1990–1999
Una Visión Eterna
Octubre 1993


Una Visión Eterna

“Extiendan su visión y reconozcan que tienen parentesco con Dios; eleven la vista y vivan dignos del sacerdocio que poseen.”

Siervo y servicio son palabras comunes en la Iglesia restaurada.

Alguien dijo: “El que no vive para servir no sirve para vivir”. Palabras sabias que se aplican a todo poseedor del sacerdocio. Una palabra que describe el sacerdocio es servicio; literalmente, todo hombre que recibe el sacerdocio es “llamado a servir”. El apóstol Pedro dijo que ustedes eran “… linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:9). Ilustraré este concepto con un relato de la vida real.

María Coj era una joven miembro de la Iglesia que tenía 17 años y era la mayor de 8 hermanos. Había contraído una infección parasitaria, cisticercosis, al comer alimentos contaminados. Con el tiempo, el parásito en estado embrional formó un quiste en el cerebro de la jovencita, provocándole terribles dolores de cabeza y luego ceguera. Para aliviarle los dolores, fue necesario trasladarla desde su pueblo, Sololá, a la ciudad de Guatemala. Allí se agravó a causa de fuertes convulsiones por lo avanzado de la enfermedad. La mantenían con vida en un respirador artificial; evidentemente, no viviría mucho tiempo en esas condiciones.

Simultáneamente, Erika Alonzo, una niña miembro de la Iglesia de 12 años y parcialmente ciega, viajaba 22 horas en autobús desde Honduras a Guatemala para operarse de los ojos. Durante dos semanas esperó que llegara de los Estados Unidos una córnea joven para recibir el trasplante, pero no se conseguían. En esos días falleció María. Como la ceguera de la joven había sido causada por la presión del quiste en el cerebro, sus córneas eran sanas. Los padres de María autorizaron la donación. La operación tuvo éxito y el 12 de julio de 1993, Erika fue a Sololá a conocer a la familia Coj.

Asombrados, le preguntaron: “¿puedes ver?”, y ella les contestó: “Sí, veo todo con claridad”. Fue un encuentro muy espiritual. La hermana Coj, que no entendía mucho español porque su lengua madre es el cakchiquel, sintió de todos modos el espíritu y el amor que reinaba mientras conversaban. Gracias a la donación de la córnea de su hija, Erika ahora puede ver y disfrutar de cuanto la rodea. La muerte de una persona y el amor de sus padres fueron una bendición en la vida de otra. El milagro de la medicina actual de que alguien pueda ver con los ojos de otra persona es una asombrosa realidad.

Espiritualmente hablando, todos ustedes, jóvenes del Sacerdocio Aarónico, a través de los ojos de sus fieles padres, maestros, obispo, Apóstoles y profetas, pueden contemplar las bendiciones de esta vida y de la eternidad. Pueden descubrir así que, por medio de las donaciones pequeñas de tiempo, a diario, como el estudio de las Escrituras, la oración y la meditación, ellos les enseñarán que ustedes tienen algo divino en su interior.

Extiendan su visión y reconozcan que tienen parentesco con Dios; eleven la vista y vivan dignos del sacerdocio que poseen. Aprendan en la juventud a controlar sus pasiones, deseos y apetitos.

Prepárense seriamente para cumplir con la gloriosa responsabilidad de predicar las buenas nuevas de la Restauración, las cuales son: que Jesús es el Cristo y que no hay otro nombre dado en el cual haya salvación, que José Smith fue un profeta que, guiado por mensajeros divinos, restauró con poder y autoridad todas las ordenanzas y convenios que se encuentran en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días. En todo poseedor

del sacerdocio debe arder la convicción personal de que la misión de Jesucristo fue única: como Hijo de un Padre Celestial Eterno y de una madre mortal especialmente escogida, llegó a ser el Unigénito, el Hijo de Dios, lo cual lo calificó para ser el Mediador, el Salvador y el Redentor del género humano.

Aunque lo calumniaron, escupieron, golpearon, azotaron y humillaron, permaneció “como una oveja muda ante sus escarnecedores” (Isaías 53:7). Murió a una edad temprana; era joven y fuerte, de sabiduría ¡limitada; cuando ustedes tengan 33 años lo comprenderán mejor. Su sacrificio fue doloroso pero imprescindible. Fue el primero que resucitó revestido de gloria y vida eterna.

La expiación del Hijo de Dios abrió la posibilidad para que todo el género humano pudiese volver a la presencia del Padre. Ahora nos dice que lo sigamos y que hagamos las cosas que le hemos visto hacer (véase 2 Nefi 31:12). Ahora, ustedes tienen el privilegio de servir dos años como misioneros con la única mira de glorificar a Dios y de edificar Su Reino (véase D. y C. 4:5). Durante ese tiempo, Cristo les refinará el espíritu, les moldeará el carácter e implantará en sus corazones los principios que les permitirán vivir con rectitud y gozo en esta vida y por la eternidad.

Puede que piensen que van a sacrificar mucho al alejarse de su familia o al dejar a un lado la educación, o incluso al dejar una vida cómoda. Otros tal vez se quejen de que la vida misional es rigurosa; sin embargo, los miles que ya han servido les testificarán que, al contar sus bendiciones, se han dado cuenta de que en realidad no han sacrificado nada.

Permítanme compartir con ustedes una experiencia de fe. El élder Hermelindo Coy era hijo único. Salió de su aldea, Senahú, por primera vez en su vida para entrar en el Centro de Capacitación Misional el 14 de marzo de 1991, y dejó sola a su mamá. Aunque tenía sólo dos años de ser miembro de la Iglesia y era muy tímido para hablar con la gente, su determinación de servir era grande. Había cursado menos de cinco años de escuela primaria en su idioma nativo kekchí, y el idioma oficial de Guatemala, el español, era una lengua extraña para él.

Durante su misión aprendió a vivir con dolor en una pierna y rara vez se quejaba. En agosto de 1992, además de sentir más dolor, notó que tenía algo anormal en la rodilla. Un examen médico diagnosticó que tenía cáncer en los huesos. Un estudio más minucioso reveló que el cáncer se había reproducido en el hígado, los pulmones y en el sistema linfático. En otras palabras, su enfermedad no tenía cura. El no entendía cuál era el problema ni la cansa ni la gravedad del mismo. Con la ayuda de un intérprete y con ejemplos de la vida del campo, se le ayudó a comprender que tenía poco tiempo de vida.

Nunca preguntó: ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? No se lamentó ni expresó sentimientos negativos. Fue obediente a todo lo que se requirió de él. Se le preguntó si deseaba volver a casa, pero él pidió quedarse en la misión hasta donde le fuera posible servir, o hasta que muriera.

Para octubre de ese mismo año ya caminaba con dificultad y requería la ayuda de un bastón; sólo podía trabajar algunas horas al día; en diciembre ya no podía caminar. Fue la primera vez que se sintió desanimado porque no podía trabajar. Su preocupación siempre había sido que quién cuidaría de su madre cuando él muriera.

En una de sus visitas, el presidente de misión le pidió que enseñara la doctrina básica de la Iglesia a su mamá, quien, junto con las misioneras de bienestar, permanecían con él las 24 horas del día. Cuando le enseñó a su mamá el plan de salvación en su lengua nativa, irradiaba seguridad y luz; enseñaba con poder y convicción.

A medida que sus fuerzas se agotaban, tenía más y más confianza en el Señor. En una ocasión en que el dolor era muy intenso, expresó en una oración: “Padre Celestial, yo no sé el día ni la hora en que moriré, pero espero que pronto me digas cuál va a ser mi nueva asignación”.

Murió en febrero de 1993. Su ejemplo fue una bendición para todos los misioneros, los líderes, los miembros e incluso los que no eran miembros que se enteraron de su valor y de su perseverancia hasta el fin. Su fe era tan simple que se contagiaba. Nunca temió la muerte y fortaleció a todos los que lo conocieron.

Mis queridos jóvenes, les prometo que si sirven con la misma fe que lo hizo el élder Coy, y si aceptan mirar

a través de los ojos de sus padres y líderes que los aman, tendrán un testimonio más fuerte, verán más allá de lo que ven ahora e iluminarán a los que ahora están espiritualmente ciegos y los prepararán para volver a Cristo. Levántense y hagan brillar su luz, sean como los más de 49.000 misioneros que hoy llevan luz, esperanza y conocimiento a los que lo necesitan. Agrego mi testimonio a los demás, de la divinidad de esta obra, en el nombre de Jesucristo. Amén.