenían para esos dos proyectos monumentales de construcción, sólo pudo reunir $200 dólares. En un acto de fe, el hermano Cannon preparó una partida de hombres y unos carromatos para ir a California y traer las vidrieras, y continuó orando para reunir antes de su partida la enorme cantidad de $600 dólares.

Cerca de Washington, Utah, vivía Peter Nielsen, un inmigrante danés que durante años había estado ahorrando para ampliar su modesta casa de adobe de dos habitaciones. El día antes a la partida de la caravana hacia California, en su pequeña casita, Peter pasó toda la noche sin poder dormir. Pensaba en su conversión en la lejana Dinamarca y en su posterior recogimiento con los santos en América. Tras llegar al Oeste, se estableció en Sanpete, donde luchó para ganarse la vida, pero precisamente cuando estaba a punto de prosperar en ese lugar, aceptó el llamamiento de mudarse y servir en la Misión del Algodón, y así contribuir a los patéticos y endebles esfuerzos de los colonos de Dixie, una zona de Utah de tierra muy alcalina y propicia para la malaria y las inundaciones. Mientras aquella noche estaba en cama, rememorando sus años en la Iglesia, sopesó los sacrificios que se le habían requerido con las maravillosas bendiciones que había recibido, y, en aquellas privadas horas, tomó una decisión.

Algunos dicen que fue un sueño, otros que fue una impresión, pero aún hay quienes lisa y llanamente lo llaman un sentido del deber. Sea cual fuere la forma en que recibió la inspiración, Peter Nielsen se levantó antes del amanecer del día en que la caravana iba a partir hacia California, y con la ayuda de sólo una vela y de la luz del Evangelio, sacó de un lugar secreto $600 dólares en monedas de oro. Su esposa, Karen, despertada antes del amanecer por el bullicio, le preguntó por qué se había levantado tan temprano; lo único que él respondió fue que tenía que caminar rápidamente los once kilómetros hasta St. George.

Cuando el primer rayo del alba caía sobre los bellos riscos rojizos del sur de Utah, alguien llamó a la puerta de David H. Cannon. Y allí estaba Peter Nielsen, con algo en la mano, envuelto en un pañuelo rojo. “Buenos días, David”, dijo Peter. “Espero no haber llegado tarde. Usted sabrá qué hacer con este dinero”.

Dicho esto, dio media vuelta y volvió a recorrer el camino de regreso a Washington, de regreso a una esposa fiel e incondicional, de regreso a su pequeña casa de adobe de dos habitaciones, y que habría de continuar durante el resto de su vida7.

El siguiente es otro relato de esos primeros y fieles constructores de la moderna Sión. John R. Moyle vivía en Alpine, Utah, a unos 35 kilómetros del Templo de Salt Lake, donde trabajaba como capataz de los artesanos durante la construcción del mismo. Para estar siempre en el trabajo a las 8:00 de la mañana, el hermano Moyle tenía que ponerse en camino alrededor de las 2:00 de la madrugada del día lunes. Terminaba la semana de trabajo a las 5:00 de la tarde del viernes y volvía caminando a casa, donde llegaba poco antes de la medianoche. Repitió ese horario todas las semanas durante todo el tiempo que sirvió en la construcción del templo.

Una vez, estando en su casa, en un fin de semana, una de las vacas se puso nerviosa mientras la estaba ordeñando y le dio una patada en la pierna, destrozándole el hueso un poco más abajo de la rodilla. Con la ayuda médica de la que disponían en esas zonas rurales, su familia y sus amigos sacaron una puerta de sus bisagras y lo ataron a esa improvisada mesa de operaciones. Tomaron una sierra que habían estado empleando para cortar las ramas de un árbol cercano y le amputaron la pierna por debajo de la rodilla. Cuando por fin, más allá de cualquier posibilidad médica, la pierna empezó a sanar, el hermano Moyle tomó un pedazo de madera y se hizo una pierna artificial. Primero caminó por la casa, luego alrededor del jardín y finalmente se aventuró por su propiedad. Cuando sintió que podía soportar el dolor, se puso la pierna, caminó los 35 kilómetros hasta el Templo de Salt Lake, se subió al andamio y, cincel en mano, grabó en la piedra: “Santidad al Señor”8.

Con la fe de nuestros padres y madres rodeándonos tan evidentemente en todas partes hoy día, permítanme concluir con el resto del pasaje que cité al inicio de mis palabras, el cual parece ser particularmente relevante en nuestras maravillosas circunstancias actuales. Después que Moisés habló a aquella antigua generación de las bendiciones que tenían a causa de la fidelidad de quienes les habían precedido, añadió:

“Cuídate de no olvidarte de Jehová, que te sacó de la tierra…

“No andaréis en pos de dioses ajenos… los dioses de los pueblos que están en vuestros contornos…

“Porque tú eres pueblo santo para Jehová tu Dios; [Él] te ha escogido para serle un pueblo especial…

“No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha… escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos;

“sino por cuanto Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres…

“Conoce, pues, que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones”9.

Todavía somos bendecidos por ese amor de Dios y por la fidelidad de nuestros antepasados y progenitores espirituales a través de mil generaciones. Ruego que hagamos con las bendiciones que se nos han concedido tanto como lo que ellos hicieron en medio de las privaciones que tantos de ellos sufrieron. Deseo que a pesar de esa abundancia, nunca olvidemos al Señor ni vayamos “en pos de dioses ajenos”, sino que seamos siempre “pueblo santo para Jehová”.Si lo hacemos, aquellos que padecen hambre y sed de la palabra del Señor, continuarán viniendo como “palomas a nuestra ventana”.Vendrán en busca de paz, de crecimiento y de salvación.

Si vivimos nuestra religión, ellos encontrarán eso y mucho más. Somos un pueblo bendecido y en una época tan maravillosa como ésta, siento una sobrecogedora deuda de gratitud. Doy gracias a mi Padre Celestial por innumerables e incalculables bendiciones, siendo la primera y la más importante el don de Su Hijo Unigénito, Jesús de Nazaret, nuestro Salvador y Rey. Testifico que Su perfecta vida y Su amoroso sacrificio fueron literalmente el rescate de un Rey, una expiación pagada voluntariamente para salvarnos no sólo de la prisión de la muerte sino también de las prisiones del dolor, del pecado y de la autocomplacencia.

Sé que José Smith vio al Padre y al Hijo, y que este día es una proyección directa de aquel día. Me siento en deuda por el preciado conocimiento del cual aquí doy testimonio; me siento en deuda por el preciado patrimonio que se me ha dado. De hecho, me siento en deuda por todo, y me comprometo a dedicar el resto de mi vida para retribuirlo, en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Times and Seasons, 1º de mayo de 1844, págs. 522–523. Véase también History of the Church, 6:288–289.

  2. Deseret News Weekley, 17 de julio de 1872, pág. 348.

  3. In Conference Report, Oct. 1947, “To Them of the Last Wagon”, Ensign, julio de 1997, págs. 35–36.

  4. Véase Juan 4:38.

  5. Deuteronomio 6:10–11.

  6. “Extracts from H.C. Kimball’s Journal,” Times and Seasons, 15 de abril de 1845, pág. 867; veáse también Life of Heber C. Kimball (1945), 67–68.

  7. Andrew Karl Larson, Red Hills of November, 1957, págs. 311–313.

  8. Véase Biographies and Reminiscences, de James Henry Moyle Collection, Archivos del Departamento Histórico de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, editado por Gene A. Sessions, 1974, págs. 202–203; Vaughn J. Featherstone, Man of Holiness, 1998, págs. 140–141.

  9. Deuteronomio 6:12, 14, 18; 7:6–9.