1990–1999
Acerquémonos a Dios
Abril 1991


Acerquémonos a Dios

“Si queremos que las palabras del Evangelio de Jesucristo tengan influencia en nosotros, debemos creer en Dios, debemos desear estar con El y debemos sentir la necesidad de ser purificados para regresar a su presencia.”

A diario hablamos con personas que dicen que Dios no existe o que se encuentra muy distante. Un día en que viajaba en avión empecé a conversar con una señora que se encontraba sentada al lado mío; note que tenía dificultades para entenderme, aunque yo a la vez tenía el mismo problema debido a que ella hablaba inglés con un acento bastante marcado. No obstante, respondiendo a la pregunta que le había hecho, me contó que regresaba al pueblo donde había nacido para asistir a un recordatorio religioso de la muerte de su padre, quien había fallecido hacia muchos años. Había realizado el mismo viaje a los tres, siete, trece y diecisiete años del aniversario de su muerte, y en esa ocasión, volvía otra vez.

Le dije que admiraba la devoción que tenía por su padre y comento suavemente que creía en el respeto que se les debe a los antepasados. Le pregunte si su familia asistía a alguna iglesia, y sonriendo replico: “No, solo vamos a la iglesia cuando alguien muere”. Le pregunte si creía en un dios y respondió que si; le pregunte si creía que el estaba cerca y dijo: “No, porque si fuera así, podríamos decirle ‘ven’ cuando lo necesitáramos”. Le pregunte que quien creía ella que era Dios. Su respuesta suave y vacilante fue: “Creo que es como uno de nuestros antepasados distantes”.

La señora hubiera necesitado escuchar las palabras que hemos escuchado pronunciar aquí: Jesucristo, la caída de Adán, la Expiación, la Resurrección, el arrepentimiento, la vida eterna y el amor puro de Dios. Sin embargo, me di cuenta de que esas palabras no tendrían mucho significado para ella, y entonces recordé y comprendí la fuerza que tienen las palabras que el presidente Kimball escribió al principio de su libro, El Milagro del Perdón. Tal vez recordéis esa advertencia:

“Este libro presupone una creencia en Dios y en el noble propósito de la vida. Sin Dios, el arrepentimiento tendría poco significado, y el perdón seria al mismo tiempo innecesario e irreal. Si no hubiera Dios, la vida ciertamente carecería de significado … podríamos hallar justificación en un afán de vivir

solamente para hoy, de ‘comer, beber y divertirse’, de disipar, de satisfacer todo deseo mundano. Si no hubiera Dios no habría redención, ni resurrección, ni eternidades futuras y, consiguientemente, no habría esperanza” (Spencer W. Kimball, El Milagro del Perdón, págs. 3 4).

Las palabras del presidente Kimball me hicieron reflexionar no sobre la diferencia que existía entre la señora y yo, sino en lo mucho que nos parecíamos. Dios es nuestro antepasado, no lejano, sino muy cercano. Es el Padre de nuestros espíritus y nosotros somos Sus hijos; aunque, al igual que la señora, a veces nos sentimos muy alejados de El. Pero, si queremos que las palabras del Evangelio de Jesucristo tengan influencia en nosotros, debemos creer en Dios, debemos desear estar con El y debemos sentir la necesidad de ser purificados para regresar a su presencia.

El día llegará en que lo volveremos a ver. El presidente Benson lo dijo en estas palabras: “Nada nos va a sorprender tanto, cuando pasemos al otro lado del velo, como el darnos cuenta de lo bien que conocemos a nuestro Padre y cuan familiar nos es su rostro” (presidente Ezra Taft Benson, Speeches of the Year, 1974).

Aunque lo que el presidente Benson ha dicho se hará realidad en el futuro, necesitamos sentir ahora que Dios nos conoce y nos ama individualmente. A veces hemos sentido cerca de nosotros la presencia de Dios, nuestro Padre, y que somos Sus hijos. Es posible sentir esos momentos con mas frecuencia. Hay una forma sencilla de entender este concepto.

Si deseáramos sentirnos cerca de alguien a quien amamos, pero de quien estamos separados, sabríamos hacerlo. Encontraríamos la manera de hablarle, de escucharle y hallaríamos la forma de hacer algo el uno por el otro. Cuanto mas a menudo lo hiciéramos, tanto mas profundo seria el vínculo del afecto que nos uniría. En cambio, si pasara mucho tiempo sin hablarnos, escucharnos y sin hacer nada el uno por el otro, el vínculo se debilitaría.

Dios es perfecto y omnipotente, y vosotros como yo somos tan sólo mortales. Pero El es nuestro Padre, nos ama y nos ofrece la misma oportunidad de acercarnos a El como lo haría un buen amigo: hablando con El, escuchándole y actuando en consecuencia.

Nuestro Padre Celestial no sólo nos ha instado a que le hablemos, sino que nos lo ha mandado. Y como sucede siempre que nos da un mandamiento, también nos ha hecho una promesa.

En la sección 19 de Doctrina y Convenios, el Señor nos dice:

“Ora siempre, y derramaré mi Espíritu sobre ti, y grande será tu bendición, si, mas grande que si lograras los tesoros de la tierra y la corrupción en medida correspondiente .

“He aquí, ¿puedes leer esto sin regocijarte y exaltarse tu corazón de alegría?

“¿O puedes seguir errando como guía ciego?

“¿O puedes ser humilde y manso, y conducirte prudentemente delante de mi? Si, ven a mi, tu Salvador. Amen” (D. y C. 19:38-41).

En este pasaje de las Escrituras, al igual que en otros, se nos pone claramente de manifiesto la frecuencia con que debemos hablarle a Dios: en forma regular, con palabras; y constantemente, con el pensamiento. Cuando el Salvador se le apareció al pueblo de este continente, después de Su resurrección, les enseñó la forma en que debían orar, y utilizó las siguientes palabras: “orar siempre”. Eso no significa de vez en cuando ni sólo cuando deseamos hacerlo; escuchad lo que les dijo:

“Por tanto, benditos sois vosotros, si guardáis mis mandamientos que el Padre me ha mandado que os de.

“De cierto, de cierto os digo que debéis velar y orar siempre, no sea que el diablo os tiente, y seáis llevados cautivos por el.

“Y así como he orado entre vosotros, así oraréis en mi iglesia, entre los de mi pueblo que se arrepientan y se bauticen en mi nombre. He aquí, yo soy la luz; yo os he dado el ejemplo” (3 Nefi 18: 14-16).

Debemos escuchar con sumo cuidado. Os testifico que al escuchar el pasaje que acabo de leeros habéis escuchado las palabras de Cristo, y es la verdad. Jesucristo habla las palabras del Padre; por lo tanto, al leer o escuchar los pasajes de las Escrituras, estáis escuchando las respuestas que Dios os da.

Hay otra manera de escuchar a Dios y muchos de nosotros habremos escuchado hoy contestaciones a nuestras oraciones. Os doy mi testimonio de que en esta conferencia hemos escuchado las voces de Apóstoles y Profetas del Señor Jesucristo. El Señor ha dicho de ellos, cuando hablan por medio de Su inspiración:

“Lo que yo, el Señor he dicho, yo lo he dicho, y no me disculpo; y aunque pasaren los cielos y la tierra,

mi palabra no pasara, sino que toda será cumplida, sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo.

“Porque he aquí, el Señor es Dios, y el Espíritu da testimonio, y el testimonio es verdadero, y la verdad permanece para siempre jamas. Amen” (D. y C. 1:38-39).

Al leer las Escrituras, al escuchar a los siervos autorizados del Señor y cuando Dios nos hable directamente al corazón, será el Espíritu quien testifique a nuestro corazón. Podremos escuchar y oír, si creemos que las Escrituras son precisas cuando describen al Espíritu Santo de la siguiente manera:

“Si, así dice la voz quieta y apacible que a través de todas las cosas susurra y penetra, y a menudo hace estremecer mis huesos mientras se manifiesta …” (D. y C. 85:6.)

Os doy mi testimonio personal, que es una voz suave, que susurra y no grita, y esa es la razón por la cual es preciso que interiormente guardemos silencio. Es por eso que prudentemente ayunamos cuando deseamos escucharla; y que la escuchamos mejor cuando pensamos: “Padre, … no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Sentiremos que deseamos hacer Su voluntad. Entonces, la voz pequeña y apacible parecerá penetrarnos, nos hará estremecer hasta los huesos, con mayor frecuencia aun hará que arda nuestro corazón dentro de nosotros, suavemente, pero con un ardor que nos elevara y nos dará la confirmación de lo que deseamos saber.

Luego de escucharla, nos pondremos inmediatamente en acción, ya que cuando escuchamos Su voz por medio del Espíritu, sentimos siempre la imperiosa necesidad de hacer algo al respecto. No debemos sorprendernos si las instrucciones parecen ir acompañadas de una reprimenda.

Preferiríamos que Dios simplemente nos dijera lo bien que estamos actuando. Pero El nos ama, quiere que estemos a Su lado y sabe que debemos experimentar un gran cambio en nuestros corazones, por medio de la fe en el Señor Jesucristo, un arrepentimiento humilde y haciendo y guardando convenios sagrados con El. Es por eso que en el libro de Proverbios se encuentra lo siguiente:

“No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová,

Ni te fatigues de su corrección;

“Porque Jehová al que ama castiga,

Como el padre al hijo a quien quiere” (Proverbios 3: 11-12) .

Al haber escuchado aquí a los siervos de Dios, hemos sentido en nuestro corazón el impulso de hacer algo. Podríamos reaccionar con un corazón endurecido y decir: “¿Por que me llama un hombre imperfecto al arrepentimiento?” O en vez de eso podríamos escuchar la invitación amorosa de nuestro Padre Celestial, quien se sintió complacido cuando estábamos en Su presencia y se complace ante la posibilidad de que aceptemos Su amorosa corrección.

Nos daremos cuenta de algo mas en el modelo de corrección que hemos sentido. ¿Habéis notado que también es una petición de que hagamos algo por otra persona? Eso no debe sorprendernos, ya que Dios ama a Sus hijos, y estos padecen de grandes necesidades. Todo pertenece a Dios; por lo tanto, no es mucho lo que podemos darle luego de haberle ofrecido un corazón arrepentido; pero podemos ser bondadosos con Sus hijos. Si vosotros fueseis mis amigos aquí en la tierra, os ganaríais mi corazón si fuerais bondadosos con mis hijos. Dios nos ama mas de lo que pudiera amarnos cualquier padre terrenal; por lo tanto, imaginaos lo que significa para El que hagamos algo por Sus otros hijos.

Por mas que tratemos de hacer todo lo que este a nuestro alcance por nuestro Padre Celestial-orar, escucharle y obedecerle todos los días de nuestra vida-, hallaremos que El es mucho más generoso de lo que nosotros jamas podremos llegar a ser. Las siguientes palabras del rey Benjamín corroboran este principio:

“… el requiere que hagáis lo que os ha mandado, por lo que, si lo hacéis, el os bendice inmediatamente; y por tanto, os ha pagado. Y aun les sois deudores; y les sois y les seréis para siempre jamas; así pues, ¿de que tenéis que jactaros?” (Mosíah 2:24.)

Aun el Salvador del mundo, al estar en la cruz, sintió que Su Padre lo había abandonado. Tendremos momentos y tal vez estos sean prolongados, de sentirnos abandonados o separados de El, no obstante, sabemos la forma de acercarnos a Dios. El rey Benjamín nos enseña la forma de lograrlo:

“Yo os digo: Quisiera que os acordaseis de siempre conservar escrito este nombre en vuestros corazones para que no os halléis a la izquierda de Dios, sino que oigáis y conozcáis la voz por la cual seréis llamados, y también el nombre por el cual el os llamara.

“Porque ¿como conoce un hombre al amo a quien no ha servido, que es un extraño para el, y se halla lejos de los pensamientos y de las intenciones de su corazón?” (Mosíah 5:12-13.)

Quedaremos sorprendidos, así como nos lo dijo el presidente Benson, al darnos cuenta de cuan familiar será para nosotros el rostro de nuestro Padre Celestial. Y cuando lo veamos, reconoceremos Su voz, porque habremos orado, escuchado y obedecido; y habremos llegado a conocer y a participar de los pensamientos e intenciones de Su corazón. Nos habremos acercado mas a El.

Ruego que así sea, en el nombre de Jesucristo. Amen.