Renacimiento del matrimonio: Llegar a ser uno


El siguiente es el texto del discurso del presidente Henry B. Eyring, de la Primera Presidencia, dado el 18 de noviembre de 2014, durante el Coloquio internacional sobre la complementariedad del hombre y la mujer en la Ciudad del Vaticano, Roma.


 

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Me siento agradecido de haber sido invitado a ser testigo en este coloquio. Me siento especialmente agradecido por la oportunidad de declarar que un hombre y una mujer, unidos en matrimonio, tienen un poder trascendente para crear felicidad para sí mismos, para su familia y para las personas que les rodean.

Soy testigo del poder de la unión de un hombre y una mujer en el matrimonio para producir la felicidad del uno para el otro y para su familia. La evidencia que les ofrezco es personal, sin embargo, confío en que mis palabras les recuerden que señalan una verdad general que va más allá de la experiencia de una pareja y de una familia.

La evidencia que les ofrezco comienza cuando yo era soltero, viviendo solo sin ningún familiar cerca mío. Pensaba que era feliz y estaba satisfecho con mi vida. Era estudiante de doctorado en la Universidad Harvard, en Cambridge, Massachusetts. Mi trabajo de investigación iba bien, prestaba servicio a los demás por medio de mi Iglesia, y tenía tiempo para jugar al tenis con frecuencia.

Una asignación en mi Iglesia me llevó a una reunión por la mañana en una arboleda en New Hampshire. Al término de la reunión vi entre la multitud a una joven. Nunca antes la había visto, pero me embargó el sentimiento de que ella era la mejor persona que jamás había visto. Esa noche ella entró a nuestra reunión de la Iglesia en Cambridge. Otro pensamiento vino a mi mente con gran poder: “Si sólo pudiera estar con ella, podría llegar a ser todo lo bueno que yo siempre quise ser”. Dije al hombre sentado a mi lado: “¿Ve a esa joven? Daría todo lo que fuera para casarme con ella”.

Nos casamos un año después de la primera vez que la vi. La boda se celebró en un templo de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Las palabras pronunciadas en la ceremonia incluyeron la promesa de que podríamos ser esposo y esposa en esta vida y por la eternidad. La promesa incluía que nuestra descendencia estaría unida a nosotros para siempre si vivíamos dignos de esa felicidad. Se nos prometió que después de esta vida, podríamos seguir disfrutando de cualquier amorosa sociabilidad familiar que pudiésemos crear en la vida.

Mi esposa y yo creímos en esas promesas, y queríamos esa felicidad. Así que actuamos para hacerla posible a través de la gran variedad de circunstancias de la vida. Hubo enfermedad y salud, lucha y algo de prosperidad, el nacimiento de seis hijos y con el tiempo, el nacimiento de 31 nietos, y el día en el que llegué aquí me avisaron que tenía un primer bisnieto. Aún con todos los cambios, hubo constancia desde ese día hace más de 52 años de la boda.

Más notable para mí ha sido el cumplimiento de la esperanza que sentí el día en que conocí a mi esposa. He llegado a ser mejor persona al haberla amado y vivido con ella. Nos hemos complementado más allá de cualquier cosa que me hubiera imaginado. Su capacidad de nutrir a otras personas creció en mí cuando llegamos a ser uno. Mi capacidad para planificar, dirigir y guiar nuestra familia creció en ella al estar unidos en matrimonio. Me doy cuenta ahora de que hemos crecido juntos al llegar a ser uno, elevándonos y formándonos el uno al otro, año tras año. Al absorber fortaleza el uno del otro, no disminuyeron nuestros dones personales.

Nuestras diferencias se combinaron como si hubieran sido diseñadas para crear un conjunto mejor. En lugar de dividirnos, nuestras diferencias nos unieron. Por encima de todo, nuestras habilidades únicas permitieron convertirnos en copartícipes con Dios en la creación de vida humana. La felicidad que provino al llegar a ser uno edificó tal fe en nuestros hijos y nietos que el matrimonio podría ser una continua fuente de satisfacción para ellos y sus familias.

Ustedes han visto suficiente infelicidad en matrimonios y familias como para preguntarse porqué algunos matrimonios producen felicidad, mientras que otros crean infelicidad. Muchos factores marcan una diferencia, pero para mí hay uno que se destaca.

Donde hay egoísmo, las diferencias naturales de los hombres y las mujeres a menudo dividen. Donde hay generosidad, las diferencias llegan a ser complementarias y ofrecen oportunidades de ayudarse y edificarse mutuamente. Los cónyuges y los miembros de la familias pueden elevarse unos a otros y ascender juntos si se preocupan más por los intereses del otro que de sus propios intereses.

Si la abnegación es la clave para un matrimonio complementario entre un hombre y una mujer, sabemos lo que debemos hacer para ayudar a crear un renacimiento de matrimonios y vida familiar exitosos.

Debemos encontrar maneras de guiar a las personas a edificar una fe que reemplace su propio interés natural con sentimientos profundos y duraderos de caridad y benevolencia. Con ese cambio y sólo entonces, las personas podrán hacer sacrificios desinteresados y necesarios continuamente para un matrimonio y vida familiar felices, y hacerlo con una sonrisa.

El cambio que se necesita es más en el corazón de las personas que en sus mentes. La lógica más persuasiva no será suficiente, a menos que ayude a ablandar los corazones. Por ejemplo, es importante que los hombres y las mujeres sean fieles a un cónyuge y a una familia. Pero en un momento de intensa tentación de traicionar su confianza, sólo los poderosos sentimientos de amor y lealtad serán suficientes.

Es por eso que las siguientes pautas se encuentran en “La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, publicada en 1995 por la Primera Presidencia y el Quórum de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días:

“El esposo y la esposa tienen la solemne responsabilidad de amarse y de cuidarse el uno al otro, así como a sus hijos. ‘…herencia de Jehová son los hijos’ (Salmos 127:3). Los padres tienen el deber sagrado de criar a sus hijos con amor y rectitud, de proveer para sus necesidades físicas y espirituales, y de enseñarles a amarse y a servirse el uno al otro, a observar los mandamientos de Dios y a ser ciudadanos respetuosos de la ley dondequiera que vivan. Los esposos y las esposas, las madres y los padres, serán responsables ante Dios del cumplimiento de estas obligaciones.

“La familia es ordenada por Dios. El matrimonio entre el hombre y la mujer es esencial para Su plan eterno. Los hijos merecen nacer dentro de los lazos del matrimonio y ser criados por un padre y una madre que honran sus votos matrimoniales con completa fidelidad. La felicidad en la vida familiar tiene mayor probabilidad de lograrse cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo. Los matrimonios y las familias que logran tener éxito se establecen y se mantienen sobre los principios de la fe, de la oración, del arrepentimiento, del perdón, del respeto, del amor, de la compasión, del trabajo y de las actividades recreativas edificantes. Por designio divino, el padre debe presidir la familia con amor y rectitud y es responsable de proveer las cosas necesarias de la vida para su familia y de proporcionarle protección. La madre es principalmente responsable del cuidado de sus hijos. En estas sagradas responsabilidades, el padre y la madre, como compañeros iguales, están obligados a ayudarse el uno al otro. La discapacidad, la muerte u otras circunstancias pueden requerir una adaptación individual. Otros familiares deben brindar apoyo cuando sea necesario1.

Éstas son cosas que las personas deben hacer para que tengamos un renacimiento de matrimonios felices y familias productivas. Tal renacimiento requerirá que las personas traten de esforzarse por lo que es ideal y de seguir adelante incluso cuando el resultado feliz sea lento en llegar y cuando fuertes corrientes ridiculicen el esfuerzo.

Podemos y debemos defender y proteger la institución del matrimonio entre un hombre y una mujer. El profesor Lynn Wardle ha dicho: “La tarea que enfrentamos no es sólo para personas que desean esforzarse en los momentos convenientes o que desean hacerlo por un corto tiempo y después renunciar”2. Gordon B. Hinckley, quien fuera presidente de nuestra Iglesia, ofreció un consejo similar, así como aliento, al decir: “Nosotros no podemos lograr un cambio en un día, un mes o un año. Pero con suficiente esfuerzo, podemos comenzar un cambio dentro de una generación y lograr maravillas dentro de dos generaciones”3.

En la actualidad más de 1 millón de miembros de nuestra Iglesia en los Estados Unidos reúnen a su familia todos los días para orar. Cuarenta y un mil familias en México leen individualmente las Escrituras de una a tres veces por semana. Setenta mil familias en Brasil se reúnen individualmente dos o tres veces al mes para una noche de oración, adoración y lectura de las Escrituras4.

Esas cifras son pequeñas cuando se piensa en los miles de millones de padres y familias por los que nuestro Padre Celestial vela en este mundo. Pero si la unión familiar pasa a través de sólo algunas generaciones, la felicidad y la paz crecerán de manera exponencial en la familia mundial de Dios.

A medida que trabajemos para edificar y alentar a los matrimonios fieles y amorosos, donde los hombres y las mujeres lleguen a ser uno y nutran a sus familias, el Señor multiplicará nuestros esfuerzos. Al unirnos en esta obra, les prometo un progreso hacia ese feliz resultado. En el nombre de Jesucristo, a quien yo sirvo y de quien soy testigo. Amén.


1“La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, Liahona, noviembre de 2010, pág. 129; ChurchofJesusChrist.org/topics/family-proclamation?lang=spa.

2 Lynn D. Wardle, “The Attack on Marriage as the Union of a Man and a Woman”, North Dakota Law Review, vol. 83:1387.

3 Gordon B. Hinckley, Standing for something, 2000, pág. 170.

4 División de Información de Investigaciones de la Iglesia SUD, Member Trends Surveys, 2005 a 2013; Servicios de Publicación SUD; Richard J. McClendon y Bruce A. Chadwick, “Latter-day Saint Families at the Dawn of the Twenty-First Century”, en Craig H. Hart y otros., editores, Helping and Healing our Families, 2005.