2000–2009
Vivan por fe y no por cobardía
Octubre 2007


Vivan por fe y no por cobardía

Si escogemos seguir a Cristo con fe, en lugar de escoger otro camino por temor, se nos bendecirá con la consecuencia que va de acuerdo con lo que hayamos elegido.

Queridos hermanos y hermanas, me uno a ustedes al expresar mi amor y apoyo continuo al presidente Eyring y a su familia. El presidente Hinckley me extendió el llamamiento para servir en el Quórum de los Doce el jueves por la tarde. Me es imposible expresar la variedad de los sentimientos que me han embargado desde entonces. Ha habido noches de insomnio y de mucha oración, sin embargo mi ánimo se ha fortalecido por el conocimiento de que el presidente Hinckley es el profeta y de que los miembros de la Iglesia orarán por mí y por mi familia.

El decir que me siento profundamente incapaz no sería una exageración. Cuando se me llamó como Autoridad General en abril de 1996, también me sentí igual con respecto a mi llamamiento. El élder Neal A. Maxwell me aseguró de que el único requisito para todos los que servimos en el reino era el de ser capaces de compartir el testimonio de la divinidad del Salvador. Una paz me invadió en ese entonces y ha permanecido conmigo desde ese momento porque amo al Salvador y he tenido experiencias espirituales que me permiten testificar de Él. Me regocijo por la oportunidad de ser testigo de Jesucristo en todo el mundo (véase D. y C. 107:23), a pesar de mis debilidades.

En Doctrina y Convenios sección 68, versículos 5 y 6, leemos:

“He aquí, ésta es la promesa del Señor a vosotros, oh mis siervos.

“Sed de buen ánimo, pues, y no temáis, porque yo, el Señor, estoy con vosotros y os ampararé; y testificaréis de mí, sí, Jesucristo, que soy el Hijo del Dios viviente; que fui, que soy y que he de venir”.

Busco la compañía del Espíritu Santo al hablarles esta mañana de día de reposo.

El sentimiento sobrecogedor que he tenido al recibir este llamamiento es que debemos vivir por fe y no por temor. En la segunda epístola de Timoteo, el apóstol Pablo habla acerca de la fe de la abuela de Timoteo, Loida y de su madre Eunice. Pablo escribe:

“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7).

En mi caso personal, doy reconocimiento respetuoso a los antepasados que ahora están del otro lado del velo, que dieron todo lo que se pidió de ellos para edificar el reino de Dios en la tierra.

Estoy agradecido por haber estado rodeado toda mi vida por personas que aman al Salvador. Mi corazón está lleno de agradecimiento por mi familia. Mi esposa Mary ha sido el gozo de mi vida. Su fortaleza espiritual, su buen ejemplo, su sentido del humor y su amoroso apoyo me han bendecido a lo largo de mi vida. Nuestros tres hijos y sus esposas han sido fuentes de gran satisfacción personal y, junto con nuestros nueve nietos, han sido una bendición para nosotros. Su fe y sus oraciones, y lo bueno que han hecho en su vida han sido de gran consuelo para Mary y para mí.

Cuando pienso en mi juventud transcurrida en Logan, Utah (el adorado Cache Valley del élder Perry), me doy cuenta de lo afortunado que fui de haber crecido en un buen hogar; de tener una madre justa llena de fe, de tener un amoroso padre, un hermano mayor que ha sido para mí un ejemplo extraordinario tanto como amigo como consejero, y una hermana menor que me ha querido y apoyado. Soy muy afortunado también por haber tenido líderes de la Iglesia, maestros, entrenadores y amigos devotos y de gran talento que fueron ejemplos maravillosos para mí.

De joven, tuve la oportunidad de servir en la misión Británica, un hecho fundamental que cambió mi vida. La influencia de un esforzado presidente de misión es uno de los grandes milagros del Evangelio restaurado. Hace unas semanas, recibí una tarjeta para mi cumpleaños en las Oficinas Generales de la Iglesia, de una mujer a quien enseñé el Evangelio en Gloucester, Inglaterra, hace ya muchos años, con la que había perdido contacto. Me contó que ella y su esposo son muy activos en la Iglesia y tienen 6 hijos y 20 nietos, todos nacidos bajo el convenio. Puede que esa haya sido la mejor tarjeta de cumpleaños que haya recibido hasta ahora.

Mary y yo nos fuimos de Utah para que yo pudiese asistir a la facultad de derecho en Palo Alto, California. Planeábamos volver a Utah tras mi graduación, pero el Espíritu nos indicó que nos quedáramos en California, donde vivimos por 33 años y criamos a nuestra familia. Los dos hemos tenido muchas oportunidades de prestar servicio. Allí nos encantó la diversidad de los miembros y su dedicación al evangelio de Jesucristo. Siempre les estaré en deuda a los maravillosos Santos de los Últimos Días de California, que han sido una influencia muy positiva en mi vida.

Los últimos once años y medio en los que he prestado servicio como Setenta han sido verdaderamente gratificantes. Al dejar ese quórum, deseo que mis colegas de las Autoridades Generales sepan del amor y el aprecio que les tengo por la dedicación y lealtad que ellos tienen hacia el reino de Dios en la tierra, por su fidelidad y sus buenas obras. Quiero que sepan del gozo que he tenido al servir con ellos.

Amo de todo corazón a las Autoridades Generales que sostenemos como profetas, videntes y reveladores. He intentado servirles con integridad y de hacer más ligeras sus responsabilidades en todos los aspectos en los que he podido. Estoy muy agradecido a la Primera Presidencia y al Quórum de los Doce por sus vidas llenas de bondad y ejemplo, por su paciencia, sus enseñanzas, su amabilidad, su devoción a nuestro Padre Celestial y a Su Hijo Jesucristo, así como a Su Evangelio restaurado. Estoy agradecido que Dios llamó a José Smith para ser el profeta por medio del cual se restauró la plenitud del Evangelio en la tierra.

Mi experiencia como Autoridad General ha llenado mi corazón con agradecimiento por la fe y la bondad de los Santos de los Últimos Días de todo el mundo. Prestamos servicio por dos años en las Filipinas, donde en abril de 1961, el presidente Hinckley, en ese entonces Ayudante de los Doce, envió a los primeros misioneros a Manila. Sólo había un poseedor del sacerdocio en las Filipinas. Hoy hay casi 600.000 miembros. La vida de ellos no es fácil y carecen de muchas cosas, pero aman al Salvador. El Evangelio está teniendo un enorme impacto en el mejoramiento de sus vidas. ¡Que bendición tan maravillosa servir entre ellos!

También servimos por tres años en las Islas del Pacífico. Es muy significativo que casi el 25 por ciento de todos los polinesios del mundo sean miembros de la Iglesia. Su fe y espiritualidad son legendarias. En una ocasión, mi esposa y yo estuvimos en Vava’u, en el archipiélago de Tonga. En una conferencia general de estaca, hablé de seguir al profeta y después, durante la comida que siguió a la conferencia, me senté junto a un distinguido patriarca, ya entrado en años, que me expresó lo agradecido que se sentía de escuchar lo que el profeta enseñaba. Luego, me relató lo siguiente. Vava’u es una isla considerablemente pequeña, que por lo general recibe suficiente lluvia, pero que periódicamente sufre de grandes sequías. La isla tiene largas ensenadas o bahías, casi como brazos que se curvan tierra adentro bajo colinas muy escarpadas. Cuando las sequías dejaban la isla sin agua, sólo había una forma en la que ellos podían obtener agua dulce y mantenerse con vida. Con el correr de los siglos, habían descubierto que el agua dulce se filtraba por las formaciones rocosas dentro de las montañas y emergía en algunas partes del mar.

Los tonganos salían en pequeños grupos, en sus pequeños botes, con un sabio anciano que iba de pie en uno de los extremos del bote para buscar el lugar correcto. Los hombres jóvenes y fuertes permanecían dentro del bote esperando listos con sus recipientes para sumergirse profundamente en el mar. Al llegar al lugar propicio, el sabio levantaba los brazos al cielo. Esa era la señal. Los fuertes jóvenes se lanzaban fuera del barco y se sumergían tan profundamente como podían y llenaban sus recipientes con el agua dulce de los manantiales. Ese anciano patriarca comparó esa tradición para salvar vidas a las aguas vivas del evangelio de Jesucristo, y al hombre sabio al profeta de Dios aquí en la tierra. Hizo la observación de que el agua era pura y dulce, y que durante la sequía salvaba vidas. Pero no era fácil de encontrar; ya que no era visible al ojo no adiestrado. Ese patriarca quería saber todo lo que el profeta enseñaba.

Vivimos en una época de inseguridad. El mundo necesita desesperadamente del manantial de agua dulce que es el evangelio de Jesucristo. Al tomar decisiones, deberíamos escuchar atentamente al profeta. Mis registros personales y extraoficiales indican que el presidente Hinckley ha recalcado continuamente la fe en el Señor Jesucristo. Luego ha hecho hincapié en el fortalecimiento de la familia y sobre la observación de los principios religiosos en el hogar. Una y otra vez nos ha dicho que si vivimos un principio ganaremos un testimonio de su veracidad, lo cual a su vez, hará que aumente nuestra fe.

Sé que muchos están preocupados por la crianza de sus hijos en estos tiempos difíciles y de aumentar la fe de ellos. Cuando mi esposa y yo íbamos a comenzar una familia en el área de la Bahía de San Francisco, teníamos la misma preocupación. En un momento critico, el élder Harold B. Lee, que en ese entonces era miembro de los Doce, aconsejó a los miembros de nuestra estaca que podíamos criar a nuestros hijos en rectitud si:

  1. Seguíamos al profeta.

  2. Establecíamos el verdadero espíritu del Evangelio en nuestro corazón y en nuestro hogar.

  3. Éramos una luz entre los que vivían a nuestro alrededor

  4. Centrábamos nuestra atención en las ordenanzas y los principios que se enseñan en el templo. (Véase D. y C. 115:5; Harold B. Lee, “Your Light to Be a Standard unto the Nations,” Ensign, agosto de 1973, págs. 3–4.)

Al seguir ese consejo, nuestra fe aumentó y nuestros temores disminuyeron. Yo creo que podemos criar hijos rectos en cualquier parte del mundo, si en los hogares se les enseñan principios religiosos.

Un aspecto en el cual los miembros pueden vivir por fe y no por temor es en la obra misional. Antes de que me llamaran a ser parte de la Presidencia de los Setenta, el 1 de agosto de este año, había prestado servicio en el Departamento Misional por seis años, los últimos tres como Director Ejecutivo bajo la dirección del élder M. Russell Ballard, presidente del Consejo Ejecutivo Misional.

Algunos presidentes de misión nos informaron que muchos miembros maravillosos se mantienen de incógnito entre sus vecinos y compañeros de trabajo. No dan a conocer a la gente quienes son ni en lo que creen. Necesitamos más participación de los miembros para compartir el mensaje de la Restauración. En Romanos, capítulo 10, versículo 14, se pone eso en perspectiva:

¿Cómo, pues, invocarán a aquel [hablando del Salvador] en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?”

El versículo 15 contiene un maravilloso mensaje que se menciona en Isaías:

“¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (véase también Isaías 52:7).

Se ha dicho que los miembros tendrán que mover sus pies y hacer que sus voces se oigan si van a obtener esa bendición.

La guía para el servicio misional, Predicad Mi Evangelio, se presentó por primera vez en octubre de 2004. El presidente Hinckley comenzó esa obra cuando pidió a los misioneros que aprendieran la doctrina y enseñaran por el Espíritu. Todos los miembros de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce participaron en un sentido u otro. El élder Ballard y yo sentimos que las ventanas del cielo se abrieron y la inspiración del Señor se derramó para sacar a luz esta gran fuente de consulta. Los miembros de la Iglesia han comprado más de 1 millón y medio de ejemplares de Predicad Mi Evangelio. Es un cimiento maravilloso y los misioneros son maestros poderosos y espirituales. Sin embargo, si vamos a cumplir con lo que el presidente Hinckley nos ha pedido, los miembros, al vivir por fe y no por temor, deben compartir el Evangelio con sus amigos y conocidos.

En nuestros llamamientos individuales debemos tener fe y no temer.

Nuestra hija, Kathryn, presta servicio como presidenta de la Primaria en su barrio en Salt Lake City. Mi esposa y yo fuimos a su barrio el domingo pasado para ver la presentación del programa de la Primaria en la reunión sacramental: “Lo seguiré con fe”. Me encantó escuchar a los niños recitar pasajes e historias de las Escrituras acompañadas por canciones que se centraban en la fe en Jesucristo.

Después de la reunión, le pregunté acerca de su llamamiento, y ella dijo que al principio se sintió bastante agobiada, y que pasó mucho tiempo analizando problemas. Luego, la presidencia decidió hacer hincapié en el amor, la fe y la oración; y súbitamente recibieron en su mente impresiones espirituales acerca de un niño o de una familia en particular. El amor reemplazó la tensión. Me dijo que al hacer caso a los susurros del Espíritu, se sintió reverencia y paz en la Primaria, y se aprendía realmente el Evangelio.

Es nuestra fe en Jesucristo lo que nos sostiene en las encrucijadas de la vida. Es el primer principio del Evangelio y, sin ella, permaneceríamos en el mismo lugar, perdiendo nuestro precioso tiempo, sin llegar a ningún lado. Es Cristo quien nos invita a seguirle, a entregarle nuestras cargas, y a llevar Su yugo, pues “[Su] yugo es fácil, y ligera [Su] carga” (Mateo 11:30).

No hay otro nombre dado debajo del cielo, mediante el cual el hombre puede ser salvo (véase Hechos 4:12). Debemos tomar sobre nosotros Su nombre y recibir Su imagen en nuestro rostro, para que cuando Él venga, seamos más como Él (véase 1 Juan 3:2; Alma 5:14). Si escogemos seguir a Cristo con fe, en lugar de escoger otro camino por temor, se nos bendecirá con la consecuencia que va de acuerdo con lo que hayamos elegido (véase D. y C. 6:34–36).

Que todos reconozcamos y agradezcamos el incomparable don de la vida que cada uno disfruta y el aliento (de vida) que Él nos otorga cada día. Que escojamos tener una convicción en las encrucijadas de la vida y que ejercitemos fe en Jesucristo. Es mi oración que podamos vivir por medio de la fe y no del temor. Doy mi testimonio de Dios, que es nuestro Padre Celestial y de Su Hijo Jesucristo, quien expió nuestros pecados. En el nombre de Jesucristo. Amén.