2010–2019
¡Oh cuán grande es el plan de nuestro Dios!
Octubre de 2016


¡Oh cuán grande es el plan de nuestro Dios!

Estamos rodeados de una riqueza de luz y verdad tan extraordinaria que me pregunto si realmente apreciamos lo que tenemos.

Qué bendecidos somos de reunirnos nuevamente en esta conferencia mundial bajo la dirección y el liderazgo de nuestro querido profeta y presidente, Thomas S. Monson. Presidente, lo amamos y lo apoyamos con todo el corazón.

Durante mi vida profesional como piloto, dependía mucho de la precisión y confiabilidad de sistemas computarizados, pero rara vez tuve que usar mi computadora personal. En mi trabajo de oficina como ejecutivo, tenía asistentes y secretarias que amablemente me ayudaban con las tareas.

Todo eso cambió en 1994, cuando fui llamado como Autoridad General. Mi llamamiento consistía en muchas oportunidades maravillosas de ministrar, pero también incluía mucho trabajo de oficina para la Iglesia; más de lo que imaginé que fuera posible.

Para mi asombro, la herramienta principal para mantenerme organizado en mi trabajo era mi computadora personal.

Por primera vez en la vida, tuve que zambullirme en ese extraño, desconcertante e incomprensible mundo.

Desde un principio, la computadora y yo no nos llevábamos muy bien.

Personas expertas en tecnología intentaron enseñarme a usar la computadora. Literalmente se colocaban detrás de mí, extendían el brazo por encima de mi hombro, y con sus dedos moviéndose rápidamente creaban una sinfonía de percusión en el teclado.

“¿Ve?”, me decían orgullosamente. “Así es como se hace”.

Yo no lo veía. Fue una transición difícil.

Mi curva de aprendizaje era más bien un muro de ladrillos.

Tomó mucho tiempo, repetición, paciencia, bastante esperanza y fe, gran cantidad de ánimo por parte de mi esposa y muchos litros de un refresco dietético que no nombraré.

Ahora, veintidós años después, estoy rodeado de tecnología computarizada. Tengo una dirección de correo electrónico, una cuenta en Twitter y una página de Facebook. Tengo un teléfono inteligente, una tableta, una computadora portátil y una cámara digital; y, aunque mis habilidades tecnológicas no se pueden comparar con las de un niño de siete años, para un septuagenario, no soy tan malo.

Pero he notado algo interesante. Cuanto más versado me hago en la tecnología, más dejo de apreciar lo que vale.

Durante una gran parte de la historia de la humanidad, la comunicación se realizaba a la velocidad de un caballo. Enviar un mensaje y recibir una respuesta podía tomar días e incluso meses. Hoy nuestros mensajes viajan miles de kilómetros en el espacio o miles de metros por debajo de océanos para llegar a alguien al otro lado del mundo; y si hay una demora de incluso unos segundos, nos frustramos y nos impacientamos.

Parece ser la naturaleza humana: cuanto más nos familiarizamos con algo, incluso algo milagroso e impresionante, perdemos nuestro sentido de asombro y lo tratamos como algo común y corriente.

¿Dejamos de apreciar el valor de las verdades espirituales?

El no apreciar las tecnologías y las conveniencias modernas quizás sea un asunto relativamente pequeño; pero, tristemente, a veces tomamos una actitud similar hacia la doctrina del evangelio de Jesucristo que ensancha el alma y es eterna. En la Iglesia de Jesucristo se nos ha dado mucho. Estamos rodeados de una riqueza de luz y verdad tan extraordinaria que me pregunto si realmente apreciamos lo que tenemos.

Piensen en los primeros discípulos que caminaron y hablaron con el Salvador durante Su ministerio terrenal. Imaginen el agradecimiento y la reverencia que deben haberles inundado el corazón y llenado la mente cuando lo vieron levantarse de la tumba, cuando palparon las heridas de Sus manos. ¡Sus vidas nunca serían las mismas!

Piensen en los primeros santos de esta dispensación que conocieron al profeta José Smith y lo escucharon predicar el Evangelio restaurado. Imaginen cómo se deben haber sentido al saber que el velo entre el cielo y la tierra se había abierto nuevamente, derramando luz y conocimiento sobre el mundo desde nuestro hogar celestial.

Pero más que nada, piensen en cómo se sintieron ustedes cuando por primera vez creyeron y entendieron que verdaderamente son hijos de Dios; que Jesucristo voluntariamente sufrió por sus pecados para que volvieran a ser limpios; que el poder del sacerdocio es real y que puede unirlos a sus seres queridos por esta vida y por la eternidad; que hay un profeta viviente en la tierra actualmente. ¿No es maravilloso e increíble?

Considerando todo esto, ¿cómo podría ser posible que nosotros, de entre todas las personas, no estuviéramos entusiasmados por asistir a nuestros servicios de adoración en la Iglesia?, ¿o que nos cansáramos de leer las Santas Escrituras? Supongo que eso sería posible solo si nuestro corazón hubiese perdido toda sensibilidad para sentir la gratitud y el asombro por los dones sagrados y sublimes que Dios nos ha otorgado. Las verdades que cambian la vida están ante nuestros ojos y a nuestro alcance, pero a veces caminamos dormidos por el sendero del discipulado. Con demasiada frecuencia nos dejamos distraer por las imperfecciones de los demás miembros en lugar de seguir el ejemplo de nuestro Maestro. Caminamos por un sendero cubierto de diamantes, pero apenas los distinguimos de las piedras comunes.

Un mensaje familiar

Cuando era jovencito, mis amigos me preguntaban sobre mi religión. A menudo comenzaba a explicar las diferencias, como la Palabra de Sabiduría. Otras veces hacía hincapié en las similitudes con otras religiones cristianas. Ninguna de esas cosas los impresionaba mucho. Pero cuando hablaba sobre el gran plan de felicidad que nuestro Padre Celestial tiene para nosotros como Sus hijos, captaba su atención.

Recuerdo que intenté dibujar el Plan de Salvación en la pizarra en un aula de nuestra capilla en Fráncfort, Alemania. Hice círculos que representaban la vida preterrenal, la mortalidad y el regreso a nuestros Padres Celestiales después de esta vida.

De adolescente, cuánto me gustaba compartir este emocionante mensaje. Cuando explicaba esos principios con mis propias y sencillas palabras, mi corazón desbordaba de gratitud por un Dios que ama a Sus hijos y un Salvador que nos redimió a todos de la muerte y el infierno. Estaba muy orgulloso de este mensaje de amor, gozo y esperanza.

Algunos de mis amigos decían que ese mensaje les resultaba familiar, aun cuando tales cosas nunca se enseñaron en la religión en la que habían crecido. Era como si siempre hubieran sabido que esas cosas eran verdaderas, como si yo simplemente estuviera aclarando algo que siempre había estado arraigado profundamente en sus corazones.

¡Tenemos respuestas!

Creo que cada ser humano guarda en el corazón algún tipo de preguntas fundamentales con respecto a la vida misma. ¿De dónde vine? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué sucederá después de que muera?

Los seres mortales se han hecho este tipo de preguntas desde los albores del tiempo. Filósofos, eruditos y expertos han pasado su vida y gastado su fortuna buscando respuestas.

Agradezco que el evangelio restaurado de Jesucristo tenga las respuestas a las preguntas más complejas de la vida. Esas respuestas se enseñan en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Son verdaderas, claras, directas y fáciles de entender. Son inspiradas y se las enseñamos a nuestros niños de tres años en la clase de Rayitos de Sol.

Hermanos y hermanas, somos seres eternos, sin comienzo y sin fin. Siempre hemos existido1. Somos literalmente hijos procreados en espíritu de Padres Celestiales divinos, inmortales y omnipotentes.

Venimos de las cortes celestiales del Señor, nuestro Dios; somos de la casa real de Elohim, el Dios Altísimo. Caminamos con Él en la vida preterrenal; lo escuchamos hablar, fuimos testigos de Su majestuosidad y aprendimos Sus caminos.

Ustedes y yo participamos en el Gran Concilio donde nuestro amado Padre presentó Su plan para nosotros: que vendríamos a la tierra, recibiríamos cuerpos mortales, aprenderíamos a elegir entre el bien y el mal y progresaríamos en formas que de otra manera no sería posible.

Cuando atravesamos el velo y entramos a esta vida mortal, sabíamos que ya no recordaríamos la vida anterior. Habría oposición, adversidad y tentación; pero también sabíamos que obtener un cuerpo físico era de suma importancia para nosotros. Oh, cuánto esperábamos aprender rápido a tomar decisiones correctas, soportar las tentaciones de Satanás y finalmente regresar a nuestros amados Padres Celestiales.

Sabíamos que pecaríamos y cometeríamos errores, incluso quizás algunos graves; pero también sabíamos que nuestro Salvador Jesucristo se había comprometido a venir a la tierra, a vivir sin pecado y voluntariamente ofrecer Su vida en un sacrificio eterno. Sabíamos que si entregábamos nuestro corazón a Él, confiábamos en Él y procurábamos con toda la energía de nuestra alma caminar por el sendero del discipulado, podríamos ser lavados y purificados y entrar otra vez a la presencia de nuestro amado Padre Celestial.

Por lo tanto, con fe en el sacrificio de Jesucristo, ustedes y yo aceptamos, por voluntad propia, el plan del Padre Celestial.

Por eso estamos aquí, en este hermoso planeta Tierra; porque Dios nos ofreció la oportunidad y elegimos aceptarla. Pero nuestra vida terrenal es solo temporal y terminará con la muerte de nuestro cuerpo físico; sin embargo, la esencia de quiénes somos ustedes y yo no será destruida. Nuestro espíritu continuará viviendo y esperará a la resurrección, un don gratuito de nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo para todos2. En la resurrección, nuestro espíritu y nuestro cuerpo serán reunidos, libres del dolor y las imperfecciones físicas.

Después de la resurrección, vendrá el día del juicio. Si bien al final todos serán salvos y heredarán un reino de gloria, aquellos que confíen en Dios y procuren seguir Sus leyes y ordenanzas heredarán vidas en las eternidades que son inimaginables en gloria y asombrosas en majestuosidad.

Ese día del juicio será un día de misericordia y amor —un día cuando los corazones rotos se sanarán, las lágrimas de dolor se reemplazarán con lágrimas de gratitud, cuando todo se arreglará3.

Sí, habrá profundo pesar debido al pecado; sí, habrá lamentos y aun angustia por nuestros errores, nuestra imprudencia y nuestra terquedad que hizo que perdiéramos oportunidades de un futuro mucho mejor.

Sin embargo, tengo confianza de que no solo estaremos satisfechos con el juicio de Dios; también estaremos asombrados y maravillados por Su infinita gracia, misericordia, generosidad y amor hacia nosotros, Sus hijos. Si nuestros deseos y obras son buenos, si tenemos fe en un Dios viviente, entonces podemos esperar con anhelo lo que Moroni llamó “el agradable tribunal del gran Jehová, el Juez Eterno”4.

Pro Tanto Quid Retribuamus

Mis amados hermanos y hermanas, mis queridos amigos, ¿no se nos llena el corazón y la mente con maravilla y asombro al contemplar el gran plan de felicidad que nuestro Padre Celestial ha preparado para nosotros? ¿No nos llena con indescriptible gozo conocer el glorioso futuro que está preparado para todos los que esperan en el Señor?

Si nunca han sentido esa maravilla y gozo, los invito a que busquen, estudien y reflexionen en las sencillas pero profundas verdades del Evangelio restaurado. “Reposen en vuestra mente las solemnidades de la eternidad”5. Permitan que les testifiquen de la divinidad del Plan del Salvación.

Si han sentido estas cosas antes, les pregunto hoy: “¿[Pueden] sentir esto ahora?”6.

Recientemente tuve la oportunidad de viajar a Belfast, Irlanda del Norte. Mientras estaba allí, noté el escudo de armas de Belfast, el cual incluye el lema “Pro tanto quid retribuamus” o “¿Qué daremos a cambio de haber recibido tanto?”7.

Invito a cada uno a considerar esa pregunta. ¿Qué daremos a cambio de la abundancia de luz y verdad que Dios ha derramado sobre nosotros?

Nuestro amado Padre solo pide que vivamos de acuerdo con la verdad que hemos recibido y que sigamos el camino que Él ha proporcionado. Por lo tanto, armémonos de valor y confiemos en la guía del Espíritu; compartamos con nuestros semejantes, en palabra y en obras, el asombroso e impresionante mensaje del plan de felicidad de Dios. Que nuestra motivación sea nuestro amor por Dios y por Sus hijos, porque ellos son nuestros hermanos y hermanas. Eso es el comienzo de lo que podemos hacer a cambio de haber recibido tanto.

Algún día “toda rodilla se doblará, y toda lengua confesará” que las vías de Dios son justas y que Su plan es perfecto8. Para ustedes y para mí, hagamos que ese día sea hoy. Proclamemos, con Jacob de antaño: “¡Oh cuán grande es el plan de nuestro Dios!”9.

De esto testifico, con profunda gratitud hacia nuestro Padre Celestial, al dejarles mi bendición; en el nombre de Jesucristo. Amén.