2010–2019
Soy un hijo de Dios
Abril 2016


Soy un hijo de Dios

Un entendimiento correcto de nuestra herencia celestial es esencial para la exaltación.

Nuestra doctrina más fundamental incluye el conocimiento de que somos hijos de un Dios viviente. Es por eso que uno de Sus nombres más sagrados es Padre —Padre Celestial—. Los profetas han enseñado esta doctrina con claridad a lo largo de los siglos.

  • Cuando fue tentado por Satanás, Moisés lo rechazó diciendo: “… ¿Quién eres tú? Porque, he aquí, yo soy un hijo de Dios1.

  • Al dirigirse a Israel, el salmista proclamó: “… todos vosotros [sois] hijos del Altísimo2.

  • En el Areópago, Pablo enseñó a los atenienses que ellos eran “… linaje de Dios”3.

  • José Smith y Sidney Rigdon tuvieron una visión en la que vieron al Padre y al Hijo, y una voz de los cielos declaró que los habitantes de los mundos “… son engendrados hijos e hijas para Dios4.

  • En 1995, quince apóstoles y profetas vivientes afirmaron: “Todos los seres humanos… son creados a la imagen de Dios. Cada uno es un amado hijo o hija procreado como espíritu por padres celestiales5.

  • El presidente Thomas S. Monson testificó: “Somos hijos e hijas de un Dios viviente… No podemos tener esa convicción sincera sin experimentar un profundo y nuevo sentido de fuerza y poder”6.

Esta doctrina es tan fundamental, tan recurrente y tan instintivamente sencilla, que puede parecer común y corriente, cuando en realidad está entre el conocimiento más extraordinario que podemos obtener. Un entendimiento correcto de nuestra herencia celestial es esencial para la exaltación. Es fundamental para comprender el glorioso Plan de Salvación y nutrir la fe en el Primogénito del Padre, Jesucristo, y en Su misericordiosa expiación7. Además, nos proporciona la motivación continua para que hagamos y guardemos nuestros convenios eternos indispensables.

Con pocas excepciones, todos los que participan en esta reunión podrían cantar en este momento, sin música ni letra escrita, “Soy un hijo de Dios”8. Este hermoso himno es uno de los que más se cantan en esta Iglesia. Pero la cuestión crucial es: ¿realmente lo sabemos? ¿Lo sabemos en la mente, el corazón y el alma? ¿Es nuestro linaje celestial nuestra primera y más profunda identidad?

Aquí, en la tierra, definimos nuestra identidad en función de muchas cosas, entre ellas nuestro lugar de nacimiento, nacionalidad o idioma. Algunos incluso definen su identidad en función de su ocupación o afición. Estas identidades terrenales no están mal a menos que reemplacen o interfieran con nuestra identidad eterna: la de hijo o hija de Dios.

Cuando nuestra hija menor tenía seis años y cursaba primer grado en la escuela, su maestra dio a los niños una tarea de escritura en clase. Era octubre, el mes de Halloween, una fiesta que se celebra en algunas partes del mundo. Aunque no es mi favorita, supongo que puede tener algunos aspectos inofensivos que la justifiquen.

La maestra entregó a los jóvenes alumnos un papel con la imagen en la parte superior del esbozo de una bruja mítica sobre un caldero hirviendo —ya les dije que esta no es mi fiesta favorita—. La pregunta que se planteaba para estimular la imaginación de los niños y probar sus rudimentarias habilidades para escribir era: “Acaban de beber una taza del brebaje de la bruja. ¿Qué les sucede?”. Por favor, tengan en cuenta que no comparto esta historia como una recomendación para los maestros.

“Acaban de beber una taza del brebaje de la bruja. ¿Qué les sucede?”. Con su mejor redacción de principiante, nuestra pequeña escribió: “Me moriré y estaré en el cielo. Eso me gustará. Me encantaría, porque es el mejor lugar para estar porque estás con tu Padre Celestial”. Probablemente esa respuesta sorprendió a su maestra; sin embargo, cuando nuestra hija trajo a casa la asignación terminada, vimos que le habían puesto una estrella, la nota más alta.

En la vida real hacemos frente a dificultades reales, no imaginarias. Existe el dolor físico, emocional y espiritual. Hay sufrimiento cuando las circunstancias son muy distintas a lo que habíamos esperado. Hay injusticia cuando no nos parece que merezcamos nuestra situación; hay desilusión cuando alguien en quien confiamos nos falla. Hay problemas económicos y de salud que pueden confundirnos. Puede haber momentos de duda cuando un asunto de doctrina o historia está más allá de nuestra comprensión actual.

Cuando suceden cosas difíciles en nuestra vida, ¿cuál es nuestra reacción inmediata? ¿Es confusión, o duda, o renuncia espiritual? ¿Representa un golpe para nuestra fe? ¿Culpamos a Dios o a los demás por nuestras circunstancias? ¿O es nuestra primera reacción recordar quiénes somos, que somos hijos de un Dios amoroso? ¿Viene eso acompañado de una confianza absoluta en que Él permite algo de sufrimiento en la tierra porque sabe que eso nos bendecirá, como un fuego purificador, para que lleguemos a ser como Él y obtengamos nuestra herencia eterna9?

Recientemente estuve en una reunión con el élder Jeffrey R. Holland. Al enseñar el principio de que la vida terrenal puede ser muy penosa, pero que nuestras dificultades tienen un propósito eterno, incluso si ahora no lo comprendemos, el élder Holland dijo: “Ustedes pueden tener lo que deseen, o pueden tener algo mejor”.

Hace cinco meses, mi esposa, Diane, y yo fuimos a África con el élder David A. Bednar y su esposa. El sexto y último país que visitamos fue Liberia. Liberia es un gran país, con gente noble y una rica historia, pero las cosas no han sido fáciles allí. Décadas de inestabilidad política y guerras civiles han empeorado los efectos de la pobreza. Adicionalmente, la temida enfermedad del ébola mató a cerca de 5.000 personas allí durante la última epidemia. Nosotros éramos el primer grupo de líderes de la Iglesia fuera de la región que visitaba Monrovia, la capital, desde que la Organización Mundial de la Salud declarara que era seguro hacerlo tras la crisis del ébola.

Una calurosa y húmeda mañana de domingo viajamos para reunirnos en un local alquilado en el centro de la ciudad. Se habían colocado todas las sillas disponibles, 3.500 en total. El número final de asistentes fue de 4.100. Casi todos ellos tuvieron que viajar a pie o en algún tipo de transporte público incómodo; no fue fácil para los santos reunirse, pero acudieron. La mayoría llegó varias horas antes de la hora fijada para la reunión. Cuando entramos al salón, la atmósfera espiritual era impresionante. Los santos estaban listos para que se les enseñase.

Cuando el orador citaba un pasaje de las Escrituras, los miembros recitaban el versículo en voz alta. No importaba que fuera uno largo o corto, toda la congregación reaccionaba al unísono. Ahora bien, no recomendamos necesariamente eso, pero era en verdad impactante que pudieran hacerlo. Y el coro… fue poderoso. Con un entusiasta director de coro y un joven de catorce años al teclado, los miembros cantaron con vigor y fuerza.

Luego, habló el élder Bednar. Por supuesto, este era el momento más esperado de la reunión: escuchar a un apóstol enseñar y dar testimonio. Guiado claramente por el Espíritu, a la mitad de su discurso el élder Bednar se detuvo y dijo: “¿Conocen el himno ‘Qué firmes cimientos’?”.

Parecía que 4.100 voces respondían con voz potente: “¡SÍ!”.

Luego preguntó: “¿Se saben la estrofa número siete?”.

De nuevo, el grupo entero respondió: “¡SÍ!”.

El arreglo del poderoso himno “Qué firmes cimientos” cantado por el Coro del Tabernáculo Mormón en los últimos diez años ha incluido la estrofa número siete, que no se cantaba mucho previamente. El élder Bednar dijo: “Cantemos las estrofas uno, dos, tres y siete”.

Sin vacilar, el director del coro se puso de pie y el poseedor del Sacerdocio Aarónico que tocaba el teclado comenzó de inmediato a tocar enérgicamente los acordes de la introducción. Con una convicción que nunca había sentido antes en un himno entonado por una congregación, cantamos los versículos uno, dos y tres. Entonces aumentó el volumen y el poder espiritual cuando 4.100 voces cantaron la séptima estrofa y declararon:

Al alma que anhele la paz que hay en mí,

no quiero, no puedo dejar en error;

yo lo sacaré de tinieblas a luz,

y siempre guardarlo, y siempre guardarlo,

y siempre guardarlo con grande amor10.

Ese día, en uno de los acontecimientos espirituales más extraordinarios de mi vida, se me enseñó una profunda lección. Vivimos en un mundo que puede hacernos olvidar quiénes somos realmente. Cuantas más distracciones nos rodean, más fácil es tratar con indiferencia, luego ignorar y después olvidar nuestra conexión con Dios. Los santos de Liberia tienen pocas cosas materiales y sin embargo parece que tienen todo lo que es espiritual. Lo que presenciamos aquel día en Monrovia fue un grupo de hijos e hijas de Dios… ¡que sabían que lo eran!

En el mundo de hoy, no importa dónde vivamos ni cuáles sean nuestras circunstancias, es fundamental que nuestra identidad suprema sea la de hijos de Dios. El saber eso permitirá que nuestra fe florezca, nos motivará a arrepentirnos continuamente y nos dará la fuerza para que “… [seamos] firmes e inmutables” a lo largo de nuestra jornada terrenal11. En el nombre de Jesucristo. Amén.