1990–1999
Gran Plan De Salvación
Octubre 1993


Gran Plan De Salvación

“Al comprender el plan de salvación, también comprendemos el propósito de los mandamientos que Dios ha dado a Sus hijos.”

El Evangelio de Jesucristo contesta preguntas como “¿De donde vinimos, por que estamos aquí y hacia dónde vamos?” Los profetas lo han llamado el plan de salvación y “el gran plan de felicidad” (Alma 42:8). Podemos entender por inspiración ese “mapa” de la eternidad y emplearlo para que nos guíe en nuestra jornada por este mundo.

El evangelio nos enseña que somos los hijos espirituales de nuestros Padres Celestiales. Antes de nuestro nacimiento aquí tuvimos “una personalidad espiritual y premortal, como hijos de nuestro Padre Eterno” (Primera Presidencia, Improvement Era, marzo de 1912, pág. 417; véase también Jeremías 1:5). Se nos colocó en esta tierra para que progresáramos hacia nuestro destino, que era la vida eterna. Estas verdades nos ofrecen, como guía para tomar decisiones, una perspectiva exclusiva y valores diferentes de los de aquellos que dudan de la existencia de Dios y creen que la vida es el resultado de un proceso casual.

Nuestro punto de vista de lo que es la vida comienza con un concilio en los cielos. Allí se les enseñó a los hijos espirituales de Dios el plan eterno que El tenía para ellos. Ya habíamos progresado todo lo que era posible sin un cuerpo físico y sin tener la experiencia terrenal. A fin de lograr la plenitud de gozo, teníamos que probar que estábamos dispuestos a obedecer los mandamientos de Dios en circunstancias en las que no tuviéramos memoria alguna de lo que paso antes de que naciéramos aquí en la tierra.

En el transcurso de la vida terrenal, estaríamos sujetos a la muerte y manchados por el pecado. Para poder rescatarnos de la muerte y del pecado, el plan de nuestro Padre Celestial nos concedía un Salvador, cuya expiación nos redimiría a todos de la muerte y pagaría el precio para que todos quedáramos limpios de pecado bajo las condiciones que El nos impondría (véase 2 Nefi 9: 19–24).Satanás tenía su propio plan. El proponía asegurar la salvación de todos los hijos espirituales de Dios quitándoles la libertad de elección y eliminando así la posibilidad de que pecaran. Cuando se rechazó su plan, Satanás y los espíritus que lo siguieron se opusieron al plan del Padre y fueron expulsados.

Todos los innumerables seres humanos que han nacido en esta tierra eligieron el plan del Padre y lucharon para defenderlo; muchos de nosotros también hicimos convenios con nuestro Padre con respecto a lo que haríamos en la vida terrenal. Aunque no se nos ha revelado de que forma, nuestras acciones en el mundo de los espíritus influyen sobre nosotros aquí.

No obstante el hecho de que Satanás y sus seguidores han perdido su oportunidad de tener un cuerpo físico, se les permite utilizar sus poderes espirituales para tratar de frustrar los propósitos de Dios. Esto proporciona la oposición necesaria para probar a los seres humanos y ver cómo emplearan su libertad de elección. La oposición mas implacable de Satanás se dirige hacia aquello que es mas importante en el plan del Padre; el diablo procura desacreditar al Salvador y restar importancia a la autoridad divina, anular los efectos de la Expiación, falsificar la revelación, apartar a la gente de la verdad, minar la responsabilidad del individuo, confundir las diferencias entre los sexos, debilitar el matrimonio y evitar el nacimiento de los hijos (especialmente entre los padres que criarían a sus hijos con rectitud).

La virilidad y la femineidad, el matrimonio y la crianza y educación de los hijos son todos elementos esenciales del gran plan de la felicidad. La revelación moderna aclara que lo que llamamos genero en el ser humano era parte de nuestra existencia antes de nacer. Dios dice que El creó “varón y hembra” (D. y C. 20: 18; Moisés 2:27; Génesis 1:27). El elder James E. Talmage explicó lo siguiente:

“La distinción entre el varón y la mujer no es una condición exclusiva del período relativamente breve de la vida terrenal, sino que era una característica esencial de nuestra condición premortal” (Millennial Star, 24 de agosto de 1922, pág. 539).

El Señor les dijo al primer hombre y la primera mujer que hubo en la tierra: “Fructificad y multiplicaos” (Moisés 2:28; véase también Génesis 1:28; Abraham 4:28). Este mandamiento fue el primero en el orden de mandamientos y era primordial en importancia; era esencial que los hijos espirituales de Dios tuvieran un nacimiento carnal y la oportunidad de progresar hacia la vida eterna. En consecuencia, todo lo que se relacione con la procreación es un blanco atractivo para que el adversario dirija a el sus esfuerzos por desbaratar el plan de Dios.

Cuando Adán y Eva recibieron el primer mandamiento, estaban en un estado de transición; ya no se hallaban en el mundo de los espíritus, pero sus cuerpos físicos no estaban todavía sujetos a la muerte ni tenían el poder de procrear. No les era posible en ese estado cumplir el primer mandamiento del Padre sin traspasar la barrera entre la beatifica felicidad del Jardín de Edén y las terribles pruebas y las maravillosas oportunidades de la vida terrenal.

Por motivos que no se nos han revelado, esa transición o “caída” no podía tener lugar sin que ocurriera una transgresión, o sea, el ejercicio del albedrío moral llevado hasta el punto de violar una ley (véase Moisés 6:59). Se trataba de una ofensa “planeada”, de una formalidad que serviría un propósito eterno. El profeta Lehi explicó que “si Adán no hubiese transgredido, no habría caído” (2 Nefi 2:22), sino que habría permanecido en el mismo estado en el que había sido creado.

“Y no hubieran tenido hijos; por consiguiente, habrían permanecido en un estado de inocencia, sin sentir gozo, porque no conocían la miseria sin hacer lo bueno, porque no conocían el pecado”.

Sin embargo, la Caída se había planeado así, según dice Lehi, porque “todas las cosas han sido hechas según la sabiduría de aquel que todo lo sabe” (2 Nefi 2:23–24).

Eva fue quien traspasó los limites establecidos en el Edén a fin de iniciar las condiciones de la vida terrenal; su acción, fuera la que fuera, fue oficialmente una transgresión, pero en la perspectiva eterna fue un glorioso requisito para abrirnos los portales hacia la vida eterna. Adán demostró sabiduría haciendo lo mismo. Y así fue que Eva con “Adán cayó para que los hombres existiesen” (2 Nefi 2:25).

Hay cristianos que la condenan por su acción, dando por sentado que ella y todas sus hijas han quedado un tanto manchadas por lo que hizo. Los Santos de los Últimos Días no pensamos así. Con el conocimiento que nos da la revelación, celebramos el acto de Eva y honramos la sabiduría y el valor que demostró en ese gran episodio que llamamos la Caída. (Véase de Bruce R. McConkie, “Eve and the Fall”, Woman, Salt Lake City: Deseret Book Company, 1979, págs. 67–68.) José Smith enseñó que no se había tratado de un “pecado”, puesto que Dios lo había decretado. (Véase The Words of Joseph Smith, editado por Andrew F. Ehat y Lyndon W. Cook, ed. Provo, Utah: Religious Studies Center, Universidad Brigham Young, 1980, pág. 63.) Brigham Young declaró que “no debemos jamas culpar a Eva, en lo mas mínimo” (Journal of Discourses, 13: 145). Y el presidente Joseph Fielding Smith dijo:

“Cuando me refiero a la parte que le correspondió a Eva en la Caída, nunca la califico de pecado, ni tampoco acuso de pecado a Adán …

“… Esta fue una transgresión de la ley, pero no un pecado … porque era algo que Adán y Eva tenían que hacer” (Doctrina de Salvación, tomo l, pág. 109).

Este contraste que se indica entre un pecado y una transgresión nos recuerda las claras palabras del segundo Articulo de Fe: Creemos que los hombres serán castigados por sus propios pecados, y no por la transgresión de Adán” (cursiva agregada). También se asemeja a una distinción que se hace en la ley y que nos es bien conocida: Algunos actos, como el asesinato, son delitos porque son en si de naturaleza mala; otros, como manejar un vehículo sin licencia de conducir, son delitos solo por estar prohibidos por la ley. De acuerdo con esas distinciones, el hecho que dio como resultado la Caída no fue un pecado-o sea, algo de naturaleza mala-sino una transgresión, algo que era malo por estar prohibido. Estas palabras no siempre se emplean para denotar algo diferente, pero esta diferencia parecería propia si la aplicamos a las circunstancias de la Caída.

La revelación de nuestros días indica que nuestros primeros padres entendían la necesidad de la Caída. Adán dijo:

“… Bendito sea el nombre de Dios, pues a causa de mi transgresión se han abierto mis ojos, y tendré gozo en esta vida, y en la carne de nuevo veré a Dios” (Moisés 5: 10).

Notemos la perspectiva diferente y la gran sabiduría que tuvo Eva, que dio énfasis al propósito y al efecto del gran plan de felicidad, diciendo:

“… De no haber sido por nuestra transgresión, nunca habríamos tenido posteridad, ni hubiéramos conocido jamas el bien y el mal, ni el gozo de nuestra redención, ni la vida eterna que Dios concede a todos los que son obedientes” (Moisés 5: 11).

En su visión de la redención de los muertos, el presidente Joseph F. Smith vio a “los grandes y poderosos” congregados para recibir al Hijo de Dios, y entre ellos estaba “nuestra gloriosa madre Eva” (D. y C. 138:38–39).

Al comprender el plan de salvación, también comprendemos el propósito de los mandamientos que Dios ha dado a Sus hijos. El nos enseña principios correctos y nos deja que nos gobernemos, lo cual hacemos con las decisiones que tomamos en la vida terrenal.

Vivimos en una época en que hay muchas presiones políticas, legales y sociales para introducir cambios que tratan de hacer desaparecer las diferencias que existen entre el hombre y la mujer. Nuestra perspectiva eterna nos coloca en oposición a los cambios que alteren esos deberes y privilegios separados de mujeres y hombres que son esenciales para lograr el gran plan de felicidad. No nos oponemos a todos los cambios en el tratamiento del varón y la mujer, pues algunos que enmiendan leyes o costumbres sirven para corregir errores antiguos que jamas se fundaron en los principios eternos.

El poder de crear vida es el mas exaltado que Dios ha dado a Sus hijos. El empleo de ese poder se ordeno en el primer mandamiento, pero hubo otro mandamiento importante que se dio para que no se abusara de el. La importancia que damos a la ley de castidad se debe a la comprensión que tenemos del propósito de nuestro poder procreador para que se lleve a cabo el plan de Dios.

A El le agrada la expresión de esos poderes procreadores, pero ha mandado que se confinen a la relación matrimonial. El presidente Spencer W. Kimball enseñó que, “dentro de los lazos del matrimonio legal, la intimidad de las relaciones sexuales esta bien y cuenta con la aprobación divina. No hay nada impuro ni degradante en la sexualidad de por sí, puesto que por ese medio el hombre y la mujer se unen en un proceso de creación y en una expresión de amor” (The Teachings of Spencer W. Kimball, ed. por Edward L. Kimball, Salt Lake City: Bookcraft, 1982, pág. 311).

Fuera de los lazos del matrimonio, todas las formas de emplear el poder procreador son, en uno u otro grado, una degradación pecaminosa y una perversión del atributo mas divino dado al hombre y a la mujer. El Libro de Mormón enseña que la falta de castidad es mas abominable “que todos los pecados, salvo el derramar sangre inocente o el negar al Espíritu Santo” (Alma 39:5). En nuestros días, la Primera Presidencia de la Iglesia ha declarado esta doctrina de la Iglesia: “Que la gravedad del pecado sexual-las relaciones sexuales ilícitas entre el hombre y la mujer-se compara con la del asesinato” (“Mensaje de la Primera Presidencia”, citado en Messages of the First Presidency of The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, comp. por James R. Clark, 6 tomos, Salt Lake City: Bookcraft, 1965–1975, 6:176).

Algunas personas que no conocen el plan de salvación se comportan como animales salvajes, pero los Santos de los Últimos Días -especialmente los que han hecho convenios sagrados-no se pueden tomar esa libertad. Somos seriamente responsables ante Dios de la destrucción o el abuso de los poderes procreadores que El ha puesto en nosotros.

El acto de destrucción mas abominable es quitarle la vida a alguien; por eso, el aborto es un pecado tan grave. Nuestra posición en cuanto al aborto no se basa en un conocimiento revelado que nos aclare desde el punto de vista legal cuando empieza la vida, sino que lo que la determina es nuestro conocimiento de que, de acuerdo con un plan eterno, existe un propósito glorioso para que todos los hijos espirituales de Dios vengan a la tierra, y que la identidad individual de cada uno comienza mucho antes de la concepción y continuara en las eternidades por venir. Confiamos en los profetas de Dios, que nos han dicho que, aunque existen “raras” excepciones, “la practica del aborto voluntario esta fundamentalmente opuesta al mandamiento del Señor: ‘No … mataras, ni harás ninguna cosa semejante”‘(D.yC.59:6) (Suplemento 1991 del Manual General de Instrucciones, 1991).

Nuestro conocimiento del gran plan de felicidad nos proporciona además una perspectiva exclusiva del matrimonio y de los hijos; también en este aspecto vamos en contra de la fuerte corriente de las costumbres, las leyes y la economía.

Cada vez aumenta mas la proporción de parejas que desprecian el matrimonio, y muchos de los que se casan deciden no tener hijos o limitar el numero de hijos que tengan. En los últimos años, la difícil situación económica que existe en muchos países ha alterado la costumbre tradicional de que haya en el hogar solo uno que gane el sustento de la familia; el aumento de las mujeres que trabajan y que tienen hijos pequeños indica que inevitablemente debe reducirse el tiempo que la madre dedique a enseñar a sus hijos. El efecto que esto tiene se hace evidente en el continuo incremento de abortos, divorcios, niños descuidados y delincuencia juvenil.

Se nos enseña que el matrimonio es indispensable para que se cumpla el plan de Dios, para proveer a los espíritus que nazcan el ambiente propicio y aprobado y para preparar a los miembros de la familia para la vida eterna. El Señor dijo:

“… el matrimonio lo decretó Dios para el hombre.

“… para que la tierra cumpla el objeto de su creación;

“y para que sea llena con la medida del hombre, conforme a la creación de este antes que el mundo fuera hecho” (D. y C. 49: l 5–17).

Nuestro concepto del matrimonio esta motivado por la verdad revelada, no por la sociología del mundo. El apóstol Pablo enseñó que “en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón” (1 Corintios 11: 11). Y el presidente Spencer W. Kimball explico esto: “Sin un matrimonio cabal y feliz, el hombre no puede ser exaltado” (Marriage and Divorce, Salt Lake City: Deseret Book Company, l 976, pág. 24).

De acuerdo con las costumbres, se espera que sea el hombre quien tome la iniciativa de buscar compañera para el matrimonio; por eso, el presidente Joseph F. Smith dirigió a los hombres estas proféticas palabras de exhortación: “… ningún varón apto para casarse esta observando en forma completa su religión si permanece soltero” (Doctrina del evangelio, pág. 269). Sabemos que hay hombres dignos, que son miembros de la Iglesia y que han pasado los treinta años, que se hallan muy ocupados en acumular bienes materiales y disfrutan de estar libres de las responsabilidades familiares sin ningún apuro por contraer matrimonio. ¡Tengan cuidado, hermanos! Ustedes están desatendiendo un deber sagrado.

El conocimiento del gran plan de felicidad también da a los Santos de los Últimos Días un sentido diferente de la importancia de tener hijos y enseñarles correctamente.

En diversas épocas y sociedades, los niños no tienen mas valor que como obreros dentro de la organización familiar o como un medio de sostén para sus padres en la vejez. Hay personas que, aunque se horrorizarían ante esa represión, no vacilan en tener una actitud similar con la que subordinan el bienestar de un hijo espiritual de Dios a la comodidad o a la conveniencia de sus padres.

El Salvador enseñó que no debemos hacernos tesoros en la tierra, sino prepararnos tesoros para el cielo (véase Mateo 6;19–21). Si consideramos el propósito principal del gran plan de felicidad, creo que, ya sea en la tierra o en el cielo, nuestro tesoro principal deben ser nuestros hijos y nuestra posteridad.

El presidente Kimball dijo lo siguiente: “… Rehusar tener hijos cuan(lo se tiene la capacidad de hacerlo constituye un acto de extremo egoísmo por parte de un matrimonio” (“Fortalezcamos nuestros hogares en contra del mal”, Liahona agosto de 1919, pág. 8). Cuando los matrimonios posponen el tener hijos hasta después de haber satisfecho sus deseos materiales, el tiempo que pasó con seguridad reducirá las posibilidades de contribuir al adelanto del plan de nuestro Padre Celestial para todos Sus hijos espirituales. Los Santos de los Últimos Días que son fieles no pueden considerar a los hijos como un estorbo para lograr lo que el mundo llama el “cumplimiento de sus sueños”. Los convenios que hemos hecho con Dios y el propósito principal de esta vida se encuentran ligados a esos pequeñitos que esperan de nosotros tiempo, amor y sacrificios.

¿Cuantos hijos debe tener una pareja? ¡Todos los que pueda atender bien! Por supuesto, atender a los niños implica algo mas que darles la vida; es preciso amarlos, enseñarles, alimentarlos, vestirlos, alojarlos y prepararlos para que ellos mismos lleguen a ser buenos padres. Muchas parejas de Santos de los Últimos Días, ejerciendo la fe en las promesas que Dios les ha hecho de bendecirlos si guardan Sus mandamientos, tienen familias grandes; otras las desean pero no tienen la bendición de tener hijos o no tienen todos los que desearían. En asuntos tan íntimos como este, no debemos juzgarnos los unos a los otros.

El presidente Gordon B. Hinckley dio este inspirado consejo a una congregación de jóvenes miembros de la Iglesia:

“Prefiero pensar en el lado positivo del problema, en el significado y la santidad de la vida, en el propósito de este estado en nuestra jornada eterna, en la necesidad de tener experiencias terrenales en el gran plan de Dios nuestro Padre, en el gozo que solo se puede sentir cuando hay niños en el hogar, en las bendiciones que se reciben de una buena posteridad. Cuando pienso en estos valores y veo que se enseñan y se obedecen, entonces estoy dispuesto a dejar el asunto del numero [de hijos] al hombre, la mujer y el Señor” (“If I Were You, What Would I Do?”, BYU, 1983 84 Fireside and Devotional Speeches, Provo, Utah: University Publications, 1984, pág. 11).

Algunos de los que escuchan este mensaje probablemente se preguntaran “Pero, ¿y yo?” Sabemos que hay muchos excelentes y dignos Santos de los Últimos Días a quienes les faltan las oportunidades ideales y los requisitos esenciales para su progreso. La soltería, la falta de hijos, la muerte y el divorcio frustran los ideales y posponen cl cumplimiento de l as bendiciones prometidas. Además, algunas mujeres que desean dedicar todo su tiempo a la maternidad y al hogar se han visto forzadas a entrar en las filas de los que trabajan en empleos regulares; pero esas frustraciones son sólo temporales, pues el Señor ha prometido que en la eternidad no se negara ninguna bendición a Sus hijos que obedezcan los mandamientos, sean fieles a sus convenios con El y deseen lo correcto.

Muchas de las privaciones mas serias de la vida terrenal se compensarán en el Milenio, que es el tiempo en que se cumplirá todo lo que haya quedado incompleto en el gran plan de felicidad para todos los hijos de nuestro Padre que sean dignos; sabemos que eso sucederá con las ordenanzas del templo; y también creo que sucederá con las relaciones y experiencias familiares.

Y ruego que no permitamos que las dificultades y las distracciones temporales de la vida nos hagan olvidar nuestros convenios y perder de vista nuestro destino eterno. Los que conocemos el plan de Dios para Sus hijos, los que hemos hecho el convenio de participar en el, tenemos una clara responsabilidad. Debemos sentir el deseo de hacer lo correcto y hacer todo lo que sea posible de acuerdo con nuestras circunstancias en esta vida.

En medio de todo esto, debemos recordar la advertencia del rey Benjamín de “que se hagan todas estas cosas con prudencia y orden; porque no se exige que un hombre corra mas aprisa de lo que sus fuerzas le permiten” (Mosíah 4:21). Siempre que me siento inadecuado, frustrado o deprimido, recuerdo esa enseñanza inspirada.

Después de haber hecho todo lo posible, podemos confiar en la misericordia que Dios nos ha prometido. Tenemos un Salvador, que no sólo tomó sobre si los pecados sino también “los dolores y las enfermedades de su pueblo … a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos” (Alma 7:11–12). El es nuestro Salvador, y después de haber hecho todo lo que podamos, El compensara todo lo que no podamos lograr, y lo hará de acuerdo con Su propia manera y en Su propio tiempo. De esto testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.