2000–2009
Mis hermanos más pequeños
Octubre 2004


Mis hermanos más pequeños

Nadie subestime el poder de la fe de los comunes Santos de los Últimos Días.

Hay un mensaje para los Santos de los Últimos Días en una revelación pocas veces mencionada que se dio al profeta José Smith en 1838: “…tengo presente a mi siervo Oliver Granger. He aquí, de cierto le digo que su nombre se guardará en memoria sagrada de generación en generación para siempre jamás, dice el Señor” (D. y C. 117:12).

Oliver Granger era un hombre común; era casi ciego, habiendo “perdido la vista debido al frío y al haber quedado expuesto al rigor del tiempo” (History of the Church, Tomo IV, págs. 408–409). La Primera Presidencia lo describió como “un hombre de la más estricta integridad y virtud moral; en resumen, era un hombre de Dios” (History of the Church, Tomo III, pág. 350).

Cuando los santos fueron expulsados de Kirtland, Ohio, en una escena que se repetiría en Independence, en Far West y en Nauvoo, Oliver se quedó para vender las propiedades de ellos a cualquier precio que pudiese. No había muchas posibilidades de que lo lograra, y, de hecho, no lo hizo.

Pero el Señor dijo: “…luche seriamente por la redención de la Primera Presidencia de mi Iglesia, dice el Señor; y cuando caiga, se levantará nuevamente, porque su sacrificio será más sagrado para mí que su ganancia, dice el Señor” (D. y C. 117:13).

¿Qué hizo Oliver Granger para que su nombre se deba mantener en sagrado recuerdo? No mucho, en realidad. No fue tanto lo que hizo, sino lo que él fue.

Al rendir honor a Oliver, gran parte, o tal vez todo el honor deba ir a Lydia Dibble Granger, su esposa.

Oliver y Lydia finalmente salieron de Kirtland para unirse a los santos en Far West, Misuri. Estaban a sólo unos cuantos kilómetros de distancia de Kirtland cuando la turba los obligó a regresar, y no fue sino hasta después que se unieron a los santos en Nauvoo.

Oliver murió a la edad de 47 años, dejando a Lydia al cuidado de los niños.

El Señor no esperaba que Oliver fuese perfecto y quizá ni que tuviera éxito: “…cuando caiga, se levantará nuevamente, porque su sacrificio será más sagrado para mí que su ganancia, dice el Señor” (D. y C 117:13).

No siempre podemos esperar tener éxito, pero debemos poner nuestros mejores esfuerzos.

“…pues yo, el Señor, juzgaré a todos los hombres según sus obras, según el deseo de sus corazones” (D. y C. 137:9).

El Señor dijo a la Iglesia:

“…cuando doy un mandamiento a cualquiera de los hijos de los hombres de hacer una obra en mi nombre, y éstos, con todas sus fuerzas y con todo lo que tienen, procuran hacer dicha obra, sin que cese su diligencia, y sus enemigos vienen sobre ellos y les impiden la ejecución de ella, he aquí, me conviene no exigirla más a esos hijos de los hombres, sino aceptar sus ofrendas…

“Y os hago de esto un ejemplo para vuestro consuelo, en lo que concierne a todos aquellos a quienes se ha mandado hacer alguna obra, y las manos de sus enemigos y la opresión se lo han impedido, dice el Señor vuestro Dios” (D. y C. 124:49, 53; véase también Mosíah 4:27).

Los pocos miembros de Kirtland ahora son millones de Santos de los Últimos Días comunes en toda la tierra; hablan innumerables idiomas pero se unen en fe y entendimiento mediante el idioma del Espíritu.

Estos fieles miembros hacen y guardan sus convenios y se esfuerzan por ser dignos de entrar en el templo; creen en las profecías y sostienen a los líderes de barrio y de rama.

Al igual que Oliver, sostienen a la Primera Presidencia y al Quórum de los Doce y aceptan lo que el Señor dice: “Y si los de mi pueblo escuchan mi voz, y la voz de mis siervos que he nombrado para guiar a mi pueblo, he aquí, de cierto os digo que no serán quitados de su lugar” (D. y C. 124:45).

En la revelación que se dio como prefacio para Doctrina y Convenios, el Señor explica quién llevará a cabo Su obra. Escuchen con cuidado a medida que yo leo esa revelación y piensen en la confianza que el Señor tiene en nosotros:

“Por tanto, yo, el Señor, sabiendo las calamidades que sobrevendrían a los habitantes de la tierra, llamé a mi siervo José Smith, hijo, y le hablé desde los cielos y le di mandamientos;

“y también a otros di mandamientos de proclamar estas cosas al mundo; y todo esto para que se cumpliese lo que escribieron los profetas:

“Lo débil del mundo vendrá y abatirá lo fuerte y poderoso, para que el hombre no aconseje a su prójimo, ni ponga su confianza en el brazo de la carne”.

El siguiente versículo estipula que el sacerdocio se confiera a hombres y jovencitos comunes y dignos:

“sino que todo hombre hable en el nombre de Dios el Señor, el Salvador del mundo;…

“para que la plenitud de mi evangelio sea proclamada por los débiles y sencillos hasta los cabos de la tierra, y ante reyes y gobernantes.

“He aquí, soy Dios, y lo he declarado; estos mandamientos son míos, y se dieron a mis siervos en su debilidad, según su manera de hablar, para que alcanzasen conocimiento;

“y para que cuando errasen, fuese manifestado;

“y para que cuando buscasen sabiduría, fuesen instruidos;

“y para que cuando pecasen, fueran disciplinados para que se arrepintieran;

“y para que cuando fuesen humildes, fuesen fortalecidos y bendecidos desde lo alto, y recibieran conocimiento de cuando en cuando” (D. y C. 1:17–20, 23–28; cursiva agregada).

Ahora se levanta otra generación de jóvenes; vemos en ellos una fortaleza más allá de lo que hemos visto antes. La bebida, las drogas y la inmoralidad no son parte de su vida; se juntan en el estudio del Evangelio, en las actividades sociales y en el servicio.

No son perfectos, todavía no; hacen todo lo que pueden y son más fuertes que las generaciones que les precedieron.

Así como el Señor le dijo a Oliver Granger: “…cuando [ellos caigan], se [levantarán] nuevamente, porque [el] sacrificio [de ellos] será más sagrado para mí que su ganancia…” (D. y C. 117:13).

Algunos se preocupan demasiado por no haber ido en una misión, por el matrimonio que no ha tenido éxito, o porque no tienen bebés, o por los hijos que parecen perdidos, o por los sueños que no se realizaron, o porque la edad les limita lo que pueden hacer. No creo que le agrade al Señor que nos preocupemos pensando que nunca hacemos lo suficiente o que lo que hacemos nunca es lo suficientemente bueno.

Algunos innecesariamente llevan una gran carga de culpabilidad que se podría quitar mediante la confesión y el arrepentimiento.

El Señor no dijo de Oliver: “[Si cae]”, sino “Cuando caiga, se levantará nuevamente…” (D. y C. 117:13; cursiva agregada).

Hace unos años, en las Filipinas, llegamos temprano para una conferencia. Sentados al borde de la vereda estaban un padre, una madre y cuatro pequeños hijos vestidos con su mejor ropa de domingo; habían viajado en autobús varias horas y estaban comiendo sus primeros alimentos del día. Cada uno de ellos comía una fría mazorca de maíz hervida. Probablemente el costo del viaje a Manila en autobús salió del presupuesto para su comida.

Al mirar a la familia, mi corazón se llenó de emoción. He ahí la Iglesia. He ahí el poder. He ahí el futuro. Tal como las familias en muchas tierras, ellos pagan su diezmo, apoyan a sus líderes y se esfuerzan al máximo por servir.

Durante más de 40 años, mi esposa y yo hemos viajado por toda la tierra; conocemos a miembros de la Iglesia en quizá unos cien países; hemos sentido el poder de su fe sencilla. Sus testimonios personales y su sacrificio han ejercido un profundo efecto en nosotros.

No me gusta recibir honores; los cumplidos siempre me incomodan porque la gran obra de llevar el Evangelio hacia delante, tanto en el pasado, como ahora y en el futuro, dependerá de los miembros comunes.

Mi esposa y yo no esperamos una recompensa mayor para nosotros que la que recibirán nuestros hijos o nuestros padres. Nosotros no presionamos a nuestros hijos a que logren gran prominencia ni notoriedad en el mundo, ni incluso en la Iglesia, como su meta en la vida, ni lo deseamos realmente. Eso tiene muy poco que ver con el valor del alma. Ellos harán realidad nuestros sueños si viven el Evangelio y crían a sus hijos en fe.

Como Juan: “No [tenemos] mayor gozo que este, el oír que [nuestros] hijos andan en la verdad” (3 Juan 1:4).

Hace años, como presidente de la Misión de Nueva Inglaterra, salí de Fredericton, New Brunswick; la temperatura era de 40 grados bajo cero. Al alejarse el avión del pequeño aeropuerto, vi a dos jóvenes élderes parados afuera, que decían adiós, y pensé: “Muchachos insensatos, ¿por qué no se van adentro donde está mas cálido?”.

De repente, me sobrevino un poderoso impulso, una revelación: Allí, en aquellos dos comunes y jóvenes misioneros está el sacerdocio del Dios Altísimo. Me recliné en el asiento, contento de dejar la obra misional de toda esa provincia de Canadá en sus manos. Fue una lección que nunca he olvidado.

Hace ocho semanas, el élder William Walker, de los Setenta, y yo realizamos una conferencia de zona en Naha para 44 misioneros en la isla de Okinawa. El presidente Mills, de la Misión Japón Fukuoka, no pudo asistir debido a un feroz tifón que se aproximaba. Los jóvenes líderes de zona dirigieron la reunión con tanta inspiración y dignidad como su presidente de misión lo hubiera hecho. A la mañana siguiente salimos con vientos huracanados, contentos de dejar a los misioneros al cuidado de esos jóvenes.

Hace poco en Osaka, Japón, los élderes Russell Ballard y Henry Eyring, de los Doce, y yo, junto con el presidente David Sorensen y otros de los Setenta, nos reunimos con 21 presidentes de misión y 26 Setenta Autoridades de Área. Entre los Setenta Autoridades de Área estaban los élderes Subandriyo, de Jakarta, Indonesia; Chu-Jen Chia, de Bejing, China; Remus G. Villarete, de las Filipinas; Won Yong Ko, de Corea; y otros 22; sólo dos eran norteamericanos. Fue una unión de naciones, de idiomas y de gente. A ninguno se le paga; todos sirven voluntariamente, agradecidos de ser llamados a la obra.

Reorganizamos estacas en Okazaki, en Sapporo y en Osaka, Japón. Los tres nuevos presidentes de estaca y un número increíble de líderes se habían unido a la Iglesia cuando eran adolescentes. La mayoría de ellos había perdido a sus padres en la guerra.

El élder Yoshihiko Kikuchi, de los Setenta, es uno de esa generación.

Las calamidades que el Señor predijo vienen ahora sobre un mundo impenitente. De inmediato, una generación tras otra de jóvenes se levanta; se casan, guardan los convenios hechos en la Casa del Señor, tienen hijos y no dejan que la sociedad fije límites sobre la vida familiar.

Hoy día nosotros cumplimos la profecía de que “el nombre [de Oliver Granger] se guardará en memoria sagrada de generación en generación para siempre jamás” (D. y C. 117:12). No fue grande, desde el punto de vista del mundo. Sin embargo, el Señor dijo: “…ningún hombre menosprecie a mi siervo Oliver Granger, sino descansen sobre él para siempre jamás las bendiciones…” (D. y C. 117:15).

Nadie subestime el poder de la fe de los comunes Santos de los Últimos Días. Recuerden que el Señor dijo: “…en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).

Él promete que “El Espíritu Santo será [su] compañero constante, y [su] cetro, un cetro inmutable de justicia y de verdad; y [su] dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia [ellos] para siempre jamás” (D. y C. 121:46).

¡Nada! Ningún poder puede detener el progreso de la obra del Señor.

“¿Hasta cuándo pueden permanecer impuras las aguas que corren? ¿Qué poder hay que detenga los cielos? Tan inútil le sería al hombre extender su débil brazo para contener el río Misuri en su curso decretado, o volverlo hacia atrás, como evitar que el Todopoderoso derrame conocimiento desde el cielo sobre la cabeza de los Santos de los Últimos Días” (D. y C. 121:33).

De esto doy testimonio apostólico, en el nombre de Jesucristo. Amén.