2000–2009
Las cosas apacibles del reino
Abril 2002


Las cosas apacibles del reino

“La paz —la paz verdadera que se siente hasta lo más profundo del alma— sólo se recibe con y por medio de la fe en el Señor Jesucristo”.

Mis hermanos y hermanas, quisiera, en nombre de todos nosotros, expresar nuestro agradecimiento a la Presidencia de la Sociedad de Socorro y a su mesa directiva, que han prestado tan buen servicio y que recientemente han sido relevadas. Una vez más, nos acercamos a la conclusión de una conferencia general edificante e inspiradora. Durante estos días de enseñanza y testimonio, me siento siempre vigorizado e iluminado; y sé que la mayoría de ustedes siente lo mismo. Tal vez lo que sentimos durante la conferencia se asemeja a lo que sintieron los primeros discípulos del Salvador al seguirlo de un lugar a otro para escucharlo enseñar las buenas nuevas del Evangelio.

Por muchas razones, ésos fueron días desalentadores para los hijos de Israel. Subyugados bajo el dominio del Imperio Romano, añoraban la libertad y la paz. Esperaban al Mesías, seguros de que Él vendría para librarlos de la opresión física y política. Y algunos respondieron al Evangelio de felicidad y paz que el Salvador trajo, aunque en un principio no apreciaron plenamente todas sus implicaciones espirituales.

Un cierto día, a principios del ministerio terrenal del Señor, una gran multitud lo siguió hasta el Mar de Galilea, y se reunieron alrededor de Él en la orilla. “…tanto que entrando en una barca, se sentó en ella en el mar; y toda la gente estaba en tierra junto al mar. Y les enseñaba por parábolas muchas cosas” (Marcos 4:1–2).

Fueron grandes y maravillosas las cosas que se enseñaron ese día, entre ellas la parábola del sembrador (véase Marcos 4:3–20). Al finalizar un día entero de enseñanza e instrucción, el Señor sugirió a sus discípulos que atravesaran el Mar de Galilea para llegar al otro lado.

Mientras navegaban por la noche, “se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba.

“Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal; y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?

“Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Marcos 4:37–39).

¿Pueden imaginarse lo que deben haber pensado los apóstoles al ver los elementos mismos —el viento, la lluvia y el mar— obedecer el mandato tranquilo de su Maestro? Aunque recién se les había llamado al santo apostolado, conocían y amaban a su Maestro; y en Él creían. Habían abandonado sus ocupaciones y sus familias para seguirlo. En un período relativamente corto, le habían escuchado enseñar cosas increíbles y lo habían visto obrar grandes milagros. Pero lo que ahora presenciaban iba más allá de su entendimiento, lo cual seguramente se reflejó en sus rostros.

“Y les dijo: ¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?

“Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4:40–41).

En épocas turbulentas y a veces alarmantes, la promesa que el Salvador nos hace de paz infinita y eterna resuena en nosotros con especial fuerza, del mismo modo que su habilidad de calmar las olas enfurecidas debe haber afectado profundamente a quienes le acompañaron en el Mar de Galilea aquella noche tormentosa, hace ya tanto tiempo.

Al igual que las personas que vivieron durante Su ministerio terrenal, hay entre nosotros quienes buscan la paz y la prosperidad físicas como señales del extraordinario poder del Salvador. A veces no nos damos cuenta que la paz eterna que Jesús promete es una paz interior, nacida de la fe, anclada en el testimonio, nutrida por el amor y expresada mediante la obediencia y el arrepentimiento continuos. Es una paz espiritual que resuena en el corazón y en el alma. Si uno verdaderamente conoce y experimenta esa paz interior, no temerá a la discordia del mundo. Uno sabrá muy dentro de sí mismo, que está todo bien en cuanto a las cosas que realmente importan.

Pero, tal como les dijo el presidente Hinckley a los hermanos anoche, en el pecado no hay paz. Puede haber comodidad, popularidad, fama e incluso prosperidad, pero no hay paz. “…la maldad nunca fue felicidad” (Alma 41:10). No se puede sentir paz si se vive de una manera que no concuerde con la verdad restaurada. No hay paz en ser de espíritu cruel o contencioso. No hay paz en la vulgaridad, la promiscuidad o el libertinaje. No hay paz en la adicción a las drogas, al alcohol ni a la pornografía. No hay paz en maltratar a los demás en cualquier forma, ya sea emocional, física o sexual; los que practican el abuso permanecerán en agitación mental y espiritual hasta que vengan a Cristo con toda humildad y busquen el perdón mediante el arrepentimiento completo.

Yo creo que en algún momento determinado, todos añoran “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7). Esa paz para nuestros corazones apesadumbrados sólo nos llega a medida que seguimos la Luz de Cristo, la cual “a todo hombre se da… para que sepa discernir el bien del mal”(Moroni 7:16), y nos lleva a arrepentirnos de los pecados y a buscar el perdón. Todos tenemos hambre de saber “las cosas apacibles del reino” (D. y C. 36:2) y de probar “el fruto de justicia” que “se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Santiago 3:18). En todo hogar, vecindario y comunidad debemos esmerarnos por obtener la paz, y por nunca tomar parte en la creación de contención o divisiones.

A lo largo de la historia contenida en las Escrituras, el Señor ha prometido paz a Sus seguidores. El salmista escribió: “Jehová dará poder a su pueblo; Jehová bendecirá a su pueblo con paz” (Salmos 29:11). Isaías llamó “Príncipe de paz” al Salvador (Isaías 9:6). Nefi vio el día en que a sus descendientes “el Hijo de Justicia se les aparecerá; y él los sanará, y tendrán paz con él” (2 Nefi 26:9).

Apenas unas pocas horas antes de comenzar el glorioso aunque terrible proceso de la Expiación, el Señor Jesucristo hizo la siguiente promesa significativa a Sus apóstoles: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Juan 14:27).

¿Les estaba prometiendo a Sus amados compañeros el tipo de paz que el mundo reconoce: seguridad y falta de contención o de tribulación? Ciertamente las páginas de la historia indican lo contrario. Aquellos apóstoles originales experimentaron muchas pruebas y persecuciones durante el resto de sus vidas, razón probable por la cual el Señor agregó la siguiente aclaración a Su promesa: “…yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).

“Estas cosas os he hablado para que en tengáis paz”, agregó. “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33; cursiva agregada).

La paz —la paz verdadera que se siente hasta lo más profundo del alma— sólo se recibe con y por medio de la fe en el Señor Jesucristo. Cuando se descubre esa valiosa verdad, y se entienden y se aplican los principios del Evangelio, puede derramarse una gran paz sobre los corazones y las almas de los hijos de nuestro Padre Celestial. Por medio de José Smith, el Salvador dijo: “…el que hiciere obras justas recibirá su galardón, sí, la paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero” (D. y C. 59:23).

A veces es impresionante ver la diferencia que esta paz trae a las vidas de quienes la aceptan. Hace muchos años, mientras presidía la Misión de Toronto, Canadá, nuestros misioneros comenzaron a enseñar a una familia que estaba en la oscuridad espiritual. Tenían escasos recursos y poca educación; y su apariencia personal reflejaba desinterés por la higiene y el aseo personal. Pero eran personas buenas y honorables —que se hallaban entre los de corazón sincero por quienes siempre oramos a fin de que los misioneros los encuentren— y respondieron espiritualmente, al sentir por primera vez en sus vidas el mensaje de paz que el Evangelio ofrece.

Cuando nos enteramos que se iban a bautizar, la hermana Ballard y yo asistimos al servicio bautismal. Cuando llegó la familia, yo justo estaba de pie junto al obispo del barrio. Francamente, fue interesante verlos. Se los veía desarreglados, sucios y algo dejados. Debido a un viaje que tuvo que hacer, el obispo todavía no conocía a los más recientes miembros de su barrio, así que la primera impresión que se llevó de ellos fue, por decirlo así, no muy buena; y cuando ellos se alejaron, me di cuenta de que se sentía bastante decepcionado.

Le crucé el brazo por los hombros a este buen obispo para darle mi apoyo, tanto físico como espiritual. Sentí la inspiración de decirle: “Obispo, ¿no es esto maravilloso? ¡Vamos a convertirlos en buenos Santos de los Últimos Días!”

Me miró y sonrió. No logré descifrar si me sonreía por estar de acuerdo conmigo o por pensar que yo era otro misionero demasiado entusiasta.

El servicio bautismal se llevó a cabo y la familia se bautizó. Al día siguiente, decidimos asistir a ese barrio para asegurarnos de que la familia tuviera un buen recibimiento cuando asistieran a las reuniones como miembros nuevos de la Iglesia.

Yo estaba sentado en el estrado junto al obispo cuando la familia entró al salón sacramental para la reunión. El padre llevaba una camisa blanca y limpia. Le quedaba pequeña por lo que no podía abrocharse el botón del cuello, y llevaba una corbata que recordé haber visto a uno de mis élderes usar. Pero su rostro irradiaba felicidad y paz. La madre y las hijas parecían haberse transformado en comparación con el día anterior. Sus vestidos eran sencillos pero limpios y bonitos. En ellas también se reflejaba ese brillo especial del Evangelio. Los varoncitos llevaban camisas blancas de tallas muy grandes para ellos, aun con las mangas arremangadas, y las corbatas les llegaban casi hasta las rodillas. Resultaba obvio que los misioneros les habían puesto sus propias camisas blancas y corbatas para que los niños pudieran ir a la reunión sacramental vestidos de manera apropiada.

Se sentaron junto a los misioneros, y la luz del Evangelio emanaba literalmente de ellos. Alma lo describe como “[recibir la imagen de Dios] en vuestros rostros (Alma 5:14). Me incliné nuevamente hacia el obispo y le dije: “¿Obispo, vio? ¡Los convertiremos en santos!”.

Claro que la transformación física ocurrida de un día para otro era apenas superficial cuando se la compara con el cambio espiritual muchísimo más significativo que ocurrió en esa familia a medida que el Evangelio entraba en sus corazones y en sus vidas. Mediante las enseñanzas de los misioneros y el hermanamiento posterior por parte del buen obispo y los miembros del barrio, la familia entera salió de la oscuridad espiritual para entrar en la luz y la verdad del Evangelio. Esa luz sirvió para reconfortar, alentar y revitalizar a la familia por medio de la paz que proviene de saber que el Señor Jesucristo vive. La luz de la verdad del Evangelio, restaurada en la tierra por conducto del profeta José Smith, comenzó a mostrar a esa familia el camino que lleva al templo, en donde un año después recibieron las bendiciones eternas.

Cito las profecías de Isaías una vez más: “Y todos tus hijos serán enseñados por Jehová; y se multiplicará la paz de tus hijos” (Isaías 54:13).

Una vez que hemos probado el dulce fruto de la paz de Dios, tenemos la inclinación natural de compartirlo con otros. San Francisco de Asís fue conocido como el “amante de toda la Creación”, que vivió la mayor parte de su vida ministrando a los pobres y necesitados que lo rodeaban, incluso a los animales. La paz que halló al prestar servicio lo vigorizó, y le dio el anhelo de compartir esa paz con los demás. Él escribió lo siguiente:

Señor, hazme un instrumento de tu paz.

Donde haya odio, siembre yo amor.

Donde haya injuria, perdón;

Donde haya duda, fe;

Donde haya desaliento, esperanza;

Donde haya sombra, luz;

Donde haya tristeza, gozo;

¡Oh Divino Maestro! Concédeme que no busque ser consolado sino consolar;

Que no busque ser comprendido, sino comprender;

Que no busque ser amado, sino amar;

Porque al dar recibimos, Al perdonar somos perdonados,

Y al morir nacemos a la vida eterna.

(Oración de San Francisco de Asís, St. Anthony Messenger Press, 2002).

En más de una oportunidad, el Señor instó a Sus seguidores a ser “pacificadores”, prometiéndoles que “ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Ese concepto está entretejido en las Escrituras, creando así, mediante parábola y proclamación, un diseño de paz:

  • “Ponte de acuerdo con tu adversario” (Mateo 5:25).

  • “Amad a vuestros enemigos” (Mateo 5:44).

  • “No juzguéis” (Mateo 7:1).

  • “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39).

  • “No condenéis” (Lucas 6:37).

  • “Perdonad” (Lucas 6:37).

  • “Am[ao]s unos a otros” (Juan 13:34).

Éstas son tan sólo unas pocas instrucciones tomadas de las Escrituras, las cuales claramente indican que no se debe acaparar la paz de Dios. Por el contrario, se la debe compartir abundantemente con nuestras familias, amigos y comunidades. Se la debe compartir con la Iglesia y con los que no son miembros de ella. Puede que haya personas a nuestro alrededor que decidan no probar de la dulzura y la paz que brinda la plenitud del Evangelio restaurado, pero pueden ser bendecidas al verla en nuestras vidas y sentir la paz del Evangelio en nuestra presencia. El mensaje de paz aumentará y se esparcirá mediante nuestro ejemplo.

“Vivid en paz”, dijo el apóstol Pablo, “y el Dios de paz y de amor estará con vosotros” (2 Corintios 13:11).

Estoy agradecido por poder testificarles que Jesucristo es el Hijo de Dios, y que al seguirlo a Él, con fe y confianza, todos pueden encontrar la dulce paz interior que el Evangelio ofrece, tal como se nos ha enseñado de manera tan hermosa en esta conferencia. Lo testifico humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.