1990–1999
La Curación Del Alma Y Del Cuerpo
Octubre 1998


La Curación Del Alma Y Del Cuerpo

“Si buscamos la verdad, desarrollamos fe en El y … nos arrepentimos sinceramente, experimentaremos un cambio espiritual en el corazón que solo proviene de nuestro Salvador y nuestro corazón se renovará”.

Como muchos de ustedes saben, desde que nos reunimos en la conferencia general del pasado abril, yo he sufrido mi tercer ataque al corazón, lo cual hizo necesaria una intervención quirúrgica de bypass. Gracias al diestro equipo de médicos; a enfermeras y a eficaces y atentos terapeutas; a mi esposa Mary, que me ha cuidado constantemente con tanta paciencia y amor; y a las oraciones ofrecidas por tantas personas en mi favor, he sido bendecido con renovada salud y renovadas fuerzas. Gracias por su interés y por sus oraciones.

Mi mensaje de hoy se refiere a la manera de favorecer el proceso de la curación del alma. Es un mensaje encaminado a guiarlos a ustedes y a guiarme a mí al Gran Sanador, el Señor y Salvador Jesucristo. Es un plan de lectura de las Escrituras, de orar, meditar, arrepentirse, de ser necesario, y de ser sanados con la paz y el gozo de Su Espíritu. Quisiera compartir con ustedes las cosas en las que medite al pasar por este proceso de curación.

Mientras me recuperaba en el hospital y durante varias semanas en mi casa, mi actividad física se vio severamente restringida por un intenso dolor que aquejo a mí ya debilitado cuerpo, pero aprendí el regocijo de liberar mi mente para meditar en el significado de la vida y de la eternidad. Puesto que mi agenda quedó libre de reuniones, tareas y entrevistas, durante varias semanas pude desviar mi atención de asuntos de administración y concentrarla en asuntos de la eternidad. El Señor nos ha dicho: “… reposen en vuestra mente las solemnidades de la eternidad” (D. y C. 43:34). Descubrí que el pensar únicamente en el dolor que me aquejaba inhibía el proceso curativo, y comprendí que la meditación era un elemento muy importante en el proceso de sanar no solo el cuerpo sino también el alma. El dolor le lleva a uno a un estado de humildad que invita a la meditación. Es una experiencia que agradezco haber podido vivir.

Pensé muy profundamente en el propósito del dolor y estudie en mi mente que era lo que podía aprender de esa experiencia y empecé a entender el dolor un poco mejor.

Comprendí que el dolor físico y la curación del cuerpo tras una operación seria son extraordinariamente similares al dolor espiritual y a la curación del alma en el proceso del arrepentimiento. “De manera que no os afanéis por el cuerpo, ni por la vida del cuerpo; mas afanaos por el alma y por la vida del alma” (D. y C. 101:37).

He llegado a entender cuan inútil es pensar demasiado en por que, en si hubiera, y en si tan solo, a los cuales, casi de seguro, no se dará respuesta en la vida terrenal. Para recibir el consuelo del Señor, debemos ejercer la fe. Las preguntas: “¿Por qué me sucede a mí?, ¿por qué a nuestra familia?, ¿por qué en este momento?”, son, por lo general, preguntas que no se pueden responder. Ellas restan valor a nuestra espiritualidad y pueden destruir nuestra fe. Debemos dedicar mas tiempo y emergías a la edificación de nuestra fe y, para ello, acudir al Señor y pedirle que nos dé fuerzas para sobreponernos a los dolores y a las tribulaciones de este mundo, para perseverar hasta el fin y ganar mayor comprensión.

En Proverbios se nos invita a considerar el camino de vida (véase Proverbios 5:6). Al considerar el camino de vida, podemos fijar nuestro rumbo hacia la rectitud y sentir la guía del Espíritu. “… Deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, las palabras de Cristo os dirán todas las cosas que debéis hacer” (2 Nefi 32:3).

Para que ustedes y yo nos deleitemos en las palabras de Cristo, debemos estudiar las Escrituras y absorber Sus palabras al meditar en ellas y hacerlas parte de todo pensamiento y acto.

Del mismo modo que el estudiar las palabras de Cristo es un componente de la meditación, también lo son la oración diligente y fiel y el escuchar al Espíritu. En una revelación que nos fue dada mediante José Smith, el Señor nos dice: “… de cierto os digo, mis amigos, os dejo estas palabras para que las meditéis en vuestro corazón, junto con este mandamiento que os doy, de llamarme mientras estoy cerca. Allegaos a mí, y yo me allegaré a vosotros, buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá” (D. y C. 88:62-63).

La meditación hace que nuestros pensamientos se aparten de las cosas triviales de este mundo y nos acerca mas a la bondadosa mano de nuestro Creador que nos guía tiernamente si damos oído a la voz “apacible y delicada” del Espíritu Santo (véase 1 Reyes 19:12; 1 Nefi 17:45; D. y C. 85:6). En Doctrina y Convenios el Señor le habló a David Whitmer, diciendo:

“… tus pensamientos han estado en las cosas de la tierra mas que en las que son de … tu Creador … no has prestado atención a mi Espíritu …” (D. y C. 30:2).

El meditar en las cosas del Señor -Su palabra, Sus enseñanzas, Sus mandamientos, Su vida, Su amor, los dones que Él nos ha dado, Su expiación por nosotros- nos hace experimentar un inmenso sentimiento de gratitud por nuestro Salvador, así como por la vida y las bendiciones que Él nos ha dado.

Los meses recientes han dejado experiencias muy sensibles en familias que han vivido el dolor inherente al fallecimiento de un ser querido. Mientras la persona que va a fallecer se prepara para dejar la vida terrenal, sus familiares experimentan paz y están dispuestos a dejarla ir. Los miembros de la familia padecen el dolor de la separación, pero son reconfortados por la paz que emana de las bendiciones del sacerdocio, de las oraciones familiares y del conocimiento de la Resurrección que les garantiza que volverán a reunirse con ese ser querido en un futuro no muy distante. Su fe y la confianza que ponen en el Señor les ayuda a olvidarse de por que y de sí hubiera, y sienten el consuelo que brinda el Espíritu del Señor.

Nuestro Salvador conoce el corazón de cada uno de nosotros. Es consciente de los sufrimientos que padecemos. Si buscamos la verdad, desarrollamos fe en Él y, de ser necesario, nos arrepentimos sinceramente, experimentaremos un cambio espiritual en el corazón que sólo proviene de nuestro Salvador y nuestro corazón se renovara.

El arrepentimiento implica el reconocer que hemos actuado mal y que debemos arrepentirnos, el confesar nuestros pecados a la debida autoridad del sacerdocio, el restaurar todo aquello que se pueda restaurar y el resolver obedecer al Señor. El arrepentimiento trae aparejada la curación espiritual del alma. En un discurso que pronunció a los de su pueblo, el rey Benjamín dijo:

“De manera que si ese hombre no se arrepiente, y permanece y muere enemigo de Dios, las demandas de la divina justicia despiertan en su alma inmortal un vivo sentimiento de su propia culpa que lo hace retroceder de la presencia del Señor, y le llena el pecho de culpa, dolor y angustia, que es como un fuego inextinguible, cuya llama asciende para siempre jamas” (Mosíah 2:38).

Al experimentar yo mismo el dolor físico, pensé también en el dolor mas profundo y en la angustia que padece el alma. Pensé en el dolor que experimentó nuestro Salvador Jesucristo, no sólo el intenso y terrible dolor físico cuando fue levantado en la cruz, sino también el angustioso y atroz dolor causado por la desobediencia del genero humano.

El rey Benjamín profetizó lo siguiente sobre el Señor:

“Y he aquí, sufrirá tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aun más de lo que el hombre puede sufrir sin morir; pues he aquí, la sangre le brotara de cada poro, tan grande será su angustia por la iniquidad y abominaciones de su pueblo” (Mosíah 3: 7).

El dolor más grande y más intenso que padeció el Señor no fue físico: no fue el juicio, ni las burlas, ni los golpes ni el que hubiesen escupido en él; ni siquiera fue el haber sido traicionado por uno de sus amados discípulos o el haber sido rechazado por aquellos a quienes Él amaba, ni tampoco el acto físico de la crucifixión. A pesar de que todas estas cosas sucedieron y cada una de ellas fue muy dolorosa, el dolor más grande del Salvador durante la Expiación fue el que soportó para que el transgresor fuera sanado:

“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;

“Mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;

“padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu …” (D. y C.19: 16-18).

Resulta interesante advertir que, aparte del libro de Job y de lo que se dice en unos otros pocos lugares, se hace muy poca referencia en las Escrituras al dolor físico o mortal. Por lo general, el dolor que más se menciona en las Escrituras es el dolor y la angustia del Señor y de Sus profetas por las almas desobedientes.

Alma, hijo, nos ofrece un vivido ejemplo en el relato de su conversión. Alma había sido rebelde, tanto así que el y los hijos de Mosíah trataron “de destruir la iglesia de Dios” (Alma 36:6). Imaginen el dolor y el disgusto de los padres de Alma y, mas trascendentalmente todavía, los de nuestro Padre Celestial y de Jesucristo, quienes al final enviaron a un ángel para que le dijera: “A menos que tu, por ti mismo, quieras ser destruido, no trates mas de destruir la iglesia de Dios” (Alma 36:9). De por si ya era doloroso que Alma hubiera escogido la desobediencia, pero además hacia que otras personas se rebelaran contra la palabra de Dios.

Alma describió lo que sintió cuando vio y oyó al ángel. Dijo que al recordar su rebelión y todos sus pecados e iniquidades, fue “atormentado con las penas del infierno” (Alma 36:13). El pesar de Alma excedió al dolor físico, lo “martirizaba un tormento eterno” (Alma 36:12) debido a su desobediencia y rebelión contra Dios.

Tras reconocer la gravedad de sus pecados, se volvió a Dios y dijo: “… no podía haber cosa tan intensa ni tan amarga como mis dolores … por otra parte no puede haber cosa tan intensa y dulce como lo fue mi gozo” (Alma 36:21).

Su gozo fue el producto de su arrepentimiento contrito. Desde entonces, Alma y todos los que habían estado con él, incluso los hijos de Mosíah, trataron de “reparar todos los danos que habían causado a la iglesia, confesando todos sus pecados …” (Mosíah 27:35) y trayendo almas a Cristo.

Solo por medio del arrepentimiento y de la suplica del perdón del Señor pudo Alma dejar su dolor atrás y recibir el gozo y la luz del Evangelio. El Señor enseñó a los nefitas que el conocimiento de la verdad, la fe diligente y el verdadero arrepentimiento producen un cambio en el corazón. Alma experimento un potente cambio en su corazón.

En esta vida mortal, cada uno de nosotros va a padecer dolor de una manera o de otra. Es posible que el dolor sea el resultado de un accidente o de un mal estado de salud. Podemos sentir el hondo dolor que resulta de la perdida de un ser querido o de la perdida del afecto de alguien a quien queramos mucho. Es posible que el dolor derive del sentirse uno solo o deprimido. A menudo viene como resultado de nuestra desobediencia a los mandamientos de Dios, pero también lo sufren aquellos que están haciendo todo lo posible por mantener su vida en armonía

Las Escrituras nos enseñan que hay “oposición en todas las cosas” (2 Nefi 2:11). Así como todos los mortales pasamos por momentos de dicha y felicidad, también padecemos el dolor. ¿Cómo podemos entender esos momentos de la vida cuando experimentamos dolor físico o emocional?

El presidente Spencer W. Kimball dijo:

“Desde antes de nacer, sabíamos que vendríamos a la tierra para recibir un cuerpo y vivir experiencias, y que íbamos a tener dichas y pesares, incomodidad y comodidad, momentos placenteros y momentos difíciles, salud y enfermedad, éxito y desilusiones, y también sabíamos que un día moriríamos. Nosotros aceptamos todas esas eventualidades con un corazón dispuesto a hacer frente a lo favorable y a lo desfavorable. … Estuvimos dispuestos a venir y vivir la vida tal cual se nos presentara” (“Tragedy or Destiny”, lmprovement Era, marzo de 1966, página 217).

El élder Orson F. Whitney escribió:

“Ningún dolor padecido, ninguna prueba experimentada carece de valor. De cada circunstancia aprendemos algo, contribuye al desarrollo de cualidades tales como la paciencia, la fe, la fortaleza y la humildad. Todo lo que sufrimos y todo lo que soportamos, sobre todo cuando lo hacemos pacientemente, edifica nuestro carácter, nos purifica el corazón, nos magnifica el alma y nos hace más sensibles y más caritativos, más dignos de ser llamados hijos de Dios … y es mediante los pesares y el sufrimiento que adquirimos la instrucción por la cual vinimos acá” (citado en Improvement Era, marzo de 1966, página 211).

Cuando estamos padeciendo dolor, la persona que nos cuida es una parte muy importante del proceso de recuperación. Los médicos, las enfermeras, los técnicos terapeutas, el amoroso cónyuge, los padres, los hijos y los amigos, todos ellos nos dan consuelo cuando estamos enfermos y aceleran el proceso de nuestra recuperación. Hay ocasiones en las que, no importa cuan independientes seamos, tendremos que confiar nuestro cuidado a otras personas. Debemos ponernos en sus manos. Aquellos que nos cuidan son quienes contribuyen al proceso de la curación.

El Señor es el más grande de todos los que nos cuidan. Debemos ponernos en Sus manos. Al hacerlo, nos desprendemos de lo que sea que este causando nuestro dolor y dejamos todo a Su cuidado. “Echa sobre Jehová tu carga, y el te sustentara” (Salmos 55:22). “… Y entonces Dios os conceda que sean ligeras vuestras cargas mediante el gozo de su Hijo …” (Alma 33:23). Mediante la fe y la confianza en el Señor y la obediencia a Sus consejos, nos ganamos el derecho a participar de la expiación de Jesucristo a fin de que un día volvamos a vivir con Él.

Al poner nuestra fe y confianza en el Señor, debemos luchar contra el dolor día tras día y a veces hora tras hora y hasta minuto a minuto; pero en su debido momento llegamos a entender ese maravilloso consejo dado al profeta José Smith mientras luchaba contra su dolor de sentirse olvidado y aislado en la cárcel de Liberty:

“Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán mas que por un breve momento; y entonces, si lo sobrellevas bien, Dios te exaltara; triunfaras sobre todos tus enemigos” (D. y C. 121:7-8).

Mis queridos hermanos y hermanas, cuando les sobrevengan en la vida el dolor, pruebas y tribulaciones, acérquense al Salvador. “Esperaré a Jehová… en él confiaré” (Isaías 8.17; 2 Nefi 18 17), “pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantaran alas como las águilas; correrán, y no se cansaran; caminaran, y no se fatigarán” (Isaías 40:31). La curación viene en el tiempo del Señor y según la manera del Señor; sean pacientes.

Nuestro Salvador espera que vengamos a Él por medio del estudio de las Escrituras, de la meditación y de la oración a nuestro Padre Celestial. El superar la adversidad trae consigo grandes bendiciones e importantes lecciones. Al ser fortalecidos y sanados, quedamos en condiciones de socorrer y fortalecer a los demás con nuestra fe. Que seamos instrumentos en las manos del Señor para ser una bendición en la vida de las personas que padecen dolor. Les doy mi testimonio de que Dios vive y de que Jesús es el Cristo, y de que La espera que vengamos a Él para darnos consejo y cuidarnos con amor y compasión. Que las bendiciones del Señor estén sobre cada uno de nosotros al enfrentarnos a las tribulaciones que nos presenta la vida tanto a nosotros personalmente como a nuestros seres queridos, ruego, en el nombre de Jesucristo. Amén.